I. Pampa bárbara. Ese es el subtítulo del primer libro de Hacerse la crítica en el que recopilamos nuestro trabajo de un año. ¿Nos creemos bárbaros en cualquiera de las acepciones de la palabra? ¿Somos los mejores? O bien, ¿optamos por el más negado extremo de la dialéctica sarmientina? ¿Elegimos el salvajismo en una época de corrección política en que las cabezas se cortan con disimulo, al ritmo de un violín y violón silencioso, sin gritos ni sangre?
Eso pensaba en las noches del 4 y 5 de marzo pasado mientras presentábamos el libro Hacerse la crítica: Pampa bárbara en el cine de la ENERC, con la tutela de nuestro anfitrión, el gran Fernando Martín Peña y la proyección de las películas de Leonardo Favio (Soñar, soñar), Hugo Del Carril (Amorina), Adrián Caetano (El héroe al que nadie quiso y La expresión del deseo) y José Celestino Campusano (Vikingo), (Caetano y Campu estaban presentes esa noche, quisiéramos creer que Don Hugo y Favio también). Rebeldes y bárbaros, todos ellos artistas nacidos tales, sin vuelta ni elección vital posible, de los que parecen aprender el oficio por ósmosis y avanzan con su obra en diagonal, descubriendo puntos de vista, eligiendo su lugar a contrapelo del consenso. Ni brutalidad ni envanecimiento, esa es la barbarie que queremos para nosotros, la que tales padrinazgos nos habilitan. No teman, no venimos a cortar cabezas, al contrario, estamos para exponer el cuello, para recibir acusaciones. Algunas ya han empezado a hacerse oír: “traidores, aspirantes a los favores del poder”… , que de todas formas y según el acusador “tiene fecha de vencimiento”.
“No juzguéis porque con la misma vara que juzgues seréis juzgados” dice el Evangelio en alguna parte; el que acusa en tales términos revela en realidad su propia moral, incapaz de imaginar que alguien trabaje y opine si no es para acomodarse bajo algún ala poderosa o algún cobijo que le depare un sueldito. La liga de los ganadores en acción. No somos parte de ella. Esa es nuestra barbarie.
Además, ¿traidores a qué o a quién? ¿Qué pacto de lealtad hemos roto? Curiosa acusación viniendo del tardío iluminismo de nuestra menguada derecha cultural. La lealtad, al menos en el ámbito público, es una exigencia de raíz medieval; hoy ya nadie la reivindica en la política, ni el peronismo, forjado en torno a ella por el verticalismo militar de su creador. Mucho menos en la cultura. Uno es leal a sus convicciones, a sus amigos, a su propia historia, y en pos de esas fidelidades orienta su vida.
Los bárbaros de hoy defendemos tales cosas, esa es nuestra mística, la que se percibía en las dos noches del ENERC, la que compartíamos con todo el público que llenaba la sala y con los bárbaros que nos apadrinaban (incluyo en esta nómina a Roberto Pagés, presente en la ocasión. Un bárbaro de aquellos, aún en retiro activo, un salvaje que asoló las fronteras de lo correcto durante casi treinta años de crítica).
Marcos Vieytes con su barba bárbara, Ignacio Izaguirre con su calvicie luminosa, Paula Vazquez Prieto y Hernán Gómez, dueños de su bárbara discreción, fueron los referentes de nuestra lealtad; el público participaba de esa pequeña mística nocturna, de ese flamante fervor ¿Cuántos estarán hoy en condiciones de repetir ese fenómeno? Bárbaro desafío. Pasión por el cine desde la crítica; nuestra plataforma para tomar partido en todos los terrenos que nos importan sin más compromiso que nuestro gusto soberano, eso es lo que vienen a ofrecer nuestros corazones.
II. Pasión de los débiles. Equiparo barbarie a entusiasmo febril, a una adolescencia del espíritu que no respeta el almanaque, a la vieja pasión que montaba su espectáculo en tantos escenarios; una emoción que hoy se esconde en los rincones menos prestigiosos de la vida cotidiana. Si vamos a lo nuestro no la encuentro ya en el Bafici y, con sinceridad salvaje, no sé si esa ausencia es solo un problema personal o, como lo sospecho, también el de de un festival que va creciendo en moderación, en anodino buen gusto, a medida que se partidiza. Porque el Bafici se politiza desde lo partidario. Una ola amarilla recorre Buenos Aires coloreando cada vez más al Festival, mezclándose con su logo al azul original. Hay un hito en este camino: hace dos ediciones el Bafici dejó su sede del Abasto, barrio mestizo, vieja pasión del bárbaro Rodrigo Tarruella, desdeñando el famoso eje del subte B que facilitaba los desplazamientos entre las sedes, abandonando el encierro del shopping, el que durante diez días y a fuerza de nuestra presencia cargosa dejaba de ser un no lugar y se transformaba en una burbuja de energía que, quiero creerlo, encontraba sus caminos para extenderse al resto de la ciudad.
Ahora nos mandaron para la Recoleta, sus calles elegantes, sus bares y negocios caros, las apaisadas distancias que separan a los cines del centro de prensa y el punto de encuentro. Ignoro cuáles fueron las razones de la mudanza. Para el caso importa menos el motivo que el símbolo que supone: en el Abasto nos amontonábamos, nos rozábamos y nos frecuentábamos casi por obligación, una pequeña multitud fraternizando o discutiendo. En la Recoleta todo es tránsito, saludos apurados, alguna conversación rápida a la pasada entre una película y otra; nos han disuelto sin represión, desairados piqueteros culturales. No juntarse ni amontonarse ni aproximarse ni movilizarse. Circulen, circulen, no se amuchen nos están diciendo; mejor el ciudadano solo, reflexivo y moderado, ideal de la derecha civilizada (una entelequia en estos pagos), propuesta política subliminal, síntoma de un cambio político que se huele en el aire (la historia me absolverá por predecirlo).
El amarillo es el color que ha elegido la agrupación que gobierna esta ciudad según el voto de sus habitantes; ese color debería limitarse entonces a los actos del partido, no hacerse sinónimo de gobierno. Este deliberado cromatismo avanza como un derrame de bilis sobre la ciudad; cada logo, cada cartel de obra pública municipal, cada bicicleta que la ciudad presta o alquila, cada uniforme de empleado municipal, viene amarilleado aún en el toque ínfimo de una corbata o un pañuelo femenino. Nunca el rojo y blanco radical o el azul y blanco peronista pretendieron uniformarnos en sus gestiones municipales bajo sus colores partidarios. Todos somos Homero Simpson, amarillos y bárbaros en la más primitiva de sus acepciones. El Bafici es parte de esta estrategia que empieza por lo cromático: un corto institucional repetido durante todo el festival muestra la imagen del jefe de gobierno tocando una guitarra en algún acto público, rodeado de otros personajes sobre un fondo, por supuesto, amarillo. Tal vez no sea grave, en todo caso es impropio, de tan naturalizado ya todo el mundo parece aceptarlo. Estos detalles son una rúbrica del avance del llamado liberalismo (el subterfugio histórico de la derecha argentina para evitar definirse como tal; nuestra derecha es vergonzante, incapaz de enunciarse y asumir su propio nombre, está pendiente algún estudio que indague en tal reticencia) sobre lugares físicos y simbólicos que hasta ahora no le interesaban. El Bafici, por ejemplo. Actúan en bloque, concertados, tal vez sea paranoico decir que lo hacen con planificación y orden previos, pero así lo parece cuando vemos a esas señoras maduras, elegantes en sus peinados siempre intactos, maquilladas con discreción y exquisito gusto, protegidas del viento o la lluvia por impermeables de colores claros a los que parece que el agua, el hollín o la grasa de esta capital jamás les dejarán una marca; los hombres por su parte se visten de sport, usan saco y pañuelo al cuello (una moda que solo había visto hasta ahora en la dirigencia del extinto partido radical), calzan mocasines caros y cinturones de cuero. Los he visto, estaban en la primera función de El copamiento, la película de Mariana Britos y Mauro Pérez, dos cineastas debutantes, vírgenes de cine y de historia, que reseñan con ritmo de viejo noticiero cinematográfico el copamiento de la Fábrica Militar de Villa María por parte del ERP en 1974. Esos hombres y mujeres estaban allí para reivindicar la memoria del coronel Larrabure, jefe de ese regimiento, capturado, secuestrado durante largo tiempo y luego muerto en circunstancias que el ERP atribuyó a “suicidio” y los familiares, avalados por la autopsia, a “asesinato”. No objeto de modo alguno estas presencias, por el contrario las respeto en los términos en que se dieron; lo destaco en cambio como un hecho llamativo e inédito en el Bafici.
Otro tanto parece haber ocurrido en la presentación de El diálogo de Pablo Raccioppi y Carolina Azzi -los directores de El Olimpo Vacío– en la que no estuve pero en donde fue pública la presencia de la vanguardia de la derecha cultural: las señoras Ruiz Guiñazú y Sarlo, Sebreli, la presentación y el aval del Secretario de Cultura Hernán Lombardi, Luis Majul, el ubicuo Darío Lopérfido, y el inestimable aporte militante de Cecilia Pando. Sarlo y Pando, Sebreli y Lombardi, Lopérfido y Majul, Ruiz y Guiñazú; no son las duplas de ataque de algún equipo que pelea el Torneo Nietos Recuperados (que ganará River Plate, formulo mi predicción hoy, 14 de mayo de 2014 a las 2,00 a.m.), son una suma de nombres, alguno de los cuales hubieran parecido inconciliables en tiempos no tan lejanos, todos juntos ahora en la paqueta sede del Festival, avalando un discurso nunca antes formulado en ese ágora, certificando con sus presencias que la desmovilización cinéfila del Bafici es parte de un proceso de jibarización, no solo de la cultura sino de toda la vida de la ciudad (¿del país?). Es el viejo liberalismo que se levanta de su tumba siempre entreabierta. Justo allí, frente a su propio cementerio, como un llamado a los más viejos y terribles espíritus de nuestra historia, como una macumba bárbara y pagana que desde el reino fantasmático del cine convoca a sus fetiches muertos: protoideas políticas, económicas, culturales, la disimulada barbarie de su forma de entender y practicar la civilización. El horror, el horror, que ruinosamente conocimos (¿también una respuesta tardía a esa mojada de oreja en su propia cancha que fue Tierra de los Padres?). Los sufrimos. They live, diría el maestro Carpenter. Ahora son ellos quienes vienen, otra vez, por todo.
III. ¿Qué hacer? Tristezas del cine recoleto. Salgo del Village y miro hacia la vereda de enfrente, los altos mausoleos patricios asoman sobre el muro. Cine y cementerio ¿Cementerio del cine? No es para tanto (“Le cinema, le cinema, tous jours recomencée…”, parafraseando a Valéry). Camino con mi spleen posmoderno por la peatonal que termina en La Biela. En la puerta me sorprende una estatua colorida, de tamaño natural. Es un hombre de bigotito anchoa, viste un impermeable amarillo pálido. Es Carlos Menditeguy. El play boy prototípico, el sportsman, aventajado piloto de Fórmula 1 en tiempos de Fangio, diez de hándicap en polo y golf, gran tenista, integrante del trío más mentado de Don Juanes de la high porteña junto a su hermano Julio y Adolfo Bioy Casares. Es otra de esas estatuas que las autoridades de la ciudad están instalando en lugares claves. Las de Olmedo y Portales en sus personajes de Borges y Álvarez sentados en la esquina de Corrientes y Uruguay, las de Porcel y Tato Bores en la cuadra siguiente, ambas flanqueando al Teatro Metropolitan. Me detengo frente a la estatua de Charlie Menditeguy, tan fea como las otras; todas parecen terminadas de apuro, representaciones grotescas que pretenden el realismo, colores opacos o chillones, la apariencia de muñecos de carnaval hechos de un cartón fugaz. Algo no me gusta de su emplazamiento; La Biela parece el lugar natural para Menditeguy, pero, ¿por qué Corrientes para los capocómicos de la TV y ocasionalmente el teatro? En tanto son representados como astros de televisión sería esperable que estén en la puerta de los canales. Podríamos reclamar otras estatuas y otras esquinas: las de Homero Manzi en Centenera y Tabaré, del Flaco Spinetta en alguna de Núñez o Saavedra, Homero Expósito cercano a Sadaic, Don Raúl González Tuñón en un rincón de Colegiales. Tato era del Once, Porcel de Avellaneda y paraba en Rácing, Olmedo era rosarino. Amontonarlos sobre Corrientes es desconocerlos y subestimar a su público, que por ser televisivo estaba en todos lados.
La ubicación de estos recordatorios de próceres catódicos, como en inverso sentido también la de Menditeguy, disimula apenas su raíz reaccionaria y clasista, hija de una concepción de remoto origen medieval, que supone a cada hombre ligado con una zona geográfica como un destino inamovible derivado del derecho natural, idea que formó parte del sustrato ideológico de las viejas oligarquías. El hecho de que sus herederos ejerzan el poder sin algún soporte intelectual más nuevo o sólido que estas rudimentarias ideas patroniles, es otro motivo de alarma ante el futuro cercano.
También es cierto que estos emplazamientos certifican involuntariamente la decadencia de la avenida Corrientes. La cultura, la letrada pero sobre todo la popular desplaza su eje por Buenos Aires a través del tiempo. En las décadas del veinte y treinta del siglo pasado la posta estaba en la Avenida de Mayo; tango, Carlitos y Razzano, Crítica y Noticias Gráficas, Lorca y Neruda, El Avenida, Los 36 billares, republicanos y falangistas apedreándose de vereda a vereda, el Barolo. A fines de los cincuenta hubo un corto resplandor frondicista en torno a las cuadras de Viamonte cercanas al Bajo; la vieja Facultad de Filosofía y Letras (actual Rectorado) en Viamonte y Reconquista, las librerías cercanas, la redacción de Sur sobre Reconquista. En las décadas del sesenta y la primera mitad del setenta, ese eje se mudó a Corrientes. Bergman, el Che, el psicoanálisis, la política y la revolución, el Bar La Paz, Raúl Sciarreta y sus discípulos en el Ramos, justo enfrente. Después vino la dictadura y su apagón. Corrientes nunca se recuperó de aquella barbarie, pero tampoco fue reemplazada. ¿Quién podrá hacerlo si esa decadencia continúa? Puerto Madero es un polo gastronómico con un Museo en una punta y una universidad concheta en la otra. La Recoleta es una permanencia, con el brillo ajeno de la riqueza y el esplendor patricio. Un barrio que repele o, a lo sumo, tolera las invasiones bárbaras, aún las de los cinéfilos con nuestra inofensiva presencia de neuróticos mansos. El Bafici podrá perdurar en ese barrio pero al precio de ser siempre un embarazo ectópico, un elemento extraño que atrae visitas indeseadas. No hay eje cinéfilo a construir; para llegarse al Malba hay que tener auto (y los cinéfilos, se sabe, son alérgicos a todo manejo que no sea el del control remoto del DVD), para Belgrano colectivo o subte, igual para la Lugones.
¿Palermo? El viejo barrio de Carriego y Borges comenzó a transformarse con el ocaso del alfonsinismo, durante la década infamante del menemismo ese cambio se hizo explosión acreditando que nuestras elites snobs y/o intelectuales ya no tienen como meta a París; ahora es Nueva York, a la que las versiones Soho o Hollywood de Palermo quieren equiparar con su mezcla de diseño, consumo y oferta cultural. La fiebre palermitana invade barrios ajenos: Villa Crespo es ahora Palermo Queens; todo Buenos Aires se palermiza, cuando llegue a Chacarita se llamará Palermo Necro y Mataderos será Palermo Blood. Big Apple sin rascacielos, Palermo los reemplaza por restaurantes étnicos regenteados por hijos de profesionales liberales, jóvenes que aprendieron gastronomía raspando ollas en restaurantes de Palma de Mallorca o la Riviera italiana. Hijos de una generación con aspiraciones, políticas, económicas, intelectuales, estos jóvenes fueron liberados de la obligación de ser a través de un título profesional o de una carrera de otro tipo, como (nos) había ocurrido a sus padres. Ejercieron esa libertad practicando un flaneurismo tardío por Europa; ajenos a los prejuicios ideológicos de sus mayores, se deslumbraron con Nueva York. Esta tribu generacional se asentó en Palermo, allí pretendió armar su vida, abandonándolo solo para desplazarse hasta San Telmo a estudiar cine en la FUC. Esta pertenencia, este encierro maníaco puede ser consultada en libros como The Palermo Manifesto del periodista palermitano Esteban Schmidt. También dejó su huella en muchas películas del llamado ‘nuevo cine argentino’, la mayor parte de las cuales padece del mismo síndrome del que intenta diferenciarse: una vocación cosmopolita incapaz de trascender la mirada barrial. De nuevo Carriego y Borges, esta vez como ejemplo inverso de estas pretensiones; Evaristo, el tísico que vivía en los límites (de la vida y del barrio, Honduras y Bulnes), un orgulloso poeta vecinal cuyo fantasma debe resignarse hoy a la desaparición de su casa museo, prolijamente demolida por el amarillismo gobernante; y Georgie que entendió el barrio como un mundo y viceversa.
Difícil la apuesta mundana de Palermo, complicada para nuestra causa; moda, diseño, galerías, restaurantes, excelentes librerías. Ni un solo cine. Quedará para otra vez descubrir el sentido de esta carencia. Ahora, descartado Palermo como posible asiento baficiano, volvamos a Corrientes y a la Recoleta.
Creíamos que el Bafici podía empujar desde el lejano Abasto renovando a Corrientes, soplando sus aires cosmopolitas sobre la Lugones, el Cosmos y las nuevas y fronterizas salas del Centro Cultural San Martín sobre Sarmiento. No fue así, habrá que resignarse, Corrientes continuará languideciendo pero mantendrá sus signos vitales, muchos seguiremos alimentándola con nuestros hábitos ya en desuso: leer en los cafés, caminarla por las tardes esperando un dudoso renacimiento. Mientras tanto nos tocará marchar indefinidamente hacia la hermosa ciudadela afrancesada, que no nos quiere ni nos necesita, en donde nuestro festival se irá tornando ajeno, civilizado e inocuo.
Para eso, para espantar las invasiones bárbaras, como moderna zanja de Alsina, la estatua pituca de Charly Mediteguy fue emplazada en la puerta de La Biela. A los que no pertenecemos nos pusieron un cebo en la vieja Corrientes: los artistas populares. Una idea amarilla, clasista que se quiere aristocrática: los cajetillas a su lugar natural, los cómicos famosos allí donde sean más vistos por nosotros, la chusma que todavía circula por la avenida devaluada.
¿Qué hacer? Me pregunto cómo alguna vez lo hizo Lenin. No, la revolución está descartada; mi radio de acción, mis intereses inmediatos, mi vida madura de impulsos intelectuales se extiende a este Bafici, tal vez a estas estatuas, a la pasiva y resignada constatación de la cercanía de un cambio en la política, en lo social y en lo cultural que no me gusta nada. Otro tanto pasa con la mayor parte de mis amigos y compañeros. No hay revolución cercana, en todo caso no la haremos nosotros.
Se me ocurre una idea alternativa, un acto individualista y bárbaro que una los malestares de quienes nos sentimos igual, que mezcle la paquetería del Bafici con la mersada de las estatuas. Hagamos una intervención urbana; una operación de logística sencilla y cortos desplazamientos, un camioncito y cuatro o cinco muchachos fuertes y viriles como cualquiera de los varones prototípicos de Hacerse la Crítica. Secuestremos dos estatuas y cambiemos sus emplazamientos: Menditeguy a Corrientes y Porcel a La Biela. Ya imagino la cara de desconcierto de los pitucos al ver al Gordo invitándolos a subirse a su sillón de peluquero. Un bárbaro acto de primaria justicia poética, con algo del salvajismo de los primeros surrealistas. Justo lo que pretendemos en Hacerse la crítica: dislocar la mirada común, presentar otro ángulo, estimular toda forma de pensamiento rebelde o creativo. Un desafío para la pobre imaginación de la ola amarilla y su amenaza de un orden que ya conocimos: cada cosa en su lugar, cada uno en su estamento, el próspero tranquilo en su pedestal, el modesto amuchado en lo que queda, uno cada vez más arriba, los otros cada vez más hundidos.
Tal vez parezca loco, demasiada ambición para lo que no es más que una página de cine. Pero para descubrir América, Colón no necesitó más que un huevo.
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Entiendo el contexto o más bien la alusión política del término «afrancesado» en este con-texto. Sólo quiero señalar que usarlo de esa manera, con ese sentido, fue una de las tantas estupideces más de las que suele adolecer la Argentina, donde TODO, absolutamente todo, resulta y es «político». Pero no de la «polis» griega: político de las dos (o tres) veredas (este es un texto barrial aussi, me permito la alusión), político de que no hay nada que no pase por la picadora partidaria y los enfrentamientos y la sospecha devenida paranoia cuando no agresión. Cuando vivía, allá lejos y hace tiempo, en una ciudad llamada Buenos Aires y no CABA, iba al Bafici, participaba bastante en él y conocía a quienes lo dirigían «voire» frecuentaban. Siempré creí que Recoleta (el viejo Village, etimológicamente en francés «pueblo») era un mejor lugar que el Abasto, pero por una simple cuestión de salubridad: odio los shoppings desde que surgieron y toda forma de encierro obligado rodeado de vidrieras y pececitos de colores (perdoname, Coppola, Francis, digo). Amo la naturaleza, aborrezco el cemento: ver un filme en el Recoleta me hubiese permitido ese necesario «salir a la plaza» (Francia, casualmente, a menos que le hayan cambiado el nombre y no lo sepa…), respirar, mirar el cielo (¿hay cielo libre aún en Buenos Aires, o también se ha politizado/partidizado?), respirar entre tres o más películas y muchos más amigos. Jamás se me hubiese ocurrido asociar el cambio a Recoleta con la pertenencia a un selecto grupo de algo: creo que en la Argentina, si alguna vez tal cosa existió, todo ha dejado de ser selecto y el Select no existe más. Estimado Eduardo Rojas, hemos sido amigos o al menos buenos conocidos en una extraña y hoy lejana galaxia llamada «El Amante/Cine»: hace 8 años que me fui de Buenos Aires. Y de esos círculos (o cuadrados), selectos o no, pero a los que añoro mucho, ese mal del emigrante o más bien autoexpatriado. Estimado Rojas, no creo que los barrios puedan por sí solos dividir y oponer a los cinéfilos. Y aún menos los colores (couleurs) de alguna bandería mal denominada «política». Creo que esas divisiones vienen de ustedes mismos, de la gente misma, de ese «todoespolítico» que permite la elaboración de esta clase de hipótesis. Digo, no vivo allá desde fines del 2007 y siempre me ha molestado esa concepción tan argentina, pero no por «afrancesada» (Francia es el país con mayor número de inmigrantes y tensiones de la diferencia, cfr victoria del FN et Le Pen, ver «La cour de Babel» de Julie Bertuccelli): me ha molestado porque los enfrentamientos y todo lo que genere división de la cinefilia me parece estúpido, una pérdida de algo que, de por su esencia, debería ser «solidario» (el cine), amén de a veces solitario. No estoy al tanto de ninguna interna, pero es como si a Henri Langlois lo hubiesen mandado a La Hoguera por mudar la sede de la Cinemateca al Palais de Chaillot, en el prestigioso Trocadéro (bueno, todo terminó con un incendio, pero no fue un «feu intencional», sino el producto de una terrible ola de calor….). Me parece un debate estéril, una división absurda y una categorización un poco deformante. Pero es la primera vez que comento, vivo en un país (Francia) donde nadie entendería «afrancesado» (de hecho tal cosa no existe, salvo en el delirio nacionalista de la familia Lepenista, nada ver con fálico, Marine tiene los ovarios bien y peligrosamente puestos…). Y desde donde no entiendo, y me entristecen profundamente, honte à ma nostalgie, esta clase de divisiones. Me gustaba tanto El Cuartito como La Biela, o más bien La Giralda, pero por las mesas de mármol y la madera, básicamente. Costa-Gavras es presidente en este momento del Festival de Champs-Elysées, «barrio» impersonal y consumista si los hay, lleno de negocios de Audi y Louis Vuitton para japoneses de guita, no para «afrancesados». Si alguien osara tratar al maestro Costa-Gavras de elitista por ello sería el hazmerreír de la prensa francesa. Qué lejana me queda Buenos Aires, «mi» Buenos Aires. Y la de esos tiempos, Bafici o no Bafici. Gracias por el texto, quand-même. Tout ceci est bien triste…
Hola Valeria. Es grato recibir noticias tuyas después de tanto tiempo; no importa que ellas vengan bajo la forma de una catilinaria que apunta hacia mí y algunas de las ideas, personas o ambientes involucradas en mi artículo “¿Qué hacer?…”.
Como tu reflexión prescinde del recurso retórico de la introducción y va directamente al grano, abordando el uso del término “afrancesado” en mi nota, voy de igual forma a las respuestas y reflexiones que tu alegación me genera: mi utilización de esa palabra (“Iremos a la hermosa ciudadela afrancesada”, me cito de memoria) no pretende otra cosa que describir verazmente la belleza de un sector de la ciudad que admiro y disfruto de prestado, pero del que no soy parte por limitaciones económicas antes que nada; por gustos de clase también. No me molesta que me involucres, por apropiación de patrones históricos o por propia papanatería, en esa supuesta estupidez colectiva, lo que no comparto es la descalificación de lo político y su limitación a determinadas prácticas destructoras y paranoicas que según vos serían propias de la Argentina. No encuentro algún argumento que sustente tu afirmación, Valeria, la que creo cercana al discurso antipolítico que hoy hace estragos en nuestro país y en el mundo. Yo todavía sigo creyendo en la política, lo hago sin haber dedicado un solo minuto de mi vida a la militancia, sin tener contactos ni haber obtenido beneficio alguno, ya sea de la política como ejercicio ideal de la polis griega –tan bien que queda siempre citar a esos paganos bárbaros que, en Atenas y solo en Atenas, inventaron un sistema inoxidable aunque limitado a los ciudadanos de la pequeña polis, dejando afuera a los de siempre: pobres, esclavos, gentes con la mala estrella- o de sus sobras culturales, en donde medran muchos de los que implícitamente defendés. Sospecho que dentro y fuera del ágora ateniense, la picadora partidaria y la paranoia no debían ser muy distintas a las de estos groseros arrabales. (Para mayor información preguntar por el ciudadano Sócrates).
La política, la forma específica de entenderla y ejercerla por parte de nuestros gobernantes nacionales, me ha deparado en esta última década satisfacciones y emociones que creía no iba a disfrutar en lo que me queda de vida. Por si hace falta reiterarlo: apoyo y me siento parte de este proceso político, repudio a la estupidez opositora en todas sus variantes, me hago cargo de mi propia estupidez. Soy parcial, soy político, francotirador y practicante de toda incorrección política que beneficie a este status quo. Desde este lugar me banco todas las críticas (y añoro la elegancia del maestro Jauretche que las demolía a zonceras, sin necesidad de estupidizarlas). Ahora que el panorama se ennegrece con una mezcla de la barbarie del privilegio que sangrientamente conocemos desde el principio de nuestra historia, y de estupidez de medio pelo (no, yo no soy de esos estúpidos), siento haberme ganado el derecho a repetir aquella frase de Talleyrand que dio título a una de las primeras películas de Bertolucci (Prima della rivoluzione): “Nadie ha conocido la dulzura de la vida si no ha vivido antes de la revolución”. Me he sentido así todos estos años, exageración mía o valoración certera de lo que ellos significaron para nuestro país. Política, política y más política. Noble, corrupta, municipal, paranoica. Así como no puedo ver un partido de fútbol sin ponerme del lado de uno de los equipos, no podría asentarme en un lugar en el que no participara desde la emoción y aún desde la estupidez.
El Bafici; ya di mis razones por las cuales prefiero al Abasto por sobre la Recoleta o cualquier otra propuesta geográfica o cultural, no volveré sobre lo que ya he dicho. Tus gustos son los tuyos, los míos son los míos. Apenas diré que respeto y hasta quizá envidie tu gusto por la naturaleza y los espacios abiertos. Comparto tu desagrado por los shoppings y la cultura que ellos suponen (una cultura globalizada que descree de la política, por otra parte), pero soy un claustrofóbico que transcurre buena parte de su vida en lugares cerrados y allí encuentra sus escasos momentos de creatividad y reflexión. Me quedo en mi encierro y no podrás hacerme cambiar. Y Al Abasto, repito, lo transformamos nosotros, los cinéfilos le sacamos su carácter de no lugar mientras estuvimos allí.
La cinefilia, como cualquier otra actividad humana tiene su costado político, si no es que está sumergida en ella. Ya que mencionás a Henri Langlois, tal vez no haya sufrido represalias por mudar una de las sede de la Cinemateca, pero es suficientemente conocido el episodio de su expulsión de la misma por parte del rencoroso ministro de cultura de De Gaulle, Monsieur André Malraux post mayo del 68, episodio puramente político que llevó a movilizarse al mismo Francois Truffaut, el bicho más indiferente a la política que produjo la humanidad (cinéfila).
Por otra parte no pretendo generar enfrentamientos y división entre los cinéfilos, no tengo ese poder. Constato en cambio la politización que ejercen otros (y si leés otra vez mi artículo podrás ver que no me opongo a ella), que la transforman en una instrumentación grosera, parte de un plan mayor (y nada hay de paranoia en esta constatación) que utiliza como vector una película torpe, manipuladora, primitiva y defensora de valores políticos y humanos que detesto (hablo de El diálogo, ahora sí la vi). No veo porqué no puedo señalar el uso político del ámbito cinéfilo, ejercitado desde el poder municipal, instrumentado con falta de coraje y abuso del poder circunstancial, y dar mi opinión al respecto.
Celebro que Costa Gavras esté dirigiendo un festival paquete y que la tolerancia que los franceses expresan para sus iguales se lo permita. El país que inventó el fascismo (ver Oeuvres completes de Charles Maurras) dentro del continente que lo viralizó, bien puede permitirse esos lujos mientras promueve a Madame Lepenne a su mísera etapa de gloria.
Yo, aquí, desde mi existente lugar de escritor y crítico apenas conocido, asumo el riesgo de transformarme en hazmerreir de la prensa bien pensante, criolla o francesa, si cuadra. Si tu comentario, que agradezco por la atención que le otorgás a mis opiniones, contribuyera a hundirme en el descrédito dentro del sector político y su apéndice cultural que entiendo reivindicás, sería justo que redoble mi agradecimiento.
Te saludo con afecto verdadero y comparto con vos la nostalgia por aquellos años en que participábamos de lo que fue El Amante.
Eduardo Rojas
Ese Larrabure es el Horst Wiesel de los procesistas: el mártir oficial, el que, en las extraviadas mentes de estas personas (que nunca van a aprender nada: no al menos hasta que la sociedad se los exija, como en los países que dijeron «Nunca Más» en serio) compensa con creces el genocidio. Que alguien tenga la idea de hacer y difundir un documental sobre ese tipo es tan grotesco como escalofriante. En medio de la catarata de espantosas noticias que padecemos a diario, ninguna es tan inquietante como ésta.