Wes AndersonEl cine como una torta glaseada. Pocas cosas tan deliciosas para ver en la pantalla grande como la última película de Wes Anderson, su obra más perfecta. El gran hotel Budapest no sólo es su película mejor trazada, más compleja, con el diseño visual más preciso y algunos de sus personajes más queribles, sino que además desnuda de forma explícita elementos fundamentales del cine de Anderson que hasta ahora habían aparecido de formas más sutiles o maquilladas: fundamentalmente, la cuestión del tiempo como tema y la filiación de su estética con épocas pretéritas. Si hasta ahora parecía que sus obras estaban ancladas en torno a la década del 60 (último puente antes del comienzo de la posmodernidad), El gran hotel Budapest demuestra que las raíces de su cine se hunden mucho más atrás, sobrepasan las décadas hasta alcanzar los siglos, hasta una época pre-cinematográfica.

Algunas consideraciones previas. Arte del siglo XX, pero hijo del siglo XIX, el cine (al igual que el pensamiento sobre él) nació marcado por ciertas ideas y conceptos generales que, si bien se pretendían y pretenden universales, surgieron y están marcados por un determinado contexto socioeconómico y son, sobre todo, históricos. Aunque parezcan evidentes, aunque sean parte del “sentido común”, esas ideas no siempre existieron sino que nacieron como marginales y, para imponerse, tuvieron que dejar de lado tendencias diferentes, otros “sentidos comunes” que hoy pueden parecernos extraños pero que fueron tan naturales como lo son ahora las ideas que nos atraviesan. El cine nació marcado por la idea del realismo. O, tal vez, sería mejor decir que el cine nació acosado por la idea del realismo. Mucho antes de que los intelectuales comenzaran a pensar el cine, el cine se hizo (se fabricó como innovación, se produjo como espectáculo) siguiendo parámetros que hacía tiempo se habían impuesto en la novela, el teatro, la pintura, la escultura, la música (realismo, naturalismo, romanticismo, impresionismo). No se trata -como dirían algunos antes, y muchos después, pero nunca tan bien como lo dijo André Bazin- de que el cine llevara en su propia naturaleza el principio de la “imitación realista” de la vida impreso como marca de nacimiento a través del artefacto que le dio vida -la cámara cinematográfica que “reproduce” de forma “automática” aquello que se pone frente a ella-, sino que, en sus primeros años de vida, junto a los paisajes globales de los Lumiere convivieron las fantasías abstractas de la fábrica Edison y, no mucho después, las películas de Georges Melies (por poner solo algunos ejemplos).

El cine, arte nuevo, abría una plétora de posibilidades: desde la reproducción realista hasta la fantasía más desatada, pasando por los principios del cine de animación y hasta, si quisiéramos, el cine expresionista. Pero una vez que el cine se estabiliza como industria, en Estados Unidos como en todos lados, un elemento se vuelve fundamental en el nuevo arte: lo verosímil. ¿Qué hace que algo sea “verosímil”? ¿Qué significa esa verosimilitud? No es la idea discutir ahora el concepto de lo verosímil, que otros trabajaron más y mejor ya, pero es claro que “lo verosímil” tiene menos que ver con una representación supuestamente realista de la realidad (¿dónde podríamos encontrar eso?) que con un pacto preestablecido entre la industria y su público. Lo verosímil es lo que el espectador espera y acepta ver. Lo verosímil, tan alejado de “la realidad”, es lo que abre la puerta al cinismo posmoderno, esa forma barata de cancherismo que cree, por ejemplo, que es legítimo burlarse de un western porque su héroe mata a los tiros a quince de los malos mientras que él no recibe ni un solo balazo o porque el color de la sangre en las películas de los setenta es artificialmente roja.

Lo verosímil, idea tan escurridiza pero tan fundamental para el cine, es el resabio que el arte burgués del siglo XIX le contagió al arte que estaba naciendo.

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La profundidad de campo. Algunos de los rasgos estilísticos más evidentes del cine de Anderson son la composición geométrica de los planos y, asociada a esta, la utilización de la profundidad de campo. Director de decorados, de espacios (pocas veces el cine construye con tanto cuidado las casas y espacios), Anderson trabaja una y otra vez con planos generales, precisos, que no necesariamente cuentan con varios niveles dentro del plano (una de las características que se asocian tradicionalmente con la profundidad de campo) pero sí con espacios abiertos, con puntos de fuga largos, muchas veces acentuados por la geometría del encuadre.

Dentro de la discusión teórica del cine, la definición de la profundidad de campo y sus sentidos ha quedado para siempre asociada a los textos de André Bazin:

“…la profundidad de campo no es una moda de operador como el uso de filtros, o de un determinado estilo de la iluminación, sino una adquisición capital de la puesta en escena… La profundidad  de campo bien utilizada no es sólo una manera más económica, más simple y más sutil a la vez de hacer resaltar una escena; sino que afecta, junto con las estructuras del lenguaje cinematográfico, a las relaciones intelectuales del espectador con la imagen, y modifica por tanto el sentido del espectáculo.”

Bazin es claro en cuanto a lo que significa esa “modificación del sentido”: “…la profundidad de campo coloca al espectador en una relación con la imagen más próxima de la que tiene con la realidad. Resulta por tanto justo decir que, independientemente del contenido mismo de la imagen, su estructura es más realista… Mientras que en el montaje analítico el espectador tiene que seguir tan solo una dirección, unir la atención a la del director que elige por él lo que hace falta ver, en este otro caso se requiere un mínimo de elección personal. De su atención y de su voluntad depende en parte el hecho de que la imagen tenga un sentido… La profundidad de campo reintroduce la ambigüedad en la estructura de la imagen.”

Desde las palabras fundadoras de Bazin, que hicieron escuela y no sólo dentro de la crítica de cine, son muchos los que se han dedica a refutar, revisar o corregir sus propuestas. En Técnica e ideología, Jean-Louis Comolli dice:

“Pero en esa elección de la profundidad de campo, más determinante que el interés que le concedieron André Bazin o Jean Mitry, es sin duda su definición misma: recordemos que, tanto en fotografía como en cine, es la facultad que permiten ciertos objetivos de focal corta de producir una imagen igualmente nítida de un conjunto de objetos cercanos y lejanos, de los primeros a los últimos planos. No abandonamos, por lo tanto, la problemática antes planteada de la regulación de la cámara por el código de la perspectiva monocular: el espacio representado por el objetivo de profundidad de campo sobre la superficie de la pantalla es, como el construido por la perspectiva artificialis del Quattrocento, un espacio bidimensional donde interviene la ilusión de la tercera dimensión (profundidad) a causa del escalonamiento de los objetos (más pequeños a medida que se los supone más lejanos)… Debido al ojo único y centrador de la cámara, la imagen en profundidad de campo se organiza además según un eje perpendicular a la superficie de la pantalla, tal como el “rayo central” de Alberti que es al mismo tiempo, lo sabemos, la atribución al espectador de un punto de vista, rigurosamente fijo y centro real del espectáculo. De tal modo, en esa imagen se prolongan las leyes del sistema perspectivo (con su “normalidad” y sus censuras, el logocentrismo que él instala), y puede incluso decirse que es el único caso en el cine (o en la fotografía) de esa prolongación…”

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Más adelante, dice también Comolli: “Esa profundidad, en verdad, es la del embuste (la imagen es plana como la pantalla), pero el embuste que nos hace creer en una profundidad de la imagen proyectada –creencia de por sí alimentada por la profundidad de campo que hace que la profundidad o el relieve de la imagen nos resulten en cierto modo tangibles (habría que hablar de la dimensión háptica de la profundidad de campo)- nos lleva simplemente a creer en la situación representada, a creer en el cine. El embuste no es una mala pasada hecha al espectador, es la condición misma y el agente directo de la creencia de este. Positividad del embuste.”

Tanto las intuiciones geniales de Bazin como las críticas que le hace Comolli para corregirlo dan por supuesto que existe una relación directa entre profundidad de campo y realismo. Bazin explica sus motivos. Comolli también. Sin embargo, los argumentos que da Bazin para explicar la naturaleza realista de la profundidad de campo tienen que ver con un tipo específico de puesta en escena dentro de la profundidad (la que trabajaba Welles, por ejemplo) y no necesariamente con la profundidad misma. Ocurre algo parecido con Comolli. El trabajo con la profundidad de campo no implica necesariamente el uso de varios planos.

Bazin ubica la raíz del deseo de realismo en el origen de los tiempos, desde que el hombre es hombre. Comolli, desde una perspectiva de izquierda, la encuentra apenas algunos siglos atrás, en el comienzo de la Modernidad europea. Pero por más tentador que pueda ser trazar una línea desde las momias o, en un plan más realista, desde la camera obscura directamente hasta el cine, la claridad de ese concepto podría estar ocultando otros elementos que se pasan por alto.

La civilidad. Por primera vez en su filmografía, en El gran hotel Budapest Anderson trabaja de forma explícita la cuestión del tiempo, no solo en su linealidad (el paso del tiempo, la finitud) sino también en su estructura más compleja, al tratar la simultaneidad de diferentes tiempos que conviven en un momento dado.

¿En qué momento histórico está ambientada esta película? Los carteles en pantalla mencionan fechas precisas: el relato del flashback transcurre en 1932. Sin embargo, sobre la claridad de esa definición se superponen varias capas que oscurecen el período. Se menciona una guerra. Por un lado, se habla de un país centroeuropeo que ha dejado de existir, una (no) especificación geográfica que parecería remitir al mapa europeo anterior a la Primera Guerra Mundial, ocurrida dos décadas antes de la fecha marcada. Por otro lado, al mostrar a los agresores (alemanes) de esa guerra, también hay claras referencias a la Segunda Guerra Mundial, sobre todo iconográficas con los brazaletes negros y las “ZZ”. En 1932, el nacionalsocialismo estaba a un año de acceder al poder y a 7 años de empezar la guerra. ¿Cuál sería la guerra de 1932? Por otra parte, el comportamiento y los uniformes de los soldados alemanes remiten de nuevo a la Primera Guerra.

GRAND BUDAPEST HOTEL_426.jpgDentro de esa niebla espaciotemporal, el Gran Hotel Budapest se nos presenta (y se define repetidas veces de forma explícita) como un “lugar de otro tiempo”. El Budapest sería el último refugio de “civilidad” dentro de la decadencia general (de rasgos burgueses/militares) en los que ha caído el resto de la humanidad. El trabajo del conserje del Budapest no es tanto administrar un hotel como proveer un refugio fuera del tiempo, un rincón perdido en las montañas al que no llegó la decadencia: un territorio reaccionario y exquisito.

A su vez, hacia el final de la película se nos dice que si bien M. Gustave logró “sostener la ilusión” de otro tiempo de forma admirable, la realidad es que probablemente ese tiempo no fuera el suyo propio, sino uno incluso anterior, un tiempo que ya había dejado de existir cuando él llegó. ¿Cuál es el tiempo de M. Gustave y, con él, del corazón de esta película?

M. Gustave se define con algunos rasgos claros y repetidos: la abundancia de perfume, la recitación en voz alta de poesía, la promiscuidad sexual (siempre cubierta por las buenas formas), el gusto por la pastelería y, sobre todas las cosas, la servicialidad. Todas estas características responden a un mundo anterior a la consagración de la burguesía (con su visión y modos más pragmáticos), a un siglo XVIII todavía acartonado de jerarquías sociales y estéticas refinadas, cuando no directamente al siglo XVII. Gustave es, efectivamente, un emisario de otra época. Como lo fue, por otra parte, Stefan Zweig.

Marionetas. Los modos y valores de M. Gustave no son lo único de El gran hotel Budapest que remiten a siglos pasados. En ninguna de sus películas anteriores Anderson había trabajado (jugado) tanto con la mezcla y unión de diferentes técnicas cinematográficas. Trabajando (jugando) con el recurso del relato dentro del relato dentro del relato, lo que funciona como cuerpo de la película (el flashback dentro del flashback dentro del flashback) se narra utilizando una mezcla de cine de acción en vivo y de animación que saltan muy profusamente de una a la otra sin por eso suponer ningún tipo de ruptura en el relato. En casi todos los planos generales en exteriores (normalmente asociados a la utilización de diversos medios de transporte, como trenes, funiculares y telesféricos) la película pasa a usar un tipo de animación claramente antirealista, que utiliza pinturas como fondo y pequeñas maquetas animadas en stop motion.

La apuesta es todavía mayor: hacia el final de la película, cuando el relato se imbrinca con el cine de acción y aventura, en varios planos generales en exteriores, cuando aparecen personajes circulando por el paisaje, sus figuras se nos muestran apenas como perfiles negros. Ese perfil negro (tan de salón del siglo XVIII) remite directamente a la animación de Lotter Reiniger, un trabajo de animación hecho con perfiles de papel recortados que si bien llegó a plasmarse en cine, es en esencia una forma precinematográfica de animación.

revolori1Este trabajo de figuras de juguete que se mueven sobre fondos de cartón pintado potencia una caracterísitca central de todo el cine de Anderson: el trabajo antinaturalista de la imagen y de los actores. Ningún actor en una película de Wes Anderson (con la posible excepción de Gene Hackman en Los excéntricos Tenembaum) recita nunca sus palabras de un modo natural o intentando expresar de forma evidente una emoción o reacción realista. El trabajo sobre los narradores, la división en capítulos, la geometría de los encuadres, los paneos milimétricos y la recitación distanciada le dieron siempre a su cine un “aire literario”, pero hasta ahora nunca había tenido un aire tan claro de juguetes en una casa de muñecas. El arte de Anderson no es tanto autoconsciente como es antinaturalista.

Otros modos. El problema de trazar, como hace Comolli, una línea del Renacimiento al siglo XIX es que se está pasando por alto tres siglos de historia. Si el Renacimiento vuelve a plantear el problema del realismo en el arte y el siglo XIX, siglo burgués, parece también obsesionado por el realismo (aunque, claramente, de un cuño diferente), en el medio quedan el Barroco y la Ilustración, épocas claramente marcadas por el logocentrismo (como indica Comolli) pero no por eso avocadas a la búsqueda de “realidad” en el arte. Los siglos XVII y XVIII son siglos marcados por la monarquía centralista, por una aristrocracia cada vez económicamente menos relevante pero socialmente más refinada. No son en vano las referencias constantes de Anderson al perfume y la pastelería. Estos siglos decadentes y obsesionados por la formas produjeron un arte fuertemente antirrealista, marcado a la vez por los excesos y por la pureza de las formas (la ópera, el clasicismo). Si el siglo XX (siglo del cine) inventó la modernidad al creer descubrir el distanciamiento, no hacía más que rechazar ideas que habían surgido como rechazo de ideas anteriores. En arte, el realismo no es un destino, sino apenas una de las muchas opciones posibles.

El gran hotel Budapest vuelve a presentarnos los meticulosos, abundantes y fundamentales planos generales en los que Anderson trabaja con una gran profundidad de campo. Sin embargo, a diferencia de lo que describe Bazin (lo que hacían Welles y Renoir), Anderson no utiliza la profundidad para trabajar con varios planos o para acentuar la “ilusión de realidad”. Por el contrario, sus planos con profundidad suelen estar vacíos o semi vacíos: nada interrumpe nuestra vista hasta llegar a un lejano objeto que se mueve por el fondo. Esa profundidad vacía se combina, además, con la disposición geométrica del plano (recurso que no suelen utilizar los directores que utilizan la profundidad, quienes prefieren encuadres más dinámicos, justamente para romper con la sensación de artificialidad que puede producir una profundidad “pura”). Y, además, en El gran hotel Budapest se suma otro elemento siempre presente en su cine pero nunca de formas tan evidentes: la utilización del decorado.

Al sumar todos estos elementos (los planos vacíos, la disposición geométrica y la utilización de colores planos y saturados), el resultado del trabajo que realiza Anderson sobre la profundidad de campo es diametralmente opuesto a la “estructura más realista” que pretendía encontrar Bazin en ella.

wes18f-5-webAristocracias nuevas y viejas. Si hasta ahora podía calificarse a Anderson de snob del cine, con El gran hotel Budapest parecen abrirse las puertas a calificativos más fuertes: de elitista a reaccionario, aquellos que no cayeron bajo los encantos de su cine no necesitan pensar demasiado para descalificarlo. Si hasta ahora su cine parecía defender a nerds y chicos bien melancólicos y sensibles, su última película casi parece pedir a gritos (gritos apagados, melancólicos) el regreso de las buenas viejas épocas de aristrocracia y belleza extrema para unos pocos. Paradójico que lo haga en el último arte popular que nos queda.

Y por si esta melancolía reaccionaria no fuera suficiente para tirarle piedras, también podría argumentarse que detrás de esa bella imagen atemporal de servidumbre voluntaria y merengues coloreados no se esconde otra cosa que una máscara embellecida de aquellos que todavía hoy viven una vida de privilegios en un sistema que se construye sobre el sufrimiento de casi todos. Al bañarlos (y legitimarlos) con el perfume de otras épocas, Anderson no haría otra cosa que justificar la indolencia de aquellos que prefieren perderse en fantasías deliciosas antes que reconocer la realidad del mundo en el que viven.

Sin embargo, también podríamos considerar su cine desde otra perspectiva. Es claro que la añoranza por un mundo que murió hace tres siglos puede resultar más o menos atractiva estéticamente, pero no podría ser nunca un plan social serio. Más preocupante sería la segunda opción: que la aristocracia del pasado sirva como pantalla para la del presente o, por lo menos, para aquella porción de esa nueva aristocracia que no gusta de regodearse con los excesos del capitalismo y sí con la legitimación de la historia. Una aristocracia más refinada, más europea. Pero el cine, arte todavía masivo, escapa y excede una determinada clase social. El cine de Anderson se ve en todo el mundo (llegó a estrenarse en Buenos Aires en unas cuantas salas) y gana adhesión en diferentes personas. Podría argumentarse la mala conscienca de la pequeña burguesía, pero también podría argumentarse una idea mucho más interesante.

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En un mundo ya definitivamente dominado por el capitalismo, el espectáculo (como dice Comolli) está en camino de devorarlo todo. Las pantallas se multiplican pero las miradas se van volviendo progresivamente más uniformes. El mundo va quedando eclipsado por el espectáculo y el espectáculo responde a parámetros cada vez más iguales (codificados en principio por la televisión, aunque ahora la exceda). En ese contexto, la presencia de una figura como Anderson funciona necesariamente como un elemento rupturista. Más allá del contenido discutiblemente reaccionario de sus personajes, su cine ofrece una perspectiva diferente, no solo una mirada individual (¿qué sería eso?) sino radicalmente otra en términos de los modos de narrar y representar. Su cine inventa formas no a partir de la originalidad del individuo (ese mito capitalista) sino, por el contrario, al trabajar desde la consciencia histórica del acervo del arte. El capitalismo/espectáculo no solo se expande geográficamente, sino que al crecer como modo único de representación postula también la anulación de la historia: no porque niegue el devenir histórico sino porque niega implícitamente otras formas de representación, que implican necesariamente otras concepciones generales, otros contextos, otras formas de vida y sistemas de producción. Al señalar hacia atrás en las formas mismas de representación, el gesto de Anderson vuelve a reinscribir la “representación realista” del cine en un contexto histórico. La forma de filmar/narrar que todavía nos determina (la de la verosimilitud) no existió siempre, tuvo un comienzo y es, por tanto, histórica.

Al trabajar desde una perspectiva diferente, no muestra únicamente una forma diferente de filmar, sino que vuelve a abrir el abanico de posibilidades, que no incluye únicamente las formas “originales” que constantemente inventa el cine posmoderno, sino también las múltiples formas que quedaron en el pasado pero todavía son una opción presente.

Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre El gran hotel Budapest.