WHIP_INTL_1Sht_Lk2_LYRD“Una sociedad que deifica el autosacrificio es necesariamente egoísta”.
Oscar Wilde.

Desde la primera secuencia se traslucen los aires pretenciosos con los que el realizador pretende ungir su película. Primero un plano secuencia fugaz que acompaña el crescendo de un redoble, seguido por la primera interacción entre la pareja protagonista, alumno y profesor, Miles Teller y J.K. Simmons, cuya relación (con sus tensiones latentes y no tanto, que en un final simbólico parecen ser menos paternales que sexuales) será el motor de todo el asunto, en un examen tácito que culmina interrumpido e intentando sumar una dimensión cómica que nunca llega a ser efectiva. Lo que sigue es un un montaje acelerado (que para sorpresa del espectador parece no terminar durante lo que resta de la película, salvo por un par de pasajes extraños en que Chazelle deja reposar la cámara y termina por jugarle en contra ya que rompe con su propia lógica) en el cuál el protagonista camina por las calles de Nueva York con un jazz juguetón que lo acompaña; un gran despliegue de planos detalle y de situación intenta ir a tempo mientras la cámara sigue el camino de este muchacho, y así es como por primera vez se deja ver la falta de sensibilidad musical del realizador.

A pesar de que Whiplash: Música y obsesión parece estar montada y dirigida por un realizador de videoclips comerciales con cierta falsa sensibilidad estética típicamente indie, nada hereda de este subgénero (si es que se lo puede denominar tal), mucho menos su conciencia rítmica (¡Y esta es una película sobre bateristas, por Dios!). Los planos se suceden unos a otros con poca (en oportunidades nula) continuidad narrativa y menos aún con un sentido estético; la elección de imágenes parece aleatoria, como para rellenar espacio con encuadres demodé y acompañar dudosamente la música que suena de fondo. La secuencia culmina cuando el personaje llega al cine para encontrarse con su padre, y con la que será su futura novia (la chica que vende los pochoclos, obviamente), con la que mantendrá una fugaz relación y los diálogos más trillados que se vieron en pantalla grande desde la saga de Crepúsculo.

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Para peor, la elección del cine como locación resulta igual de aleatoria que la elección de imágenes de la secuencia inicial, ya que aquí nada hay de cine, y mucho menos de música. En ambas disciplinas artísticas, tan complementarias, el foco siempre termina por recaer en su aspecto más visceral: el movimiento. Chazelle parece no estar al tanto de esto y en lugar de dejar que sus personajes se muevan, mueve la cámara con impaciencia infantil, destrozando así cualquier posibilidad de crear un mero ambiente que no sea el de la incomodidad (generada de forma involuntaria). Por lo demás, el devenir del argumento resulta bastante evidente; la estructura narrativa parece calcada de cualquiera de las entregas de Rocky (y hasta Teller comparte la inexpresividad facial de un Stallone cagado a golpes), cambiando los guantes por un par de palillos. Con tal de buscar la aprobación de su maestro, el protagonista llorará, sangrará y hasta será abusado verbal y físicamente, sin dejar de lado su meta de agradarle al hijo de puta que lo humilla públicamante a cada oportunidad que se le presenta, y de “ser el mejor”, claro está.

Así es cómo la relación abusiva (y adictiva) que se genera entre estos dos personajes pasa a ser el sostén del relato, con idas y vueltas dignas de cualquier relación amorosa. El protagonista, como el grueso del público americano, parece sentir una fascinación absoluta por el régimen fascista (los yankees prefieren decirle “militar”) que su profesor encarna, y a pesar de aparentar revelarse en su contra, nunca deja de buscar la aprobación éste como única figura paterna que respeta. Porque claro, su padre es un escritor fracasado devenido profesor de secundaria, cuyas opiniones o emociones no son dignas de respetar dentro de la meritocracia americana (aspecto que el personaje de Simmons nunca deja de recordarle, junto con el hecho de que su madre lo abandonó de niño; sumemos abuso psicológico, de paso). Cerca del final, durante el diálogo más civilizado que mantienen ambas partes, el abusivo profesor se explica a sí mismo diciendo que lo único que buscaba hacer en la universidad era “empujar a sus alumnos para que fueran su mejor yo, cueste lo que cueste”. Así, ante el protagonista y los espectadores, aparenta redimirse y justifica toda su hijaputez y su poco respeto por los derechos humanos básicos, hecho que sólo se explica por una suerte de Síndrome de Estocolmo tácito de la que el director también resulta cómplice.

WHIPLASH

Para colmo, como bien salieron a decir los críticos epecializados, la famosa anécdota protagonizada por el baterista Jo Jones y el saxofonista Charlie Parker (en la cual Jones “le tira un platillo por la cabeza a Parker por perder el ritmo”, hecho que luego provoca que Parker practique hasta volverse leyenda) de la que la película termina por hacer una parábola (y un espejo) se encuentra tergiversada y deformada, ya que originalmente no hubo abuso físico (el platillo cayó pero directamente al suelo) y Parker no perdió el tempo, sino que estaba desafinado; de haber contado la anécdota original el paralelismo se destartala y el director deja de tener una carta para justificar los abusos que tanto parecen gustarle.

Por último, y no menos importante, la concepción del genio musical (y de la música en sí), pragmática y fría, que Chazelle tiene es una ofensa para cualquier músico que se considere tal. El mensaje que parece dejar es: “practicá hasta sangrar y serás el mejor”. Toda persona que se haya acercado alguna vez a un instrumento musical sabe que esto no es así. Si bien la práctica es un elemento importante y ayuda a ganar habilidad técnica y costumbre, nada se obtiene de su abuso salvo callejones sin salida. Más importante aún es dejar lugar a la reflexión, la instrospección y el respetar los tiempos que conlleva el proceso de aprendizaje. El talento musical, como muchos otros, se obtiene de un balance entre lo físico, lo racional y lo emocional; este último siendo un aspecto fundamental, más aún para un género como el jazz teniendo en cuenta sus orígenes sociohistóricos, que el director ignora por completo. No importa cuánto practiques, si tu cabeza y tus intenciones no están en el lugar adecuado, el progreso es imposible. Por esto mismo Damien Chazelle se despacha con una segunda película retrógrada y abusiva como sus personajes, que no hace más que atentar contra la poética del rítmo y deificar el autosacrificio de su protagonista, hecho que la Academia, como siempre, aplaude de pie.

Aquí pueden leer la crítica de Andrés del Pinoun texto de Marcos Vieytes, y otro de Nuria Silva a propósito de Whiplash: Música y obsesión.

Whiplash: Música y obsesión (Whiplash, EUA, 2014), de Damien Chazelle, con Miles Teller, J. K. Simmons, Paul Reiser, Melissa Benoist, Austin Stowell, ‘106.

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