La primera imagen de Borg-McEnroe es la de una cabeza que mira -abstraída- detrás del encordado de una raqueta; la frontalidad del plano hace pensar en una cabeza atrapada, que no es sino otra que la de Björn Borg (Sverrir Gudnason). A su vez, el contrapicado cerrado sobre la cara ubica al tenista en las alturas, pero también lo deja solo -el cielo que se ve detrás es el cielo de Wimbledon, cima simbólica a alcanzar para cualquier tenista-. Una gloria solitaria, entonces, construida en torno al abismo. Ese que Borg observa desde el balcón del hotel mientras hace flexiones, mientras se cierra sobre sí mismo. Por el contrario, John McEnroe (Shea Labeouf) aparece de perfil, ya en la cancha, con los pies sobre la tierra, sobre el césped del All England, con el murmullo del público que lo desaprueba a su alrededor, metido en el infierno que él mismo se ha fabricado para ganarse luego el paraíso.

El enfrentamiento que Borg-McEnroe plantea desde el principio es un enfrentamiento que no va a estar dado por el tenis demostrado en la cancha por ambos jugadores sino por la construcción de esas dos personalidades que en 1980 se cruzaron por primera vez en la final del torneo más antiguo del mundo y jugaron el que para muchos es el mejor partido de la historia del tenis, sólo equiparable a la final de 2008, disputada también en Wimbledon, entre Federer y Nadal.

A partir de un montaje vertiginoso y de unos diálogos proféticos que encierran toda la información del pasado y del devenir de los protagonistas, el director Janus Metz logra capturar algo de lo que fue esa “final épica, inolvidable”, ese “match importante”, como cita Serge Daney en el inicio de su crónica del partido, pero al mismo tiempo se asume consciente de la imposibilidad de reproducir lo que ambos tenistas hicieron en aquel encuentro. No hay aquí, ni en los partidos previos ni en el definitivo, escenas o puntos espectaculares; sólo se nos muestra sus resoluciones y algún que otro peloteo. El foco no está puesto en el juego sino en los comportamientos de ambos jugadores. Al propio Daney le resultaron inolvidables “el plano de McEnroe doblado sobre sí, llorando silenciosamente luego de la derrota, y la mirada perdida de Borg luego de la victoria”.

Metz se concentra en esos rostros, en esos movimientos, en la singularidad de esos gestos, y monta en paralelo dos modos de ser antagónicos: allí donde Borg camina por la calle, absorto, sin noción del tiempo y el entorno, McEnroe aparece plenamente consciente del espacio, disfrutando la tensión que su carácter explosivo genera, seguro de lo que hace; allí donde la música incidental envuelve de manera sostenida las escenas en las que aparece el tenista sueco, como si éste no tuviera forma de apagar ese sonido, en el americano es puro dominio de la escena: cuando él está en pantalla lo que se escucha es rock, pero es el propio McEnroe el que se encarga de romper la cuarta pared cuando detiene la canción que hasta ese momento parecía sonar por fuera de su alcance.

Todo está en la cabeza de esos dos hombres, con la diferencia de que allí donde el americano saca afuera sus emociones como un mecanismo de defensa que le permite concentrarse, el sueco las absorbe: “todo está aquí”, va a decirle su entrenador, apoyando sus dedos en la sien del tenista; “ni una sola emoción. Jamás”, sentencia. Y es ese tipo de conductas autoimpuestas por los dos jugadores la que va a determinar no sólo la preferencia de un público no necesariamente vinculado al tenis por la figura de Borg sino también un estilo de juego diametralmente opuesto.

Porque Borg, como señala Deleuze en su Abecedario, “es el aristócrata que va al pueblo”, “es como Jesús”, es el que atrae a las masas al inventar un tipo de juego que cualquiera puede comprender (juego de fondo, bola rápida, bola alta, todo lo contrario de los principios aristocráticos). Borg aprende a sujetar la furia, y eso lo acerca, aunque por oposición, al Moreira de Favio, otra figura crística. Salvando las distancias y las formas, a ambos los une la cercanía del abismo y el destierro, a ambos se les viene encima la soledad. El cine, en su condición de artificio hecho para capturar y robar aquello que la realidad suele arrebatar, va a devolverles algo de sus paraísos perdidos.

Muy por el contrario, y aquí también aparece Deleuze, McEnroe “es el aristócrata que no quiere que lo sigan”. Y para eso inventa un tipo de juego imposible de imitar, un encadenamiento de servicio y volea que consiste en colocar la pelota antes que en golpearla y en “enviarla allí donde el adversario no estará jamás”, como bien señala Daney en su texto.

El filósofo y el crítico francés coinciden en la fascinación por el estilo del tenista americano, pero en la película de Metz no hay nada de esto, ya que el tenis, aun cuando está muy bien filmado, acaso mejor que nunca, es apenas la excusa para evidenciar a través de los gestos y los diálogos los distintos modos de ser y de comportarse. En este sentido la película le da entidad a dos personajes laterales pero relevantes: el entrenador Lennart, quien menta desde niño la personalidad de Borg y quien lo acompaña, ya de grande, en su descenso a los infiernos, como una especie de Virgilio resignado a su suerte, y el tenista estadounidense Vitas Gerulaitis que, aun cuando se la pasa de fiesta en fiesta y nunca lo vemos jugar, tiene la virtud de señalarle a McEnroe, en una secuencia precisa y sutil de montaje, calculada al máximo como la rutina del propio Borg, el resultado de la final.

Todo está allí, en la forma con que Metz conduce a ambos protagonistas a la final, ubicando a uno en la cima, con la gloria ya alcanzada, y al otro en el suelo, fabricándose su propio infierno para llegar al cielo: allí está McEnroe dibujando de abajo hacia arriba el cuadro del torneo sobre una de las paredes del hotel y colocando su nombre de pila siempre debajo de los otros tenistas. Allí está McEnroe de niño, colocándose la vincha como Borg en el póster  que cuelga en lo alto de su habitación. Allí está la revelación de Gerulaitis, entre trago y trago, sobre los mecanismos utilizados por el sueco para ganar. Allí está la escena del vestuario donde ambos tenistas se enfrentan cara a cara por primera vez y donde el reconocimiento que se produce, en silencio, con unas leves reverencias de sus cabezas, no es por ver en el rival la parte que los completa sino por entender que ninguno jamás va a poder ser como el otro. Se trata de un recorrido y una toma de conciencia que lleva a McEnroe a comprender que debe inventar otra cosa, “otro tenis” (Daney, de nuevo), mientras que el reino de Borg, aun cuando sea el vencedor, comienza lentamente a precipitarse sin que éste se dé cuenta.

Esta imposibilidad de la emulación, esta configuración de los opuestos que jamás van a tocarse, y la imposición final (y provisoria) de un estilo de juego cerebral y frío sobre un estilo de juego veloz e impredecible, encuentra su justificación a partir de una serie de detalles sutiles que tienen que ver más con los gestos de los protagonistas y no tanto con su destreza física. Metz mueve sus fichas (planos) con inteligencia. En la notable secuencia de las semifinales, Borg y McEnroe parecen no estar ahí. Se equivocan. Fallan. Parecen estar pensando en otra cosa (o en el otro), pero lo que los enfrenta es un montaje vertiginoso de planos cerrados sobre sus caras que nos permiten advertir los gestos que les devuelven la personalidad en el momento en el que ambos parecían perdidos: Borg baja la cabeza de manera casi imperceptible (el plano es veloz), mira la pelota, se concentra en ella, se cierra de nuevo sobre sí mismo y juega; McEnroe, que venía callado, explota frente a Connors y juega. Allí la escena se extiende lo suficiente como para generar la tensión que el americano necesitaba para jugar. Los dos se reconfiguran, los dos vuelven a ser.  Los dos ganan.

Lo que ocurre en las escenas de la final responde a esta misma estructura formal de planos cortos y veloces centrados sobre las caras de los tenistas. La emoción no está dada por la espectacularidad de las jugadas sino por el peso de las palabras y los gestos. Metz entiende que lo que no se puede aprehender por irreproducible, por único e irrepetible, sólo puede ser resignificado a través del cuerpo y la mirada, a través de la percepción de lo físico.

McEnroe gana con facilidad el primer set por 6 a 1; Borg se lleva el segundo y tercer set. Y es él mismo quien intenta traer de nuevo a su oponente al partido cuando le pide que juegue su tenis. La clave de la película está ahí, en el intercambio, en lo que ocurre entre set y set, en la sucesión de planos donde Borg observa el tablero que se pone en negro y escucha al umpire pedir bolas nuevas; en el “un punto a la vez” lanzado por su entrenador desde el palco que le llega directo a la sien de nuevo (todo está ahí), en las jugadas dudosas donde McEnroe no explota ni hace nada, donde deja de ser él, razón por la que pierde el partido aun cuando se lleva el cuarto set en un tie break memorable que la película apenas sugiere. La clave está en Borg repitiendo el gesto de bajar la mirada cuando parece a punto de perderlo todo, en el sonido ambiente que desaparece cuando el sueco se cierra nuevamente sobre sí y deja de sentir el mundo.

Recién después del último punto, cuando cierre los ojos y se deje caer sobre el césped, volverá a recuperar, aunque sea fugazmente, la noción de lo real.

Borg-McEnroe es una película que se sostiene a partir de un montaje inteligente y una serie de diálogos que priorizan la construcción compleja y singular de esas dos personalidades que cambiaron la historia del tenis para siempre por sobre la tentación de simplificar el lenguaje formal a puro golpe de efecto  y emociones fáciles.  Si el montaje evidencia los comportamientos del cuerpo de los dos deportistas, los diálogos explican el devenir de los mismos. El encuentro de ambos en el aeropuerto, después de la final, es significativo. Porque allí es Borg quien deja de ser él mismo al acceder al abrazo de McEnroe. Allí es su cuerpo el que se desarma y pierde la forma ante el avance de su rival. Porque la expresión de deseo de McEnroe cuando le dice que tal vez el año que viene le gane, además de ser un guiño para el espectador que conoce el historial entre ambos jugadores (En 1981 McEnroe venció a Borg en la final de Wimbledon y en la del US Open. También en la final de Milán. Fueron los últimos encuentros disputados entre ambos), es también una sentencia que confirma una vez más la conciencia del tenista americano y el control sobre el espacio en contraposición al desborde emocional en el que va a caer el sueco finalmente.

Janus Metz filmó una película sobre tenis con movimientos propios de un ajedrecista. Entendió, con acierto, que lo realmente importante de recrear esa final histórica no pasaba tanto por mostrar los avatares de un espectáculo inigualable sino por exponer y traducir a través del artificio y el cuerpo los procesos mentales de esas dos cabezas tan herméticas como brillantes. Todo estaba ahí.

Borg McEnroe (Suecia/ Dinamarca/Finlandia, 2017), de Janus Metz, c/Sverrir Gudnason, Shia LeBeouff, Stellan Skarsgård, Tuva Novotny, 107′.

 

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