La pregunta del título tiene al menos tres respuestas suministradas por la película: el nombre de quien disparó el arma cuya bala asesinó a Mariano Ferreyra, José Pedraza y otro responsable de organizar la patota sindical destinada a reprimir a los tercerizados despedidos cuando reclamaban por sus derechos largamente pospuestos, y los responsables políticos de naturalizar la precariedad laboral de los que trabajan en condiciones inferiores a las de los empleados estables, robarles reteniendo alrededor de una cuarta parte del salario, y organizar grupos de choque conformados, entre otros, por reconocidos barras bravas, útiles en mítines, aprietes, represión a manifestaciones, y demás menesteres mercenarios, funcionales a varios funcionarios gubernamentales. El valor de la película reside estrictamente en la difusión de estos hechos y es una evidencia más de la saludable politización audiovisual de los últimos años, aún sin la eficacia discursiva, estética y hasta económica que sí tuvo el cine italiano de la segunda mitad de los 60 y la primera de los 70, por citar el corpus industrial más consistente de esa naturaleza.
La pregunta del título viene de la del libro ¿Quién mató a Rosendo?, en el que Rodolfo Walsh investiga la responsabilidad criminal del sindicalismo vandorista. Varias veces se menciona a Walsh y al libro, e incluso se leen pasajes de él. Esa denotación caracteriza a toda la película, hasta el punto de que parece impregnada de la ingenuidad, no así del entusiasmo, juvenil con que citamos y difundimos cosas leídas por primera vez que nos afectan por la revelación de hechos ocultos y el desenmascaramiento de historias oficiales. Por otro lado, es un eslabón más de la puja simbólica por la figura de Rodolfo Walsh entre cierta izquierda tradicional y los detentadores actuales de la máscara (en su sentido de persona y de actor) peronista. Así como Rodolfo Walsh se desencarna y despersonaliza con el paso del tiempo o con la reducción utilitaria, lo mismo pasa con Mariano Ferreyra, y no porque esa parezca ser la intención de los realizadores, sino porque la puesta en escena causa un efecto contrario al supuestamente previsto. Ni la vida ni la muerte de Mariano Ferreyra se hacen carne, y sólo quedan su cara y su nombre como logo o bandera. Esta reducción de la persona a símbolo puede ser funcional y hasta valiosa políticamente, pero a la hora de ver la película nos deja sin la conmoción de encontrarnos con alguien de verdad en la pantalla porque no hay en ella ningún personaje que se construya y nos conmueva como tal.
La emoción está en la madre, los amigos y compañeros de militancia de Mariano Ferreyra que testimonian regularmente a cámara, pero la repetición del acompañamiento musical, de la duración de cada uno de ellos, y del llanto final de casi todos, impiden que surja por sí misma. La estandarización del proceso termina distanciándonos porque después del segundo caso sabemos qué va a pasar y en qué orden, borrándose cualquier rastro de singularidad y sorpresa. Las reconstrucciones del asesinato tampoco instalan a Mariano Ferreyra como personaje y, salvo en el plano de la patota sindical avanzando hacia nosotros desde la profundidad del campo visual, son menos intensas que la mayoría de registros directos de hechos similares, tornándolas gratuitas o, al menos, fallidas. La estructura de la película articula estos dos bloques alrededor de un tercero pobremente ficcional, en el que Martín Caparrós interpreta a un periodista que debe cubrir el asesinato de Ferreyra para la revista en la que trabaja y de la que termina despedido por el personaje de Enrique Piñeiro (a quien nunca vemos y sólo escuchamos a través de un celular) debido a que las notas que escribe delatan la responsabilidad del gobierno nacional, que aporta pauta oficial al medio. Caparrós actúa mal, pero ni un actor profesional hubiera podido hacer algo con diálogos escritos pura y exclusivamente para transmitir información sin pretensión dramática ni complejidad psicológica alguna.

Quizá el más claro ejemplo del esquematismo general de la propuesta y de sus indeseados efectos sea un personaje que tiene apenas tres o cuatro apariciones. Mientras el periodista, cuya configuración coquetea infructuosamente con el aura mítica del investigador del cine negro, escribe a deshoras su artículo en la redacción de la revista, un empleado de limpieza da vueltas alrededor. El actor que lo interpreta pronuncia sus parlamentos exagerando el acento de alguien que vino del interior del país o del extranjero, y acaba sentado frente a la computadora del periodista leyendo dificultosamente su nota. Una de sus primeras apariciones sucede poco después de la clara descripción dada por un testigo del funcionamiento de la red de corrupción sindical ferroviaria y transmite desconfianza o hasta una sensación de peligro, pero el personaje está lejos de representar amenaza alguna para el personaje y mucho menos para los espectadores, sino más bien ese bienestar jerárquico y esa tranquilidad de conciencia que genera el paternalismo en quien lo ejerce, aunque más no sea circunstancial e inconscientemente. Cerca del final, un primer plano de Lucía Romano, última pareja de Mariano Ferreyra, la muestra llorando en la ficción mientras escuchamos a Caparrós leyendo la hoja de papel que ella sostiene frente a sus ojos en la que el periodista escribió un texto sobre la truncada vida del militante.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: