En 1966, el director francés Claude Lelouch filmó Un hombre y una mujer (Un homme et une femme), un melodrama romántico que tuvo muy buena recepción y que se ha convertido en un clásico, gracias a sus innovaciones formales, deudoras de la influencia de la Nouvelle Vague. Como bien refiere el título, la película da cuenta de la desarmonía entre los sexos. La guionista de cine Anne Gauthier (Anouk Aimée) y el piloto de carreras Jean-Louis Duroc (Jean-Louis Trintignant) se conocen por casualidad, cuando Anne pierde el tren de regreso a París y justo Jean-Louis acababa de dejar a su hijo en el internado de Deauville, donde asiste también la hija de ella. Por intercesión de la directora, Jean-Louis se ofrece a llevarla de regreso en su descapotable.

Los amantes se van conociendo: ella perdió a su esposo, especialista en escenas de riesgo, en un accidente mientras filmaba una escena bélica; él a su esposa, que se suicidó en medio de una crisis nerviosa, cuando él entró en coma, a raíz de un accidente en la carrera de las 24 horas de Le Mans. Y así compartiendo almuerzos y paseos, cuando recogen a sus hijos del internado, se van acercando sentimentalmente, como Lelouch lo va mostrando a través de las miradas y del tímido roce de sus cuerpos. Hasta que un día, cuando Jean-Louis sale airoso del Rally de Montecarlo, ella que siguió la carrera por los diarios y la televisión le envía un osado telegrama: “Bravo. Le quiero. Anne”. Él maneja frenéticamente hasta París en su Mustang de carreras para estar junto a ella, pero la encuentra finalmente en la playa de Deauville junto a los niños. La noche de pasión no se termina consumando porque ella no puede aún olvidar a su esposo. Anne decide regresar a París y él maneja hasta la estación para encontrarla nuevamente en el andén. La película termina con el abrazo de los amantes, que a la luz del desencuentro acontecido, no augura necesariamente un final feliz.

Lelouch da cuenta muy bien del coraje femenino en el envío del telegrama y de la importancia del amor para una mujer en las escenas del pasado en las que Anne evoca la relación con su esposo, un hombre apasionado por la vida, que le canta canciones de samba. Y del lado de Jean-Louis, da cuenta de su impotencia en las cavilaciones que transmite la voz en off respecto a qué hacer al haber recibido el telegrama, si llamarla, si ir directamente a verla e incluso qué decirle al llegar -algo que Truffaut había ensayado en el pensamiento de Aznavour en Disparen sobre el pianista– y, al mismo tiempo, transmite su rasgo de seductor a través de sus diversos affaires que aparecen en los chismes de las revistas así como de lo disruptivo de preguntarle al mozo en medio de la cena si tienen habitaciones en el hotel, sin que en ningún momento medie palabra alguna de amor.

Lo imposible de este lazo está trabajado formalmente por Lelouch al rodar las escenas más significativas de los protagonistas en soledad en blanco y negro, acentuando el signo amargo de lo que no puede ser, de lo que pronto va a devenir pasado. En contraposición, las escenas en color muestran los momentos felices y aún vivos de Anne junto a su esposo, así como aquellos que Anne y Jean Louis comparten en compañía de los niños. Al mismo tiempo, el clima áspero del invierno, la lluvia abundante y la nieve en las escenas en que las que están juntos marcan el persistente obstáculo, el desencuentro de dos modos diferentes de gozar. 

La película tuvo una segunda parte que situaba a los amantes veinte años después y que tuvo una mala recepción. Tanto es así que en Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d’une vie, 2019), la tercera parte, que los recupera con las huellas del paso del tiempo, se obvia directamente a la anterior, mencionándose que los protagonistas vuelven a encontrarse cincuenta años después. Jean-Louis, aquejado por problemas de movilidad y de memoria, se encuentra internado en un geriátrico y ha reemplazado los autos por la silla de ruedas. Desanimado en lo que experimenta como una prisión, se sienta en soledad en el parque, a dormir o leer poesía, en actitud de quien espera la muerte. Su memoria a corto plazo lo va abandonando cada vez más, pero vive del recuerdo del pasado, de aquel amor que no fue y que perdió. Por indicación de los médicos, su hijo Antoine va en busca de Anne con la idea de que pueda visitarlo y quizás ayudarlo a sentirse mejor. Mucho más favorecida por el paso del tiempo, Anne luego de dedicarse a la producción de cine arte, maneja ahora una pequeña tienda en Normandía. La relación entre Anne y Jean-Louis no terminó nada bien, por las reiteradas infidelidades de él.

Trabajada desde la lógica de la comedia romántica, el reencuentro luego de tantos años implica para ambos la posibilidad de hacer las paces con el pasado. A través de diversas charlas en el parque del geriátrico y en los paseos, Jean-Louis, en su extravío mental pero reconociéndola en pequeños detalles como la mirada o el gesto de quitarse el cabello del rostro, le habla a la desconocida de aquella a la que amó y perdió por no haber estado a la altura, por el terror angustioso que le significaba el acto de amar a una misma mujer. Y ella, a su vez, podrá perdonarlo. Y entonces, lo que no pudo ser en el amor, puede devenir en una amistad en la vejez.

A diferencia de la exitosa primera parte, aquí los encuentros entre los viejos amantes rebosan de luminosidad, siguiendo la idea del epígrafe del comienzo, del que está tomado el título, que corresponde a Victor Hugo: “Los años más bellos de una vida son los que aún no hemos vivido.” En contraposición, son los recuerdos del pasado (que se reponen mediante el montaje de diversas escenas de metraje de Un hombre y una mujer, brindando al espectador un buen resumen de esa maravillosa historia de amor y desamor), los que al estar en blanco y negro, llevan la marca de la nostalgia.

En la revisión que realizan los personajes en el presente de aquellos lugares del pasado donde vivieron el comienzo de su historia de amor, la película se construye como un viaje al pasado (no sólo de los personajes, sino también de los espectadores), que llega a su clímax en la escena en que Lelouch nos ubica como conductores de ese auto que recorre París de madrugada a toda velocidad para ver a la amada, mientras proyecta en el parabrisas (mediante el fundido encadenado) las bellas imágenes de antaño de complicidad de los amantes. Pero la película no sólo vive de la nostalgia, también proyecta una esperanza que no puede ser sino de tono crepuscular y que se cifra en el maravilloso momento de vida que Anne le regala a Jean-Louis, que es compartir ese ocaso (de la vida) en las playas normandas. Sin estar a la altura de la primera parte, incluso con la innecesaria subtrama de un amor entre los hijos de los protagonistas, la película está bien construida desde lo formal y desde las interpretaciones de sus protagonistas. Es la oportunidad para el espectador avezado de reencontrarse con los personajes de antaño y con dos grandes del cine francés en la vejez, pero también el impulso de apertura para que el espectador novato pueda acercarse a esa película innovadora, que hoy es un clásico memorable.

Calificación: 7/10

Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d’une vie, Francia, 2019).Director: Claude Lelouch. Guionista: Claude Lelouch, Valérie Perrin, Pierre Uytterhoeven. Fotografía: Robert Alazraki. Montaje: Stéphane Mazalaigue. Elenco: Jean-Louis Trintignant, Anouk Aimée, Souad Amidou, Antoine Sire, Marianne Denicourt, Monica Bellucci, Tess Lauvergne. Duración: 90 minutos.

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