Las series. Las series no me interesan, en general; no es impostura, me parece que el cine tiene otro peso específico, otra verdad que me nutre de otra cosa, de una fisiología que siempre pensé como acumulativa en cuanto a mi instrucción cinéfila. Incluso ver películas malas resulta divertido. Una especie de metáfora resbaladiza sería decir que, antes que un disco de grandes éxitos, prefiero todos los discos que forman esa recopilación de hits. Cuando una serie (o miniserie) me despierta interés es porque resulta auto conclusiva: me parece una locura esperar siete años para saber cómo termina algo.

 Un dedo en el orto al cine argentino. En 1997 el cine argentino era, a grandes rasgos, para gente mayor. Uno asistía a los estrenos en los cines de barrio y las historias que se contaban tenían mucho más que ver con personas de mediana edad, no había una mirada sobre la juventud (ni realizadores jóvenes. Sí estaba en un gran momento Aristarain que estrenaba la hermosa Martin H, en la que construía una historia de adultos e incluía el punto de vista de un joven –como en muchas de sus películas-, gente de clase media acomodada en plena década de los noventa. Entonces eran éxitos de taquilla Comodines y Cenizas del paraíso. La primera pensada como un negocio, antes que nada, con algunas explosiones (o una por lo menos) y después una factura muy pobre, muy pensada en función del marketing, palabra que se comenzaba a escuchar por aquellos años. Y la película de Piñeyro tal vez estaba a medio camino entre el producto a secas y una búsqueda más autoral, aunque esa palabra suene ridícula a la distancia. Habían pasado cuatro años del esperado estreno de Gatica, que colmaba todas las expectativas que se tenían con Favio y que entonces celebramos el hecho de que semejante acontecimiento nos fuera contemporáneo.

Pizza birra y faso también se estrenó ese 1997, casi rapaz, con un realismo en color, crudo, áspero, protagonizada por gente real o aspirantes a actores como Anglada, Sesán y el resto de la banda de marginales con el trasfondo de la ciudad como un gran monstruo que deglute almas. Siempre recuerdo que en Tiempo Nuevo -curioso título-, el programa del finado Neustadt y el aún con vida Mariano Grondona, tenían una sección en la que mostraban los jóvenes que estudiaban y vestían pantalones pinzados y zapato náuticos; en el cierre los conductores decían «Este es el futuro del país», cuestión que me rebelaba cuando me miraba al espejo y veía cuán lejos estaba de ese ideal.

La película de Stagnaro y Caetano construía una épica urbana en clave narrativa clásica pero donde la poética estaba en el todo, no en alguna que otra escena ni una línea de diálogo. Eran jóvenes en plano, por esas calles con actitud anarco lumpen, apropiándose del obelisco, Ugis y todo lo que se podía tomar. Luego, Caetano filmaba Bolivia, una obra maestra con una potencia excepcional en un blanco y negro lúgubre, con un filo social completamente inédito para esos años. Y Stagnaro en 2000 estrenó Okupas en televisión y profundizó esa estética áspera, añadiendo personajes y detalles que ampliaban ese universo de Pizza.

En el año 2000 no existía el concepto de serie como lo conocemos hoy: era todo acotado para la TV, la idea debía ser televisiva y no cinematográfica, que se pensaba como un arte mayor. Producida por Ideas del Sur, con Tinelli a la cabeza, el mismo que también producía Todo por dos pesos por aquellos años. Mientras el país colapsaba esta gente instalaba once capítulos que quedarían en la memoria de todos nosotros, mientras semana a semana seguíamos a la banda del Pollo (Diego Alonso), Ricardo (De la Serna) y compañía. Con el tiempo se repitió varias veces y se convirtió, con mucha justicia, en una serie de culto.

Stagnaro luego se dedicó, dicen, a la publicidad y 17 años después volvió con Un gallo para Esculapio con producción de Underground de Sebastián Ortega, que en los últimos años alterna ideas, no sé si nuevas, pero al menos frescas en  series con un peso definido como Historia de un clan o El marginal. La apuesta es fuerte desde la técnica, los contenidos y la postura ideológica, que supongo es la de ellos, ya que se nota plena conciencia de a qué tipo de producto se anhela llegar, con ideas que quedan impresas en cada capítulo, en todo lo que se cuenta. No hay atajos para el espectador, no hay alarde de complejidad tampoco, aunque sí entre líneas, con muchas metáforas y delirios, poéticas y arrebatos narrativos. Hay aspiraciones de ser mejor.

Un gallo. En Un gallo para Esculapio, Nelson (Peter Lanzani) llega desde Misiones para encontrarse con su hermano y buscar un futuro prometedor. Llega con un gallo de riña llamado Van San, pero que también es Almafuerte. Cuando arriba a Liniers, su hermano no está esperándolo y de ahí en más comienza el derrotero de la búsqueda, de cómo escudriñar un futuro desde un presente espinoso.

En el principio no hay más que superficialidad suburbana, realismo y una técnica virtuosa. El trazo resueltamente argentino ya que no hay ideas de exportación a pesar de estar co-producida por TNT que inclusive la exhibe casi en simultaneo con Telefe.

El conurbano bonaerense en general y el oeste es particular tienen una fuerza inusual, millones de almas viven sus vidas en un cordón urbano con contrastes latentes, vivos, que mutan constantemente: fábricas en ruinas que son fantasmas de una época pujante y productiva que el progreso del mundo globalizado se deglutió vehemente en su afán de poderío. En medio de un sainete apocalíptico vive gente sin posibilidades, otra que desprecia esas posibilidades y algunos que acatan las órdenes. Brandoni da vida a su Chelo Esculapio con un registro de excepción: en su mirada calma y límpida se puede ver un trasfondo difuso que la narración irá aclarando al mismo tiempo que oscurece a un individuo de otra época, una raza en extinción de chorros, productores de sus propios hechos y obreros de la reducción de los mismos. Tangueros, timberos con aires románticos y una melancolía omnipresente que aparece frente a una violencia que oprime esa triste realidad. Digamos que son gente común virados al extremo por una naturaleza lindante sin escrúpulos.

Luis Luque es Gigo, uno de los subordinados de Chelo, que dirige la tropa y opera sus órdenes en la cancha, que tiene autonomía propia y es el que grita acción y corten según su instinto. También pelea el premio de los “pibes” según el laburo, es swinger y así podríamos seguir hasta armar un espiral ascendente y descendente con cada uno de los personajes. Se puede afirmar que estas construcciones van complejizando la trama hasta volverla tan familiar como extraña. Stagnaro mete la pala profunda para poder ver dónde la tierra cambia de color, de aroma, de textura y de temperatura, dónde todo se caldea, serenamente, pero sin resignar vértigo. Se explora la periferia del sistema, tipos de clase media baja que roban porque el entramado social los rechaza de una u otra manera.

La base de operaciones es un lavadero llamado La Tokio, allí el sol siempre presente logra una especie de extrañamiento que resulta familiar y a la vez irrumpe en un territorio desconocido, con una fisionomía más áspera de lo que esperamos, con actuaciones sorprendentes que le otorgan complexión a la ficción. El Stone de Okupas, Ariel Saltari, es coautor de la serie y le da vida a Loquillo, un hijo relegado de Chelo que surfea el oeste en moto, que nunca sabe dónde, ni cómo termina y que poco parece importarle. Julieta Ortega solvente en el papel de la esposa joven del jefe, que se dirime entre la negación y la profunda culpa que le provoca la omisión de su verdadera realidad. El trabajo de Lanzani es tan profundo que al principio parece estar a millones de años luz de las posibilidades del personaje, y que en los últimos capítulos opera una transformación completa en la que su mirada tiene la virulencia de su presente. Su actitud física es otra, colmada de tensión por su trajinar diario. Ni en los mejores deseos se puede sospechar lo que ese personaje termina transmitiendo, ya que nosotros somos él, es nuestro punto de vista y el espectador, como el personaje, va descubriendo, capítulo a capítulo, una realidad intrincada y en la que nada es como aparenta.

No es tarea fácil poner en palabras lo enmarañado de los vínculos que se muestran en ese terreno que se examina. Entre tangos y boleros revientan camiones, traicionan y cuetean policías, en planos bellos que están ahí cruzando la Gral. Paz, con africanos en el medio de los entuertos, habitantes nóveles de nuestra realidad.

No podía terminar de cerrar la idea de la nota, sabía que ha había algo que se me piantaba sistemáticamente, daba vueltas y vueltas a mi alrededor sin dejarse ver. ¿Qué me gusta tanto de los relatos de Stgnaro? Definitivamente ciertos aires Arlteanos son los que flotan detrás de sus relatos trágicos que no tienen otro final que el desastre. Ese retrato de una franja social plebeya con un lenguaje empedrado que confluye en la marginalidad. Esa idea de célula que conspira contra una realidad uniforme, y también un realismo quebrado, ahí donde la puesta escena se convierte en entorno, con artificios que exploran un terreno suburbano y, en este caso, también espacios rurales que limitan con la urbe. Y sus personajes, que están partidos entre un lado A y otro B que resultan al fin irreconciliables.  Retratos expresionistas de los residentes urgidos y acosados por la metrópoli. Todos terminan siendo desvaríos entre acciones concretas, violentas, tiernas o graciosas aunque estos tipos estén quebrados, partidos entre la luz y las tinieblas. Una anarquía que se contrapone al estatismo de una sociedad, no burguesa, sino aburguesada.

Un amigo que dista mucho de ser cinéfilo pero que conoce la obra de Favio por una cuestión generacional, me dice que sintió su presencia a lo largo de la serie de muchas maneras y este comentario casi cierra mi idea de Un gallo para Esculapio, pero ahí justo apareció el padre de todos, Roberto Arlt y ahí sí encontré la paz.

En un año muy bueno del cine argentino, con la vuelta de Martel, el estreno de Alanis y El otro hermano, y algunas más, vuelve Bruno Stagnaro nuevamente con una bocanada de aire fresco, con el perfil más áspero y rudo de nuestro presente, que toma y obliga a someter a algunos a ser pasado.

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