“Quien se acerque al espíritu sentirá su calor, y su corazón será elevado bien alto”. La leyenda de San Antonio con la que abre El ornitólogo anticipa la transformación: del agua emerge un ave, y un instante después, gracias al raccord de la mirada del pájaro, se prefigura el encuentro con el hombre que viene nadando desde el otro lado del río. La atención está puesta en esa mirada y en lo que la misma  parece custodiar. Tanto es así que, de inmediato, la subjetiva en contrapicado, fabricada por los binoculares del hombre, encuentra en el contraplano otra subjetiva pero ahora en picado: la del pájaro ya en pleno vuelo. Así, el objeto de observación se invierte sin que el protagonista lo intuya. De este tipo de variantes, de este tipo de cruces y de encuentros dados por el choque de planos antes que por la sucesión de los mismos, trata El ornitólogo; del lenguaje y el posible entendimiento que los puntos de vista pueden llegar a establecer y de cómo el territorio custodiado por las aves desde el cielo y la tierra va envolviendo al protagonista hasta perderlo.

Aun así, se trata de una pérdida que no es del orden de la falta o el vacío, sino que obedece a una suerte de cambio, de mutación paulatina y casi imperceptible, que es propia de la naturaleza del espacio en que transcurren los hechos pero también de la estructura formal de la película de João Pedro Rodrigues. El ornitólogo del título se pierde al mirar hacia arriba, al perseguir el recorrido de un pájaro a través de las montañas. Cuando el agua se lo traga, el plano siguiente encuentra a dos turistas chinas en medio del bosque. El corte otra vez es abrupto, y el presente, hasta ahora otorgado por el movimiento de las imágenes, se transforma en recuerdo, es decir, en pasado, al ser intervenido por la foto fija; la introducción temprana de esa serie de fotos tomadas por las chicas no hace más que enfatizar el juego con el tiempo: el registro cronológico de lo inmediato, desprendido del resto de las imágenes,  hace que el curso de la historia se vuelva en ese momento un álbum de cosas pérdidas.

El trabajo sobre la mirada que hay en la película de Rodrigues, configurada por ese extrañamiento de la imagen, que nunca ofrece seguridades, que nunca cierra el sentido, también opera sobre los cuerpos, al punto de que la materialidad de los mismos se va tornando cada vez más frágil y voluble: Fernando (el ornitólogo en cuestión) se despoja de sus cosas, se queda sin canoa y sin mapa; en un momento arroja su celular al pasto; luego se vuelve sombra proyectada por el fuego; más tarde muta hasta desaparecer, hasta volverse otro. Y si esto es así, es porque en El ornitólogo conviven el terror, el fantástico y el western. Pero si el género nunca llega a establecerse por completo, es porque el intento por adueñarse de ese territorio alucinado corresponde a la fascinación de la mirada antes que a la acción determinada de un cuerpo. Y es esa mirada justamente la que se ve interrumpida y violentada todo el tiempo por una subjetividad animal que es más fantástica que sagrada y que aun estando fuera de campo influye sobre la percepción y la conducta de los personajes.

El foco de interés inicial de Fernando, puesto en el estudio de las aves, se ve desplazado lentamente hacia una suerte de creencia en algo que excede el entendimiento del protagonista y que nunca se llega a precisar. Su ascenso, señalado ya por la leyenda del comienzo, más allá de la falsa presencia de su cuerpo, es más físico que espiritual. Y esa fisicidad del viaje incluye el sexo con “Jesús” y hasta la supuesta muerte del mismo. Pero en El ornitólogo nada ni nadie muere; la objetivación, como signo concreto de la certeza sobre el mundo, se ve anulada por el carácter imprevisible de la geografía y las criaturas que la recorren, y por el permanente proceso de transfiguración en el que parecen encontrarse: En El ornitólogo hay hombres disfrazados de pájaros que se sienten dioses, hay ninfas con el pecho descubierto que no temen disparar, hay animales embalsamados que custodian el bosque como si fueran espíritus, hay gritos y hay fantasmas.

Y si Fernando llega tarde al encuentro de cada uno de esos rituales o despierta con el fenómeno ya en marcha, es porque lo que se pone en juego allí no es la fe ni el ateísmo del protagonista sino las posibilidades del lenguaje y sus limitaciones, las mismas que ensaya Rodrigues en cada una de sus películas.

Cada plano del portugués representa una puesta en crisis de la imagen y de la creencia sobre la misma. Cada elemento de la puesta en escena tiene un valor simbólico que la mirada del protagonista -que es también la del director-, y acaso por el mismo proceso de transfiguración, se encarga de perturbar. En el cine de Rodrigues cada plano es un género, cada elemento es un lenguaje posible, cada fundido es un sueño que trae el recuerdo del pasado para convertirlo en pesadilla, cada subjetiva animal -que encuentra al propio Rodrigues en lugar del ornitólogo- es un mundo antiguo aun no explorado, y detrás de cada una de ellas hay un cineasta que juega a ser Dios y que se ríe del pasado y de la idea misma de autor, pero con la conciencia de que toda creación dada por la imagen, más allá de cualquier giro fantástico, más allá de todo entendimiento, debe albergar tantos sentidos como le sea posible, tantas verdades como mentiras, para que al fin y al cabo no sea necesario entender nada sino tan sólo comprender que a veces, y sobre todo en el cine, basta con creer, más que nada,  en esas mentiras.

El ornitólogo (O Ornitólogo, Portugal/Francia/Brasil, 2016), de João Pedro Rodrigues, c/Paula Hamy, Xelo Cagiao,  João Pedro Rodrigues, Han Wen, 117′. 

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