legend20151. La película de Brian Helgeland toma a unos célebres gangsters ingleses de los 60 cuyas andanzas ya fueran filmadas en 1990 por Peter Medak (The Changelling, Romeo is Bleeding) y en vez de hacer con ellos una película de gangsters filma una fábula moral como el Jekyll y Hyde de Stevenson, que ya no parece un relato fantástico. El orden de las apariencias sí es el de una película de gangsters, así que la amistad viril, el despliegue de fuerza machista, la familia, el crimen organizado bajo códigos tácitos como reflejo invertido del orden legal están ahí (como en el simulacro de juicio con torturas llevado a cabo por una banda rival en la que uno de los involucrados lleva puesta la típica peluca de los jueces en la cabeza), pero el título mismo nos indica que hay que verla como un relato mitológico en el que la unidad –la inocencia- original perdida, la locura como posibilidad doméstica, social, cotidiana y, sobre todo, el placer de ser transportado por un relato bien contado son lo que importa.

Los temas de las película son relevantes porque el cine narrativo –el arte de la continuidad, que es el arte de las elipsis- lo es para ella por sobre todas las cosas y porque lo que su director viene escribiendo desde principios de los ‘90 suele girar alrededor de esos leitmotiv obsesivos que también han sido, por ejemplo, los de Mel Gibson, productor y protagonista de la opera prima de Helgeland, tanto como los de Clint Eastwood, para quien escribió Río místico y Deuda de sangre. Después que Gibson lo despidiera antes de terminar Revancha (Payback), remake de A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967), Helgeland filmó un hermoso cuento de hadas medieval pop, Corazón de caballero, una fantasía católica que mixturaba terror y comedia cuyo título de estreno por estos lares (Devorador de pecados) mejoraba el original (The Order), y una película más sobre un beisbolista negro que fue el primero en conseguir algo que ahora no recuerdo qué fue (42), premisa que suena a operación de ablandamiento como las que ya hemos visto en Eastwood y parece que pronto veremos en Gibson, quien está filmando una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial cuyo protagonista es ¡un objetor de conciencia! Pero también escribió Hombre en llamas y Pelhalm 1, 2, 3 para Tony Scott y lucimiento de Washington, Denzel. La primera es una de las mejores películas reaccionarias de los ’90 y la segunda, una de las más lindas remakes de este siglo. Los antecedentes indican que el tipo ha sabido poner el ojo en el mejor cine de género de fines de los ‘60 y principios de los ‘70.

2. Solemos creer que French Can Can, de Jean Renoir, es la historia del Moulin Rouge, pero no es precisamente eso sino muchas otras cosas, entre ellas un tratado sobre la realeza no sanguínea. Uno de los continuos personajes secundarios que circulan en la película como miembros de una troupe con lugar para que todos hagan su número bajo la dirección de un hombre orquesta es un príncipe heredero oriental que viajó a Francia a divertirse un poco antes de transformarse en el Rey de un reino que no le interesa ni sabe manejar porque la vocación política no siempre se hereda. Es ingenuo y melancólico porque Renoir trataba con amabilidad todo lo que filmaba, al menos en esa fábula que marcó su regreso al país natal y último triunfo comercial (en los 30 andaba con el Frente Popular y no era contemplativo con los Batala de este mundo), pero al ver a ese personaje uno también puede pensar en los Alvear y Anchorena que se iban a tirar manteca al techo a Europa con la vaca (atada) del país a bordo del transatlántico. Entre ese personaje algo secundario y el de Jean Gabin no parece haber ninguna coincidencia, pero en una escena breve, nocturna y graciosamente anecdótica este último se encuentra con una ex bailarina que sobrevive ofreciendo flores en la calle y lo despide, luego de haberle vendido algunas, diciéndo “Adiós, Príncipe”. Gabin no tiene sangre real, viene del pueblo pero es el verdadero Príncipe de la película, artista, seductor, alma mater –más que pater familiae– que concibe y da a luz el Moulin Rouge en su cama, trono desde el que gobierna el mundo del espectáculo –el de los sueños- instantes después de que le remataran todos los muebles de su casa menos ese.

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No creo que haya sido la primera vez que el cine llamó Príncipe a Jean Gabin. French Can Can es de 1954 y para entonces llevaba veinticinco años filmando, entre otras cosas, unos cuantos policiales. Ese género de películas cuyo origen se remonta al realismo poético francés e incluso a los seriales mudos de Feuillade contribuyeron a parir el noir en los EE.UU. de los ‘40, fueron bautizados como polar (contracción de roman policier, novela policial) en la segunda posguerra y más de una vez encumbraron a sus antihéroes –gangsters, fiolos, “apaches”- dándoles títulos nobiliarios sin ningún respaldo legal pero con el simbólico de sus pares del hampa primero, ganado a pura autoridad real, y del cine y la literatura después, que les dio la inmortalidad de los mitos, el del criminal como metáfora del artista entre otros. En un inclasificable película de 1968 que se llama La Scomoune, versión corregida de Un tal La Rocca, el autor de la novela original propuso a Jean-Paul Belmondo como sucesor de Gabin. Es menos una película de acción que un melodrama sobre la amistad de tres hombres a través del tiempo, que sólo parece correr para la Mujer (Claudia Cardinale), y un relato de ficción lleno de gestos, datos y detalles fidedignos sobre la vida de unos delincuentes filmada por otro (Jose Giovanni) que no se priva de opinar a pura acción dramática y visual sobre la historia de Francia entre las décadas del ‘20 y ‘60. En la última escena de la película es un organillero en vez de una florista quien reconoce la aristocracia de Belmondo mientras el Príncipe sube la pintoresca escalera parisina al cielo de los patoteros sentimentales que Gabin bajaba en la de Renoir.

3. Las virtudes de Leyenda son muchas y variadas, empezando por una de índole narrativa: quien nos cuenta este cuento de machos es una mujer y ese no es un detalle menor, no sólo por el sexo sino también por el estatuto del relator. Como en grandes películas de Billy Wilder o Joseph L. Mankiewicz, el narrador en off parece saberlo todo pero su condición de personaje lo pone en duda, así como también el lugar imposible desde el que puede llegar a contar la historia, tan fantástico que exige de nosotros la creencia, eso que para Helgeland es la única verdad. “Créanme cuando les digo que hizo falta mucho amor para odiarlo como lo hago”, empieza diciéndonos mientras presenta a dos personajes distintos encarnados por el mismo actor. El plano nos pone frente a ellos dentro de una limousine que atraviesa unos exteriores tan falsos como el viejo backprojecting, ahora dibujados o falseados en la computadora. Tom Hardy hace de los gemelos Kray y su actuación es pura diversión (“divergencia”) expresionista. Aquí no hay nada de naturalismo, o apenas el necesario para capturar a los incrédulos, porque el terreno de Helgeland es el de los mitos, si no el de la fe. La iglesia preside el plano de la calle del barrio en que viven.

vlcsnap-2016-01-21-04h05m08s90La Londres de los 60 es un escenario subordinado al teatro melodramático de esa hermandad tierna y monstruosa, bella y bestial, que incluye varias escenas antológicas no inmediatamente espectaculares: el plano secuencia invisible de la primera cita amorosa, el uso jerárquico del espacio en la presentación de la novia delante de su propia casa tanto como delante de la casa rodante del gemelo esquizofrénico, la transacción con los mafiosos italianos de Nueva York (liderados por Chazz Palminteri, quien integra junto a David Thewlis, Paul Bettany y Christopher Ecclestone un banco suplente de lujo a la altura del mejor cine clásico industrial de la primera mitad del siglo pasado) en las que las diferencias nacionales y sexuales se baten a duelo verbal mínimo pero intensamente visual, la conmovedora escena de pelea fraterna en el club en la que lo humorístico (Helgeland aprovecha la fabulosa tradición de los dúos típica de la comedia y nos pregunta quién es realmente quien recibe las cachetadas) le allana el camino al desamparo, o el pudor de la cámara ante la peor agresión de la película, esa que destrona al agresor de la realeza simbólica a la que aspiraba pertenecer e invierte las valencias del doble.

Aquí pueden leer un texto de Julián Mocoroa sobre esta película.

Leyenda (Reino Unido / Francia, 2015), de Brian Helgeland, c/  Tom Hardy, Emily Browning, Paul Bettany, Taron Egerton, Christopher Eccleston, David Thewlis, Chazz Palminteri, 132’.

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