Como esos jugadores de Futsal que ni bien se pone la pelota en movimiento, meten un puntinazo feroz al arco buscando sorprender, Neruda de Pablo Larraín (No, El club, Jackie) arranca con una escena expeditiva, sintética, memorable.

Es la década del 40, estamos en Chile y vemos a los senadores (todos hombres, por supuesto, atildados, canosos, viejos, gordos, de traje), discutiendo acaloradamente en los baños palaciegos del Congreso Nacional. Entre mármoles y grifería fina, unos beben brandy y otros mean, sin dejar de injuriarse ni lanzarse acusaciones a los gritos pelados. Tienen algo de la curia romana en sus poses y actitudes decadentes, son los dueños del país. Escapando de los flashes y los curiosos que abundan en los pasillos parlamentarios, Pablo Neruda entra y se dirige a uno de los mingitorios. Un senador lo acusa de haber insultado al Presidente. Neruda ladea la cabeza, agradece que le cedan la palabra y se dirige al “honorable senado de mierda”, gritándoles que su presidente es un canalla y un traidor. Termina de decir esto cuando se está lavando las manos. Luego, sale hecho una tromba.

Toda una metáfora de lo que la política era en aquellos años (y sigue siendo todavía hoy): una puja ridícula entre varones con la bragueta abierta.

Antes juego literario que biopic –otro neologismo inglés cuya economía verbal, como de costumbre, sólo se compara a su falta total de música, otro sustantivo que parece una tuerca–, Neruda se presenta en su trama superficial como la historia de una persecución y una fuga. El 3 de septiembre de 1948, el gobierno chileno, encabezado por Gabriel González Videla, proscribe al Partido Comunista y desata una feroz represión contra sus cuadros y militantes. Censura, cárcel y tormentos están a la orden del día y el partido adopta el paso a la clandestinidad como estrategia de supervivencia.

En este contexto, Neruda, en su calidad de intelectual, senador y personalidad destacada del PC, se mantiene como una de las pocas figuras de alto perfil público que denuncian con valentía los atropellos del presidente, a quién califica de lacayo de los EE.UU y de “rata”. Por supuesto, González Videla no es hombre que se deje faltar el respeto así nomás, ni siquiera por Pablo Neruda. Sin dificultad, consigue que lo desafueren y ordena la inmediata detención del poeta, a cuyo ego halagan semejantes muestras de atención, pero que, lo mismo, debe proceder a ocultarse hasta que finalmente –estos son los hechos históricos– logra a huir del país a través de una serie de aventuras funambulescas, que incluyen un barco chino y una cabalgata por la cordillera, para terminar recalando en Europa. En pocas palabras, los ingredientes perfectos para una novela policial.

Si tan sólo encontrásemos el antagonista adecuado…

Ahí es cuando entra en escena el implacable detective Óscar Peluchonneau, genialmente interpretado por Gael García Bernal. “Peluchonneau”, afinen el oído, pues es una de las piezas más brillantes  de  la película y vamos a ensalzarlo durante el próximo par de párrafos. “Peluchonneau”, el nombre en sí mismo es ya un delirio: un apellido francés que García Bernal pronuncia a la chilena: rapidito, enfatizando la “u” hasta volverlo esdrújula y con esa especie de susurro aspirado que constituye una marca de fábrica de la entonación trasandina. Este detective, encargado de darle caza a Neruda, es, en rigor, el auténtico narrador. Tiene con qué. Como cualquier policía que se precie, Peluchonneau es un sabueso innato que adora inmiscuirse en la vida ajena y verduguear a la gente. Para beneficio del espectador, comenta y se burla ácidamente de cada cosa que el poeta dice y hace, a veces, incluso, intercalando sus observaciones macartistas en el fluir de su discurso, entre frase y frase, como una virtual tercera persona omnisciente, una voz en off zumbona y mala leche que está en todas partes. Adrede (y seguramente en una suerte de guiño u homenaje), Larraín adopta y extrema una de las convenciones narrativas clásicas del film noir: es el cana quien nos cuenta (o nos revela) la historia. También hay misterio, interrogatorios y calabozos, mujerzuelas, pistas falsas y autos de época que el detective maneja con gesto adusto.

Para colmo, da la casualidad que Pelucchonneau es un narrador fuera de serie. Un botón de muestra. Refiriéndose al primer abortado intento de fuga de Neruda a través de los Andes: “Se dice que Chile es una isla y que la cordillera es como un segundo mar, una especie de ola gigante que nunca revienta. Al otro lado, hay una tierra extrañamente plana que se llama Argentina. Es un país verde, un país de verdad. Con agricultura… Y con guerra”. Otro, indignado porque el poeta se le ha vuelto a escabullir: “Yo lo tengo abrazado. Y abrazado lo voy a llevar a la cárcel. Y lo voy a hacer dormir. Y lo voy a ver soñar. Y voy a terminar sentado en su pecho”.

Joder, pero si este sabueso no sólo narra como los dioses sino que también se prodiga en los más elevados arrebatos líricos. ¿Es el arquetipo platónico del policía ideal? Afirmativo: si hasta su madre fue una prostituta –precisamente como esas con las que el poeta corre a acostarse cada vez que su mujer se da la vuelta–y su padre, uno de los comisarios más ilustres de la historia de Chile. (O quizás, alguno de sus subordinados).

Entre Larraín y García Bernal (y sobre la base de un guion que ha de haber sido muy bueno) logran la proeza nada desdeñable de colocar a un policía anticomunista y cabrero en el rol de contrapunto ficcional de un poeta de la talla de Neruda y que este artefacto no se rompa. Al contrario: siempre al filo del ridículo, sin perder nunca la gracia, el sentido del ritmo y la inteligencia, Pelucchonneau constituye el polo narrativo más fuerte de la película, aunque la sensación esporádica de ser un personaje secundario en un jueguito montado por Neruda no lo deje en paz.

A medio camino entre la literatura y el cine, entre la poesía y la novela negra, entre los suburbios de Santiago y Valparaíso y la inmensidad de la cordillera, si algo caracteriza a Neruda es su tendencia a la oscilación y el desplazamiento, tanto en un sentido físico como simbólico. En la película, cada cosa se encuentra en tránsito hacia otra (tal vez, siendo ambas al mismo tiempo), del mismo modo que la cámara parece estar siempre acercándose o alejándose de alguien, incluso cuando está quieta. Los personajes se camuflan, se disfrazan, se acechan, se evaden, se transforman, en un vaivén que resulta tan natural como el ritmo en la poesía. Y además, las actuaciones de Luis Gnecco como Neruda y de Mercedes Morán como su mujer, Delia del Carril, son dos joyas.

En otras palabras, una película que se hace fuerte justamente en los puntos donde su estructura y acaso su mensaje resultan más ambiguos, oscilantes. Porque después de todo ¿quién fue Neruda? ¿El político pro-soviético o el poeta de sensibilidad universal? ¿El hijo de obreros ferroviarios o el escritor de renombre internacional que se paseaba por los salones de París? ¿El enamorado perfecto de los 20 poemas de amor o un putañero incorregible con buena muñeca para los versos? Y ya que estamos, ¿Larraín dirigió un policial, una película basada en hechos reales o un juego literario?

Neruda (Argentina/Chile/España, 2016), de Pablo Larraín, c/Luis Gnecco, Gael García Bernal, Mercedes Morán, 107′.

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