Tonto y retonto -parte uno y parte dos- son ese tipo de películas que por el humor que manejan generan marcadas divisiones entre los espectadores: aquellos que se entregan al juego del absurdo, la obviedad y la escatología (el gag pre-anunciado, el uso de los pedos, los mocos, la sexualidad primaria, etc.), y aquellos que, en virtud de estas características, las rechazan por considerarlas demasiado chabacanas y carentes de contenido. Como si éstas no fueran resultado directo de las clásicas slapstick, que en su momento también sufrieron estos mismos prejuicios, siendo revalorizadas con el correr del tiempo por su condición de, valga la redundancia, clásicas.
No sólo heredera de las viejas comedias mudas y la pantomima circense, esta saga esconde tras su inocente apariencia discursos críticos y, por qué no, políticos de gran sutileza y complejidad, tal como lo desarrollaban aquellos «tontos de la corte», los antiquísimos bufones, que valiéndose de un aspecto poco agraciado (enanismo, jorobas y otras deformidades) y del humor burdo funcionaban como puente entre los poderosos y el pueblo. Unos se regocijaban en la risa que les provocaban estos infames perdedores, incapaces de poder insertarse en la alta sociedad desde otro lugar que no fuera el de «hazmerreír», mientras que los otros hallaban en sus actos el quiebre de las barreras que dividían ambos estratos, desmitificando la figura de los nobles que eran, ni más ni menos, el verdadero centro de la burla. Si los gags desarrollados a lo largo de ambas películas (sobre todo en la primera) resultan obvios o previsibles, no tiene otra razón más que la de convertir al espectador en cómplice de la gastada a ese otro que siempre nos recuerda qué es lo que nunca seremos o aquello a lo que nunca perteneceremos, desnudando desde la exageración de la tontera la postura también adoptada de los que bregan por el buen gusto y las buenas costumbres, o incluso de quienes ejercen cierta prepotencia sobre los que consideran inferiores.
El viaje que los personajes realizan en Tonto y retonto no es sólo el de un idiota que, acompañado por su amigo, va detrás de la mujer que lo conquistó, sino también el de un posible ascenso social, aunque más no sea por accidente. Del gueto en la ciudad a los caserones y los hoteles de lujo en las montañas. De no tener un peso para comer a descubrir que la valija que llevan está repleta de una suma de dinero inagotable que derrocharán de la forma más descarada y feliz, además de compartirla sin miramientos con cuanto laburante se encuentre cerca. Pero, además, a lo largo del viaje los personajes se irán relacionando con otros, no únicamente con los que tienen una participación activa dentro de la trama y en líneas generales van contra los intereses de la dupla, sino también de forma menos significativa (en referencia a la aventura central) con otros que encarnan aquello que representa cierto malestar para el statu quo estadounidense, como los inmigrantes latinos y los afroamericanos. Sobre estos últimos la dupla no tendrá una actitud burlona, más bien existirá entre ellos una relación de equidad, como sucede con los mexicanos que levantan en la ruta o los chicos negros que se encuentran tomando algo en la entrada de un drugstore donde paran a comprar.
En Tonto y retonto 2, tras una elipsis de veinte años, el viaje que realizan implica una aceptación del tiempo transcurrido (el estado físico de los actores es evidente y se hace hincapié en los problemas de salud que la ‘vejez’ acarrea) y de una posible paternidad que conlleva un sentido de responsabilidad. La presencia de una actriz como Kathleen Turner, con el terrible estado físico que exhibe, podría encarnar lo que Hollywood repele: la decadencia de los símbolos sexuales construidos por ellos mismos y expulsados del centro de la escena cuando ya no son funcionales a esta idea. Es justamente la ausencia de la actriz en pantalla durante todo este tiempo lo que hace más impactante el reencuentro con el público y, sin ir más lejos, tanto Jim Carrey como Jeff Daniels también han sido bastante relegados por la gran industria.
Un punto interesante a tener en cuenta es que la dupla tampoco pretende ser un ejemplo moral, más bien son chicos que juegan y por lo tanto compiten al punto de hacer lo imposible para ganarle al otro realizando maniobras sucias. De esta forma se anula cualquier parábola aleccionadora, aún cuando la culpa surgida de su férrea amistad los lleve a enmendar esos daños, porque la esencia de cada uno y de la unión entre ambos se mantiene intacta. Lo que hace de Tonto y retonto 2 una película melancólica y hasta densa es que estos chicos no pueden escapar de esos cuerpos que envejecen, obligándonos a asumir el propio paso del tiempo por incapaces de preservar esa infancia interna. A lo sumo, podremos revivirla si no nos cerramos y nos prestamos al juego de la tontera que se nos presenta.
Al final de La dama de Shangai, de Orson Welles, la voz del narrador, que es también la de Orson Welles, dice una frase inmortal: «todos somos el tonto de alguien». La frase de Welles es una lección de humildad para todos los que irremediablemente tendemos a darle mayor importancia previa a lo serio en vez de lo cómico. En los últimos días compartí por facebook un par de posteos y fotos sobre la película de los Farelly en los que expresaba mi alegría después de haberla visto. Esos comentarios no eran más que comentarios, no pretendían ser una crítica ni nada que se le pareciera, sin embargo no faltaron las reacciones adversas. Desde la descalificación moral implícita en la acusación de «pan y circo» como respuesta a una foto que subí de la gente haciendo cola para ir a verla al cine, hasta la comparación con Boyhood de un amigo en la que descartaba toda posibilidad de que esta comedia fuera mejor que la película de Linklater. Ninguno de los dos había visto la comedia. En principio, compararlas me parece menos interesante que remarcar la alegría que tanto la primera película como su secuela generan en quien la mira sin prejuicios. Ello se debe a que lo que la película denomina con la palabra tonto no es tal cosa strictu sensu, sino lisa y llanamente infancia.
Los tontos y biológicamente adultos personajes de ambas películas son grandulones, es decir, tipos que no saben ni pueden crecer, pero el infantilismo o la puerilidad nada tienen que ver con la propuesta de los Farelly, que consiste en filmar una película con payasos, esos tipos que nos recuerdan qué es lo que perdimos ya no pudiendo volver a ser chicos. La puesta en escena es tan delirante, el verosímil construido es tan irreal que todos sabemos desde el vamos que esto es un juego, de modo que el prejuicio que invade a quienes la rechazan responde a la negación a jugar el juego que imaginan que propone la película. Acceder a hacerlo sólo es posible si uno se libera de aquello que lo retiene siquiera momentáneamente en los límites de la responsabilidad y la razón social utilitaria, esa ley internalizada siempre dispuesta a prohibir la diversión. El artificio de Tonto y retonto es tan explícito que no puede ser nunca regresivo. Juzgar a quienes la disfrutan lleva implícito un desprecio por la inteligencia y sensibilidad de esos espectadores. Negarse de plano a considerarla más allá de las ganas circunstanciales de verla incurre en un prejuicio más afín a la supuesta descalificación del título de la película que el goce de verla: creer que Tonto y retonto es una película tonta, o que Boyhood es solamente una película sobre la niñez. Está claro que si a usted no le hace reír un pedo bien lanzado, una caída bien filmada o dos paparulos con los ojos desorbitados ante un par de tetas admirables, esta clase de películas no va a gustarle, pero eso no significa que sean malas, inferiores a otras supuestamente sublimes o de «buen gusto», ni superficiales.
El cuerpo puede ser el principio -y acaso también el final- de la más compleja metafísica. Cuando Johnny Depp filmó Don Juan de Marco llevó oculto uno de esos chascos que simulan pedos al set de rodaje donde compartía escena con Marlon Brando. Tres o cuatro veces le hizo creer que se rajaba uno hasta que Brando se preocupó tanto por su estado de salud que el pibe decidió revelarle su secreto. Entonces el viejo, asombrado y feliz, lúcido que no gaga, le dijo: «encontré a Dios» y no dejó de jugar con el artefacto por lo menos hasta que terminaron de filmar la película. La cantidad de ideas contenidas y desplegadas en la hora y media de Tonto y retonto 2 supera con creces, por ejemplo, a las casi tres horas de Boyhood, sin que esto implique la necesidad de elegir entre una y otra. Tonto y retonto 2 es un experimento con el tiempo tan o más efectivo que la de Linklater porque aquí también se nota su transcurso en el cuerpo de los actores y, por si hiciera falta otra prueba de la conciencia que tienen acerca del asunto, basta notar el medio de transporte elegido para llevar y traer a los protagonistas durante la primera mitad. No contentos con eso, un cameo materializa en el cuerpo de una ex estrella y objeto sexual la decadencia física, y la resolución del primer gag transforma el intervalo entre ambas películas en una elipsis abismal –chiste intelectualmente brillante- que nos contiene a todos. También difieren las terapéuticas ofrecidas por ambas películas frente a la conciencia terrible de la muerte. En la de los Farrelly es la risa, en la de Linklater las buenas costumbres, el buen vivir, la inserción social. Y allí surge otra diferencia fundamental: Boyhood cree en el progreso, Tonto y retonto no. Esto tampoco significa superioridad moral de parte de la primera, e incluso podría significar exactamente lo contrario pero esto no es una competencia. La diferencia es que Boyhood, para creer, organiza el relato de modo tal que cierre –al menos, este segmento, porque después de las Antes… hay chances de que abra otra franquicia- con moraleja tranquilizadora, mientras que Tonto y retonto establece la injusticia social como dato inamovible de la mayor parte del mundo y vive con ella y con los que nacen, viven y mueren en ella.
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