Atención: Se revelan datos importantes del argumento y la resolución final de los episodios.
En la primera escena de Tiempo de valientes (segundo largometraje de Damián Szifrón), Lebonian, uno de los grandes villanos de la historia del cine (Oscar Ferreiro), recibe en un galpón a dos hombres que contrató para que transportaran uranio robado. Lebonian está comiendo una parrillada y tomando vino con soda en una mesa puesta sólo para él. Sus secuaces, Arias y Lomianto (Toni Lestingui y Ernesto Claudio), no comparten la cena, se quedan parados detrás de los dos hombres que, se nota, no están acostumbrados al delito, lo viven con torpe excitación y profesionalismo afectado. Sus respuestas no son las esperadas. Cada uno recibe su disparo, la sangre se derrama en la mesa. Lebonian se dispone a seguir comiendo.
Para el público argentino las calles de New York, los autos enormes, una pandilla de negros, un policía sureño racista y los taxis amarillos son elementos de un mundo donde ocurre la ficción. Para un estadounidense son los elementos de su vida cotidiana, el cine mete lo extraordinario en un ambiente familiar. Se podría decir entonces que el cine clásico hacía (y aún hace) una propuesta: “supongamos que en la realidad ocurre esto”. Eso que ocurre puede ser un asesinato, un robo, un amor, una invasión extraterrestre, un malentendido. Después el cine se hizo parte de la vida y entonces el cine clase B, el explotation y más tarde, conversando con éstos, el de Tarantino y los tarantinescos, hacen una nueva propuesta: “supongamos que en una película ocurre esto”.
Un villano clásico podría hacer matar a dos hombres y seguir comiendo solemnemente sobre su sangre y eso nos indicaría que es realmente inescrupuloso. Una vez que esa imagen se vuelve tópico, alguien (pongamos Tarantino) puede hacer una escena, en la que un villano siga comiendo encima de una sangre más roja que el rojo inundando toda la escena. Eso nos indicaría que el director vio las películas clásicas, las supone parte del mundo y nos invita a jugar con ellas.
En la escena de Tiempo de valientes, mientras Lebonian revuelve la ensalada para seguir comiendo, Arias y Lomianto se ríen. “Sigue comiendo el hijo de puta”, dice Arias. Lebonian también sonríe. No son risas de villano, son risas de quienes festejan un chiste o una avivada entre compañeros de trabajo. Estos personajes vieron a los malos del cine clásico y vieron las películas de Tarantino. Entonces cuando Lebonian sigue comiendo es como si dijera: “mirá si yo fuera un malo como los de las películas y siguiera comiendo sobre la sangre”. Esa es la broma de la que se ríen los tres. Esta operación devuelve al espectador al postulado del cine clásico, los personajes que estamos viendo habitan nuestra realidad, saben lo mismo que nosotros y conocen a los villanos. Es en nuestro mundo cotidiano, en el siglo XXI en Argentina, donde sucederá la aventura.
Damián Szifrón hizo ese movimiento mejor que nadie. Y vuelve a hacerlo en Relatos salvajes. Cada uno de los cortos cuenta un hecho extraordinario, fuera de lo común, y todos logran instalarse en escenarios y personajes que sentimos cercanos. Es un maestro en la creación de verosimilitud, el alma del cine clásico, la que no debe ser confundida con realismo.
Si fueran cortos de tesis final en una escuela de cine, cualquiera de ellos tendría un diez. Si fuera la primera película de un director desconocido, con actores igual de desconocidos, saldríamos del Gaumont contándoles a nuestros amigos que descubrimos al próximo gran director argentino. La cuestión es que es el estreno más esperado y más promocionado del tipo del que esperábamos que haga la próxima gran película industrial argentina. Queríamos que Szifrón hiciera Nueve reinas, que es una gran película, o El secreto de sus ojos, que es honesta en sus pretensiones de óscares y masividades. En su lugar hizo un chiste, tres anécdotas bien contadas y dos excelentes cortos. Moderados todos ellos, lo que no tendría nada de malo si no nos quisiera convencer de que son salvajes.
Se podrá decir que la película habla por si sola y que todo lo que la rodea no debe afectar nuestro juicio. Pero eso es una expresión de deseo, es imposible no ser afectado, ahí está, junto con la película, todo lo que la rodea. Y están Sbaraglia, Darín, Martinez, Grandinetti, Rivas y una segunda línea de grandes actores más que reconocibles. Es imposible ver una película llena de estrellas como si fuera un ente independiente de esas participaciones. Y, a diferencia de sus dos largometrajes, acá Szifrón les da un lugar mayor a sus propias opiniones, y sus opiniones son tan disonantes al lado de su capacidad para narrar, como tirarse un pedo en la mesa de Mirtha Legrand.
El primero de los cortos, el chiste del avión, puede enunciarse entero en una frase: un tipo mete a todas las personas que le hicieron daño adentro de un avión y lo estrella contra sus propios padres. Szifrón hace un ejercicio de habilidad narrativa para contar eso sin que la explicación interfiera en la narración, dejándole al protagonista apenas una aparición de espaldas casi imperceptible. No es fácil. El resultado es un muy buen chiste con un muy ingenioso final.
El segundo es otro ejercicio perfectamente logrado. Es la situación básica del suspenso, nosotros sabemos lo que no saben las personas en peligro. ¿Comerá Cuenca (César Bordon) las papas fritas con veneno? ¿Cómo hará la moza buena (Julieta Zylberberg) para impedir que el hijo coma también? Es en este corto donde más evidentemente aparece la moderación opuesta al tan mentado salvajismo. El salvajismo del personaje que despierta nuestra empatía, la moza, consiste en expresar las ganas de “decirle algo” al tipo que arruinó a su familia. Szifrón no arriesga nada. Le deja la reacción violenta al personaje que era violento antes de cualquier provocación, ese al que no le importa matar, la cocinera (Rita Cortese). Como en toda, o casi toda, la película cada uno recibe su merecido: el hijo de puta, muerto; la violenta capaz de matar, presa; los inocentes vivos y a salvo.
El tercer corto cruza los caminos de la narración elegante, la manipulación del espectador y las opiniones políticas vulgares del director. La anécdota funciona, es entretenida, tiene suspenso, es graciosa. Todas las acciones usan los elementos provistos por el conflicto: el Audi de Sbaraglia cae al río porque se le sale la rueda que él mismo no pudo ajustar apurado y que es a su vez la causa de que el 504 lo alcance, los dos se golpean con el matafuegos del auto, Sbaraglia queda colgando del cinturón de seguridad mientras el obrero (Walter Donado) usa su propia camisa de mecha para hacer explotar el tanque. Bravo.
Cuando Sbaraglia le estaba dando en la cabeza al otro con el matafuegos, algún representante de la clase media más pedorra ávido por diferenciarse del negro violento (y de identificarse con el conductor de un Audi) gritó en el cine “¡matalo, matalo!”. Los progres ya habíamos condenado al cheto por el irremontable “negro resentido” de la primera escena. El corto nos da, tanto al facho como al progre un punto de apoyo. Se dijo en estas páginas que Szifrón iguala a pobres y ricos en la muerte condenatoria para ambos y en el abrazo pasional. Un detalle echa más luz sobre el asunto. La patente del 504 empieza con ZGT, basta con hacer el obvio reemplazo, la C por la Z. Y las letras de la patente del Audi son UIA -sigla de la Unión Industrial Argentina- (es imposible que un auto nuevo tenga una patente que empiece con U, lo que prueba la intencionalidad por si había alguna duda). Entonces lo que iguala Szifrón no es a pobres y a ricos sino a la UIA con la CGT. Su problema, como el de todo liberal, es con las instituciones y su postulado conocido hasta el hartazgo: todas las instituciones, todos los poderes, todas las siglas, son de garcas. Solo el individuo sin compromisos es digno.
El corto con Darín es el peor y el más irritante de los seis. Una anécdota estirada a tiempos de mediometraje. Los actores, siempre perfectos, y las situaciones bien construidas, disimulan la mesura calculada de la propuesta. Como en el corto de la moza, el supuesto salvajismo está lavado por la inocencia del explota-coches que no deja víctimas. Bombita despierta la simpatía de un espectador detestable: el que entiende que está bien exigirle la factura a la panadera y, diez minutos después, aplaude el “poné una bomba en la AFIP”. En su convencimiento de que todos lo quieren cagar ese espectador es incapaz de hacer la asociación AFIP/factura. La frialdad calculadora de Szifrón consiste en usar esa simpatía, acentuarla, pero deslizar una posición opuesta para refugiarnos a todos. La mujer (Nancy Dupláa) le dice la posta: el tipo mucha indignación, mucho no dejarse atropellar, pero no es capaz de ocuparse de su hija.
Es mentira que el anteúltimo es una historia de venganza o justicia por mano propia. El asesinato final no es la historia que se cuenta, ese martillazo viene de otro lado. Ahí miente, Szifrón. Pero también se ha equivocado la crítica cuando quiere ver una igualación moral entre los personajes. Salvo al abogado (Osmar Nuñez, lo más grande que hay) y al fiscal (Diego Velázquez), no se juzga a los demás personajes. Los espectadores sí caemos en esa tentación. Pero en un segundo análisis resulta difícil condenar ligeramente a Mauricio (Oscar Martinez) o al casero (Germán Da Silva), una situación desesperada es patrimonio del que la vive. Ni en este ni en el corto final, lejos los dos mejores, las opiniones saltan bobas delante del relato.
Me hubiera gustado más que los novios completen su truncada fiesta de casamiento. Ya había tiempo después para el sexo. Por lo demás es el último mi preferido. La tensión del interrogatorio valseado, el estallido de la católica –Lourdes, se llama Lourdes- (Margarita Molfino) contra el espejo judío, los brazos que aplauden a contraluz mientras los novios se reconcilian, la construcción del agotamiento que lleva a esa reconciliación. Pero mi momento favorito es cuando a Romina (Erica Rivas), inconsolable, se le aparece ese cocinero (Marcelo Pozzi) con su figura de dibujo animado y como un hada sanadora asexuada parece acercarle la agridulce verdad sobre el amor, el matrimonio y la tolerancia, para terminar con el desconsuelo cogiéndosela de parado ahí nomás, desatando la venganza.
Aquí puede leerse un texto de Marcos Rodríguez, uno de Gabriela López Zubiría, uno de Gustavo F. Gros, otro de Marcos Rodríguez, un texto de Pablo Ventura, un intercambio entre Marcos Vieytes y Gustavo Gros y el relato de la conferencia de prensa de Luciano Alonso sobre la misma película.
Relatos salvajes (Argentina, 2014), de Damián Szifrón, c/Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Erica Rivas, Darío Grandinetti, Julieta Zylberberg, Oscar Martínez, Rita Cortese, María Onetto, Nancy Dupláa, Osmar Nuñez, 122′.
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Muy interesante tu Crítica. Es un placer leer algo fundado, consistente y que invita a pensar, a diferencia del vómito venenoso de Gustavo Gros.
Hay cosas con las que no concuerdo. Fundamentalmente dos.
En primer lugar, no es cierto que sea imposible abstraerse de la parafernalia de difusión de una película. Es sencillamente un pequeño esfuerzo que hay que hacer. Creeme que se puede. Lo mismo le pasó a la gente a la que no le gustó A Roma con Amor simplemente porque es de Woody Allen. Si la hubieran visto sin la idea de que estaba obligada a ser una genialidad, la habrían disfrutado mucho y habrían notado que es una buena película que cuenta historias sencillas que versan sobre cuestiones profundas e incómodas. Y al decir «esfuerzo» no uso ni siquiera el término adecuado, porque en verdad se trata de entregarse a la peli, al menos al entrar a la sala y por 120 minutos.
En segundo lugar, si bien es cierto que no es una película que se caracterice por enfrentarnos a «Lo Salvaje», tampoco creo que sea tan cómoda y cobarde. ¿Los pasajeros de Pasternak le arruinaron la vida o él es un enfermito que le echa la culpa al Mundo de sus fracasos? En cualquier caso, ¿es un hecho de Justicia o «restablecimiento del orden» que mueran todos con él o es una aberración? El sketch no lo resuelve, no satisface el deber clásico y prolijo de poner cada cosa en su lugar. El ingeniero alcanza su momento de máxima empatía con nosotros al mismo tiempo que va preso por el delito que cometió y es ovacionado por los criminales. Ni es absuelto, ni tampoco se lo muestra como un criminal que merecía ir preso, ni siquiera como alguien que fue injustamente preso, es decir es un final barroso, por ende éticamente audaz (moderadamente audaz) y poco clásico. Su esposa y su hija lo perdonan, reconstituyendo el esquema familiar, de manera clásica, en prisión, con la ovación de los criminales de fondo, o sea una vuelta de tuerca algo audaz al clasisismo de la ética hollywoodense. En la boda, los novios se reconcilian en el acto, no hay separación, y están ahora como dos recién enamorados. Más allá de que esto puede responder a necesidades narrativas, es un hecho que es una de esas historias (cada vez más frecuentes, nada vanguardista, está claro) que ponen en crisis el modo en que sobreestimamos la idea de la monogamia. Y en la historia del accidente de tránsito, si bien es cierto que el relato no se encarga de igualar a todos y no juzga a todos los personajes, sí pone a todos ejecutando conductas que son éticamente, al menos, poco simpáticas, y que sólo pueden defenderse tibiamente bajo la idea de «en esa situación límite quizás yo haría lo mismo» (Que es un poco la idea central del film, exceptuando el sketch del avión), no nos da un «bueno» de la película. Eso es poco clásico. Además, la trampa que garantiza que no se hará justicia (subrayo las nueve palabras que preceden este paréntesis) se concreta exitosamente, incluso facilitada porque el único cabo suelto potencial (el casero) es asesinado. ¿Por quién? Por el marido de la víctima, es decir por la única «víctima» viva. La víctima es ahora un criminal, e irá preso (el hijo del millonario, y el fiscal, no). El relato no propone ningún restablecimiento del orden del cual agarrarnos para sentirnos cómodos. Lo más cercano al personaje «bueno» es la atropellada, muerta, junto con el feto que crecía en ella. Un horror, y el eje del relato. No obstante ese relato está tan maravillosamente construido que nos pasamos la mayor parte de él matándonos de la risa, de ese horror. Algo no tan moderado y bastante jugado.
Quizás el Título promete una transgresión exagerada, pero eso no vuelve cobarde a toda la película.
Saludos!
Y, qué querés que te diga, Ignacio: la CGT, propiamente dicha, y salvando honrosos períodos (nunca muy largos) entre los que se cuentan momentos de fractura entre conducciones sindicales… y la verdad, la verdad, no es precisamente expresión de las luchas obreras. Es la contracara de la UIA. Eso no justifica la escalada entre el garca y el laburante. Por otro lado, si se quisiera ver en esa escalada una simbolización de un conflicto social (político) que termina destruyendo a los dos contendientes… bueno, ahí sí se puede aceptar que a Szifrón se le escapa la oreja de lobo. Ahora… ¿quién pretende que un director de cine sea también un adalid de la revolución social? ¿Si hasta Hermes Binner (del partido socialista) cree en «la mano invisible del mercado»?
En cuanto a Bombita… lo que muestra la película es cómo los medios azuzan y levantan esa rara forma de entender a los Robin Hood: ponerle una bomba a lo que diversos grupos sociales identifican como su opresor, no en vano sobresale la AFIP. Es el héroe popular, que va a hacer justicia en nombre de cada uno. Que haya un espectador que se la cree y aplaude o reclama lo mismo, no necesariamente dice que Szifrón apuntó a lograr eso.
Voy a decir lo peor que le pueden decir a un crítico, excelente tu crítica.
Ahora algo bueno para el crítico,… no coincido en nada. Creo que no hay que hacerle decir a la película (o rejunte de cortos), más cosas de las que quiere decir. Pero desde esta perspectiva, no hay polémica, crítica, es aburrido
Desde la llanura del simple espectador de cine, me gustó la película, me pareció intensa, creo que hay denuncia clasista por momentos, también hay insinuación de humor negro.
En la página hay muchas críticas negativas de la peli (8 entradas), se ve que lo industrial, defenestrado en varias ocasiones, pega bastante en el «staff». Buena contradicción. Genera contraversias, discusiones, punto para la película
Saludos, vuelva pronto
Me pareció la crítica más consistente de las que leí hasta ahora sobre esta película.
«Es un maestro en la creación de verosimilitud» ??? no estoy de acuerdo con eso, amigo. Es más artificial que CSI
No vi CSI. De todos modos «artificial» no contradice lo lo verosimil. Tiempo de valientes es un gran ejemplo de una historia extraordinaria (en el sentido de fuera de lo ordinario) dentro de un contexto que sentimos cercano o familiar. Creo que en Relatos salvajes, el hecho de que el público en general se haya sentido cerca de los personajes prueba que el verosimil está bien creado. Para mi, claro.
Capaz es un buen ejemplo de lo que hace toda la película. Se puede leer como chiste kirchnerista, de burla a los tuiteros o, como gran parte de la sala donde vi la película, aplaudirlo como «lo que todos queremos hacer y no nos animamos»
Vi la película por Space y después del relato del «chico bien que mata a una embarazada» tuve que sacarla. No soporte mas. Tu critica fue de las mas sosegadas que leí en esta pagina, todas me parecieron sinceras y si alguna fue escrita con odio o asco quizá sea porque la película misma esta construida desde el odio mas intimo del mediopelo argentino. Szifron es un gran narrador, un tipo astuto como el mismo auto proclama en los créditos iniciales con la imagen del zorro. Pero pela la hilacha continuamente y coincido con los chicos de HLC que lo tildaron de aporofobico. Esto ya podía contemplarse en Los Simuladores en donde se construye un operativo en torno a una familia careta para que no descubran que sus consuegros son unos gronchos de mierda, entre otros detalles. Toda la película tiene la habilidad de cumplir los deseos mas oscuros del espectador pero con un pequeño guiño que lo deja libre de culpa depositando el acto repudiable en el Otro. Que se generen estos debates es una muestra del talento de Szifron para sugerir, manipular y sobre todo: narrar. Saludos!