Hace apenas unos meses conversaba con un director de cine (sus últimos trabajos abrevan en el terror) sobre la imposibilidad de la producción local, tan profusa, de encontrar un tono y un relato que se salga de la línea que marca el peor mainstream. Mi percepción tenía que ver con las referencias, pensar el terror como la moda que se ve hoy en el cine y perder de vista la posibilidad de relatos a explorar dentro del imaginario inagotable de la propia geografía; la posibilidad de pensar en el (los) pasado(s) como marca terrorífica de éste (y todos los) presente(s).
Es cierto que el cine de terror se ha visto exponencialmente multiplicado en los últimos años pero, salvo honrosísimas excepciones como The Babadook o It Follows, el resultado ha sido más bien pobrísimo. Otro tanto podemos decir de la producción nacional: películas como Olvídame, El desierto o Naturaleza muerta parten en algunos casos de buenas premisas y desbarrancan irremediablemente, se vuelven predecibles, solemnes y finalmente bastante aburridas.
Y un día llega Resurrección, tercera película de Gonzalo Calzada que se para frente al género y construye un universo fascinante partiendo de un episodio devastador, como la epidemia de fiebre amarilla que diezmó Buenos Aires en 1871, y de tópicos como la fe, la creencia, la ciencia versus la religión, la pertenencia de clase y el universal temor a la muerte.
El joven cura Aparicio (Martín Slipak), «un instrumento del Señor», parte a Buenos Aires a prestar ayuda espiritual frente a la tragedia. Una visión mística lo guía, pero su pragmático consejero lo reprende: «Visiones, hay que ver a qué clase de necesidad responden». Y ahí va nuestro héroe a «curar almas», ese es su deber y su sacrificio. Su primer destino será la casa familiar, la Quinta El Paraíso. Hasta allí lo ha guiado su dios.
Como marca el género lo primero que recibe será una advertencia y, claro, jugando de local la clase se impone y algunas almas (y los cuerpos que las contienen) necesitan recordar su lugar en la pirámide: «Un criado me dice que no entre a la casa de mi familia». Aparicio es muchas cosas, entre ellas «el señor», pero no es el único: «Esta ciudad no estaba preparada para llenarla con toda esa plebe extranjera (…), esta peste era de los brutos y él (Edgardo, el hermano) la trajo a esta casa», informa, lapidaria, Lucía, la cuñada encerrada en la capilla con su hija. Y siguen las marcas: el hermano médico moribundo, el criado fiel, el extraño curandero; todos los ingredientes presentes y articulados. Las pistas que desliza el guion: «Hice algo terrible», dirá el hermano (Adrián Navarro); «Sólo acá estamos a salvo», dirá Lucía (Ana Fontán); «Le pedí a Jesús que venga a salvarnos», dirá la sobrina (Lola Ahumada); «No tendría que haber venido, no siempre las cosas salen como uno las imagina», dirá Quispe, el criado (Patricio Contreras); «Usted tiene un problema de fe, como su hermano», dirá el curandero (Vando Villamil).
La enfermedad, el terror a la muerte, las alucinaciones, la religión como refugio desesperado, la pérdida de la fe, el recurso mágico, la sanación, el diablo, el payé correntino, el costo, las consecuencias. El «bien» y el «mal» jugando un ajedrez eterno, conocido, esperable, y los hombres como facilitadores de todo esto están presentes en la película.
Resurrección se construye con capítulos (Pasión, Muerte y Resurrección), más una introducción y un epílogo al estilo literario, porque esa es la fuente de la estructura de esta película. Los hechos se suceden cronológicamente y al final se explican. Sin apelar a innecesarios golpes de efecto el relato se construye como un misterio con toques de fantástico y funciona porque el guion no se delata, fluye y seduce. Como también las actuaciones de Patricio Contreras y Vando Villamil. El Ernesto/Quispe de Contreras es quien sostiene el relato -con un monólogo en la segunda mitad de la película que maravilla y aterra un poco- inclusive cuando su contraparte, el atribulado cura Aparicio de Slivak, no lo acompañe del todo.
La elección y el tratamiento de la luz en las locaciones (la casa, la capilla y el terreno que las contiene) logran generar el clima de opresiva desolación que el relato transmite. Como si la impecable fotografía, el preciso vestuario, las muy bien logradas caracterizaciones y el convincente maquillaje fueran poco, toda la secuencia de los títulos está ilustrada por Enrique Breccia. Resurrección es una buena noticia para la producción nacional. Quizás el verano y los tanques estrenados la condenen a un destino marginal, pero sería una pena perderse la posibilidad de comprobar que se puede hacer cine de género comercial de muy buena factura partiendo de la propia historia.
Resurrección (Argentina, 2015), de Gonzalo Calzada, c/ Patricio Contreras, Martín Slipak, Vando Villamil, Adrián Navarro, Diego Alonso, Ana Fontán y Lola Ahumada, 102’.