En la dedicatoria a Torre Nilsson del inicio de Crónica de un niño solo (1965) ya se ve un gesto político de Favio; en esa placa hay -además de gratitud con su maestro- solidaridad y tradición, dos tópicos que, entre muchas otras cosas, también serán parte de lo que sigue.

Uno de los primeros planos de la película después de los créditos iniciales nos sitúa en el espacio fundamental de la primera mitad: el internado del que escapará Polín (Diego Puente). Luego de un breve paneo de derecha a izquierda, el plano picado divide en tercios y reserva el centro para el celador que refleja su gran sombra contra una de las paredes, un manto negro vigilante corrompiendo la libertad de los chicos dispuesto casi como un gesto expresionista. Modo que se repetirá durante esta primera parte sobre todo en los juegos de luces y sombras insertos en cierta dinámica constructivista en la que se aprecia una disposición geométrica de los espacios (sobre esta disposición profundizan Aguilar y Oubiña en el segundo capítulo de su libro sobre Favio1). Juegos de representación alejados formalmente del realismo con el que habrá un mínimo acercamiento recién en la segunda mitad, luego de que Polín escape. De todos modos, cuando la cámara escapa del encierro junto a Polín, hay algo en la duración y la elección de los planos que la alejan del realismo (y que será más evidente en su filmografía posterior, cuando el género y la poesía tengan aún más peso), incluso en aquellas escenas que parecen beber del neorrealismo, como varias de las que transcurren en la villa. No habrá mucho verité, pero verdades sobran; cinematográficas y de las otras, como la del finado pobre al que le niegan la autopsia.

El supuestamente simple posicionamiento de la cámara junto a la coreografía de la primera escena del primer largo de Favio, expone algo que se repetirá a lo largo de su carrera: el buen manejo y la riqueza de sus procedimientos, independientemente del presupuesto del que disponga, algo que se contradice con la imagen de intuitivo que el propio realizador incentivó a través de varias entrevistas. La escuela de Torre Nilsson asoma, entre otras, a través de El Secuestrador (1958), otra obra con niños a la deriva en un “barrio de emergencia” en la que Favio actuó por segunda vez en su carrera. Como también ya había asomado en El Amigo (1960), corto que ya encerraba -o más bien, liberaba- varias de las armas estético-políticas de Favio. Y así como la mano de Torre Nilsson está presente en la técnica que adquirió y en cierta temática, también están presentes las manos de Bresson, sobre todo si pensamos en la escena en la que Polín roba en el colectivo; porque si Favio estuvo a punto de abandonar el proyecto después de ver Un condenado a muerte escapa (1956) por las similitudes que sentía que tenía con su idea, también es probable que haya sido un atento espectador de Pickpocket (1959), y que en lugar de alejarse de Bresson, haya optado por acercarse a sus formas, incluso más que a las de Truffaut, aunque a priori parezca que Crónica… está más conectada con Los cuatrocientos golpes, otra del 59, o a la siempre mencionada Los Olvidados (1951) de Buñuel. Hay algo relacionado a la fragmentación, al ir por partes para transmitir emociones, que Favio toma de Bresson y que seguirá utilizando en muchas de sus películas, sobre todo en su primera etapa. Lo mismo hará con la utilización y jerarquización de ruidos y silencios; técnica que alcanza una fuerza magnética insoslayable cuando se apaga el mundo en esos minutos que los tres pibes persiguen al amigo de Polín en el río.

Uno de los tantos lugares comunes de la crítica es la exigencia a los cineastas para que confíen en las imágenes, no porque las palabras tengan menor jerarquía sino como pedido antididáctico; demanda de una posible vuelta a los orígenes, a formar parte de la tradición, al placer cinéfilo de la repetición, y a una militancia a favor de un lenguaje puramente cinematográfico. En sus dos primeras películas Favio ya antepone la poética visual a las explicaciones –sean éstas tanto con planos como con palabras-. Y aunque parezca que en Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas cuantas cosas más… (1967) la narración sea más clásica que en Crónica de un niño solo, generalmente el realizador opta por caminos opuestos a los del Modo de representación institucional. En una maniobra interesante, y en contraste con lo que vamos a ver después, el título lo explica todo; incluso debe ser el más explicativo de toda la historia del cine argentino. Pero lo que sigue a esa voz en off que lo relata es otro título que continúa con la línea de sobreexplicación: “de cómo se encontraron”. Son casi siete minutos sin diálogos, elipsis profundas y una buena carga de planos en donde los espacios son difusos. De todos modos, el argumento es muy claro, pero los tiempos de la narración no son los usuales. En Crónica de un niño solo tampoco había muchos diálogos pero las elipsis eran más definidas e incluso se podía calcular el tiempo que había pasado entre las escenas. En El romance del Aniceto y la Francisca, después de un plano-contraplano (con un raccord de miradas que incluso en un momento se rompe) pasamos a una escena de (post)sexo, a una caminata que con un falso raccord se une a un ritual de altar callejero, de ahí a una pelea en la que Aniceto es apuñalado, después a la cárcel y de ahí a una escena de una obra de teatro, todo en menos de diez minutos. Lo que sigue a esa condensación argumental es otra oposición: en el segundo y el tercer capítulo la duración de los planos y las secuencias será mucho mayor. Cuando Aniceto (Luppi en su entrada al cine) habla por primera vez con Lucía (María Vaner), Favio ya no utiliza el plano-contraplano que había utilizado para la comunicación telepática del Aniceto con la Francisca (Elsa Daniel), sino que opta por un plano secuencia que se cierra y se vuelve a abrir, que pasa de plano general a primer plano, a plano medio de los dos, a primer plano de nuevo y a general otra vez. Aniceto ya no está decidido y firme como cuando se encuentra a Francisca por primera vez sino nervioso. Los planos anticipan que el de ellos no será un romance clásico y estructurado como el de la Francisca, sino uno que viene a romperlo, tanto en la diégesis como en las formas. Hay una construcción narrativa por momentos opuesta al canon que se repite en varias escenas pero no como capricho artie o pasaporte de nueva ola, sino en consonancia con la acción y sus desprendimientos simbólicos. En la escena final, Aniceto muere de un disparo en un patio oscuro en el que ni vemos al asesino ni podemos tomar dimensión real del espacio; decisiones formales que son parte de un estilo que se propone diferente ya desde una etapa temprana de su realizador y que generan cierta extrañeza que se verá incluso exacerbada con algunas decisiones en El dependiente (1969), su tercera película que también se hunde en la soledad de las personas.

En el 69 pareciera que Favio llega a formas incluso más personales. Si en El romance del Aniceto y La Francisca ya asomaba una utilización particular de los perfiles de los personajes, en El dependiente esos planos de perfil serán aún más exagerados. En efecto, toda la película tendrá un registro más afectado, no solo en las posiciones de cámara sino también en las actuaciones e incluso en los momentos de comedia: pensemos en la escena en la que la señora Plasini (Nora Cullen) revolea al gato. Libertad que no se había visto en su cine previo y que, paradójicamente, se presenta en una película que trata, entre otras cosas, sobre el encierro. Esa misma libertad bordea por momentos al cine experimental; como ejemplo podemos pensar en el travelling que se repite tres veces consecutivas, en un mecanismo que podría haber sido pensado por Brakhage, y que nos muestra por primera vez a la señorita Plasini (Graciela Borges) parada en su puerta, vista desde la camioneta de Fernández (Walter Vidarte). Repetición que a su vez se relaciona con otro de los temas centrales de la película: la propia repetición. Hay, como en Crónica de un niño solo y por qué no como en El romance, y como en casi todas las películas de Favio, un destino trágico e ineludible. Fernández cae en la repetición del vacío cotidiano como una maldición que no puede sacarse de encima, tal como caía Polín al ser agarrado después de robar el caballo para continuar con su círculo de encierros. En la escena final, su ya esposa Plasini le dirá que a la sopa le falta sal, tal como al principio se lo decía Don Vila y, ante la trágica repetición, Fernández optará por terminar con sus vidas. Además del mencionado registro afectado de las actuaciones, hay algo recurrente en los personajes de El dependiente, presente casi como ejercicio de actuación constante relacionado a pensar pero no decir, o, mejor dicho, a decir una cosa mientras se piensa otra. Decisión que suma a cierta extrañeza que provoca el relato por los ya de por sí raros personajes, tan extraños como normales, o con el horror de la normalidad encima. En la copia original de El dependiente había una escena que ponía a lo siniestro en primer plano y que la acercaba incluso a las formas del horror: Fernández se esconde para que evitar que un vecino lo vea dirigirse a la casa de las Plasini y se mete en el centro espiritista que linda con la casa de su futura esposa. El plano general que muestra la sesión de espiritismo queda fuera de registro porque rompe con los pocos personajes que había hasta ese momento y con el tono lúgubre pero silencioso de la película; sin embargo lo terrorífico de la situación se condice con la oscuridad que siempre está presente en la casa de las Plasini; de hecho el finado marido de la señora Plasini bien podría haber vuelto al mundo a través de Fernández, algo también ligado a las repeticiones de orden social (cuando Fernández vea una foto del padre muerto de la señorita Plasini constatará que es físicamente igual a él).

“Un cine ni de vanguardia ni de masas, un cine cálido y auténtico, producto de mi soledad, mi oficio y mi tristeza”, dijo en algún momento Leopoldo Torre Nilson, y lo de Favio siempre estuvo en esa línea, incluso cuando buscó y consiguió hacer un cine para los grandes públicos, tanto con su Moreira como con su Nazareno, que llegó a ser la película más taquillera del cine nacional durante muchos años. Lo interesante, entre muchas otras cosas, es que en su búsqueda de masividad no hubo voluntad de parecerse a otras filmografías comerciales ni de abandonar sus obsesiones; Favio se hizo popular revisitando e incluso agudizando sus formas, al mismo tiempo que incorporaba nuevos recursos. Como no podía ser de otra manera, lo de Favio fue (¡es!) una tercera posición; no hay oposiciones arte/comercio o autor/espectáculo. Hay cine.

1Aguilar, Gonzalo; Oubiña, David. (2020). De cómo el cine de Leonardo Favio contó el dolor y el amor de su gente, emocionó al cariñoso público, trazó nuevos rumbos para entender la imagen y otras reflexiones. Libraria.

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