Una chica se arregla, se pinta frente a un pequeño espejo, en la que parece ser su habitación. La escena es de una cotidianeidad absoluta, pero carente de marcas del entorno. En cuanto esa misma chica sale a la calle, lo que sucede es que hay algo que se trastoca en la percepción del espectador. Asoma una extrañeza que deviene de un elemento que parece no encajar con la idea que se tiene como construcción previa. Una chica japonesa. Una casa que no parece corresponderse con la imagen que tenemos de las casas japonesas. Una calle árida con mucha gente. La chica y el paisaje pierden relación. El remate de esa pequeña secuencia es el hombre que se acerca a ella. Es evidente que habla un idioma que ella no entiende, hasta que comprende que es quien ha ido a buscarla para llevarla en su moto, solo porque ve una tarjeta.
La siguiente secuencia es la que brinda la información necesaria para comprender qué es lo que está ocurriendo. Yoko, la chica, llega a la orilla de un lago, donde un equipo de filmación la está esperando. Le dan un texto para que memorice rápidamente, le dan una ropa que le permita meterse en el lago al menos con el agua hasta las rodillas. Se arma, entonces, la escenografía de lo que en algún momento se editará como parte de uno de esos tantos programas donde los conductores viajan por diferentes países para mostrar lo exótico, lo diferente. Sin embargo, a diferencia de muchos de los programas que estamos habituados a ver en la TV local, algo falla. Lo exótico se niega a aparecer ante las cámaras –los ojos- de quienes provienen de otro lugar. El pez que se va a buscar a ese lago una y otra vez se niega a aparecer, incluso a pesar de la ayuda de un pescador. Una leyenda –el pez exótico- se contrapone con otra –no aparece porque huele la presencia de la mujer.
En ese primer elemento que muestra To the Ends of the Earth aparecen las constantes que dominarán el desarrollo de toda la película. Por un lado, la esquiva presencia de lo exótico, que se repetirá una y otra vez a lo largo del relato, con el pez que no aparece ni siquiera en el acuario, con la comida que no alcanzan a cocinar para degustar ante cámara, con la bestia de la montaña que se pretende ver en el final, pero también con esa narrativa sobre el enorme bazar que queda en segundo plano cuando Yoko comienza a filmar su propia y trivial persecución a un gato común y silvestre. Por el otro, el doblez que implica la utilización de una cámara, y de la propensión televisiva a lo diferente como forma de entretener al espectador. Si la secuencia en el parque de diversiones parece suficiente demostración de ello –ese criterio de una aventura ilógica y limitada a lo mecánico -es allí donde explota de manera más consecuente la diferencia entre lo que ocurre en la realidad y lo que puede captar una cámara. Si ésta exige cierto cumplimiento de formalidades –en especial la impostación de una forma de habla cercana a la felicidad del descubrimiento-, aquella contrasta definitivamente con un personaje que parece ser todo lo profesional que se exige pero haciendo un trabajo que parece interesarle más bien poco. Todo el equipo de filmación parece una postal de la abulia y la decepción creciente ante el fracaso en la búsqueda de lo extraño.
Y es que en verdad, la película de Kiyoshi Kurosawa es una tematización continua sobre el tema de lo extraño. La diferencia es que mientras en buena parte de su carrera ese estado de extrañeza derivaba de elementos sobrenaturales –la errancia de los fantasmas en el mundo de los vivos, las sombras que dejaban en los espacios que habitaban, la duplicidad de los personajes-, aquí en esta nueva incursión lejos del territorio japonés –después de la fallida Le secret de la chambre noire (2016)-, lo extraño reside en la relación que entablan las personas con el entorno. La secuencia del fallido hallazgo del pez es el elemento central que establece las diferencias culturales entre Japón y Uzbekistán y que será refrendada en dos momentos que parecen contraponerse. En la secuencia de la liberación de la cabra en la montaña, la aparición de la dueña de la cabra –bajo el argumento de que como el animal ha vuelto a ser libre, ellos pueden volver a llevárselo- remata con la idea de que Yoko no conoce las costumbres de ese país, remarcando una distancia aún más insalvable que la del idioma. En el otro momento, en una más de las crisis del equipo de filmación por encontrar un material apropiado, el intérprete sugiere visitar un antiguo teatro. Lo particular de ese teatro no es tanto su propia historia, sino el hecho de que una serie de salas fueron realizadas por un grupo de prisioneros japoneses tras la Segunda Guerra. Lo que señala el intérprete es una diferencia que en lugar de repeler, atrae: fue conocer esa historia lo que le hizo tratar de comprender a los japoneses a partir de su idioma, para luego llegar a la cultura de esos hombres que fueron capaces de crear incluso para el enemigo.
El relato explora esas variantes de la extrañeza a lo largo de sus dos horas. Yoko no solamente no comprende el idioma y apenas puede balbucear alguna que otra palabra en inglés para excusarse, sino que hasta sus contactos con los otros están mediados por esa distancia. En sus derivas de los tiempos libres por los barrios alejados de Tashkent, cuando compre algo para comer, solo atina a mostrar los billetes que lleva a los comerciantes, sin articular palabras ni siquiera en su propio idioma. Cada vez que camina por las calles, la escena combina el miedo ante lo desconocido –el paso apurado por las noches cuando debe pasar por lugares donde hay muchachos reunidos, el rechazo a los comerciantes del bazar que se abalanzan hacia ella- con la sensación permanente de ser observada por la diferencia: hombres y mujeres de cualquier edad ven en una joven japonesa circulando por la ciudad un objeto tan excéntrico como para Yoko puede ser aquel pez inhallable.
Esos dos elementos van a confluir finalmente en la secuencia en que se desvía del bazar y empieza a ser perseguida por un grupo de policías cuando la ven filmando con una cámara. Observada y perseguida, atravesada por el miedo y la mirada, huye y se esconde una y otra vez, hasta que finalmente es encontrada y llevada a la seccional policial. Es nuevamente el intérprete quien viene a colocar las cosas en su lugar, estableciendo la relación que se formaliza entre el lenguaje y el conocimiento. Yoko no podía entender que los guardias solo querían ver si no había filmado algo prohibido, porque no los entendía al hablar ni podía entender los carteles que señalaban esa prohibición. Lo que Yoko parece no entender es la importancia del gesto –como el de la mujer que le da la comida que finalmente pudo cocinar después de la filmación- y su interpretación –algo que solo parece asomar en el detalle de la forma en que el policía que la encuentra le hace el gesto para salir de abajo del puente donde se escondió-. Y también de la importancia de la imagen, que se revela cuando observa el incendio en la Bahía de Tokio que relaciona inmediatamente con su novio bombero. La imagen y el gesto que se le niega a la cámara –en el propietario del juego que le advierte al director del equipo que no debería permitir que Yoko se suba- y que aparece, una y otra vez como forma de conocer el lenguaje desconocido del otro.
Uzbekistán es para Yoko un espacio absolutamente ajeno y lejano. No hay nada en su cultura que llegue a su comprensión y a su interés. Ella es la extraña que en ese espacio parece tan aprisionada como los límites que le impone el trabajo televisivo en sus sueños. El trabajo que aleja del sueño de ser cantante, de las ganas de casarse con su novio, de saber de él en la posibilidad de una tragedia. Una extraña que no es libre y que ve en esa cabra que parece necesitar liberar, una referencia a su propia vida. Que su mirada encuentre en el final, en un lugar tan lejano y extraño como el confín de la tierra a ese ¿mismo? animal, más que un logro, escenifica un punto de partida que el personaje, al volver a cantar la canción que imaginaba en el escenario del teatro, parece haber encontrado.
To the Ends of the Earth (Tabi no owari sekai no hajimari, Japón, 2019). Dirección: Kiyoshi Kurosawa. Fotografía: Akiko Ashizawa. Montaje: Koîchi Takahasi. Elenco: Atsuko Maeda, Shôta Sometani, Tokio Emoto, Adiz Rajakov. Duración: 120 minutos. Disponible en Mubi.
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