La presunción es que Papelito quiere contar una historia.

La historia de un hombre que en algún momento de su vida construyó un circo porque era lo único que le interesaba hacer. El hombre que cambió su guitarra por metros de arpillera que le alcanzaron para armar una carpa y montar un show circense en el que al comienzo estaba solo en la escena.

Una historia que atraviesa décadas y que arrastra a una familia entera –el hombre, su esposa, sus hijos- por los caminos de la provincia de Buenos Aires, yendo de pueblo en pueblo con las casillas y las camionetas y los caños y las lonas.

Las imágenes de esa historia son apenas un puñado de fotos que atesoran algunos viejos compañeros de ruta circense que aprendieron de ese hombre el oficio. Y el recuerdo de los protagonistas de esos viajes que “obligan” al espectador a recuperar esas imágenes perdidas en el tiempo por sus propias experiencias.

De hecho, Papelito, el protagonista de la historia, solo comienza a contar desde su perspectiva cuando el relato ha avanzado un trecho importante. Hasta allí, solo lo vemos manejando, recorriendo caminos, como si el pasado que le reclama el documental no importara como el presente en el que sigue moviéndose.

Esas imágenes del hombre que sigue saliendo a la ruta, al comienzo no tienen una motivación específica, pero volverán a replantearse cuando el documental esté llegando a su curva final. En ese punto se entiende la imposibilidad del personaje para permanecer en un lugar: una continuidad inevitable entre la inquietud personal y la vida de circo. Pero por sobre todo, resuelve el recorrido documental como una circularidad. Papelito vuelve a ser, décadas más tarde, como aquel que comenzó a salir a la ruta con la carpa de arpillera, la guitarra, el muñeco para la ventriloquía y poco más que eso. Cuando tuvo que cerrar definitivamente su circo por las nuevas regulaciones que ya no le permitían salir a recorrer los caminos, volvió a ese vagabundeo individual que lo marcó en los comienzos.

Pero también ese regreso a los orígenes es la confirmación de una idea que subyace más que a la identificación del circo original. La noción de “circo pobre” que se repite a lo largo del relato en boca de Papelito encuentra su formulación acabada no en el registro de ese momento que alternaban glorias y miserias económicas de acuerdo a las estaciones del año, sino en la coherencia en que esa “pobreza” funciona como marca estructural. No importan las luces ni los lujos, ni los grandes espacios ni los transportes nuevos: lo que importa es salir a hacer la función y respetar esa máxima del personaje que sale de boca de quienes lo conocen: “Hacer reir a la gente es lo único que importa”.

En otra perspectiva, Papelito convierte esa aventura biográfica en el intento de recuperar un tiempo que se ha ido y que no volverá. Lo hace sin melancolía, recuperando en el presente los elementos residuales de ese tiempo pasado, en el personaje y en sus hijos varones que continúan en parte el legado. Si lo que queda en claro es que el tiempo ha hecho que nada pueda volver a ser lo que fue, la repetición de elementos entre una historia y la otra ofrece una idea de continuidad. ¿Acaso los recuerdos de los viajes interminables por los desperfectos en las camionetas no se continúan en los problemas que el hijo de Papelito tiene con su viejísimo Renault 4? ¿Y no es una manifestación de esa “pobreza” que ese mismo hijo se cambie y se pinte dentro del mismo destartalado auto antes de sus funciones?.

Pero más que una radiografía de la pobreza como forma de encarar un proyecto –en parte producto de una elección, en parte como sutil imposición del contexto-, lo que revela Papelito es la posibilidad del hacer, incluso partiendo de elementos de segunda mano, que no serían los apropiados. Autos que nunca funcionan bien; casillas hechas por el propio Papelito; carpas por donde se filtra el agua cuando llueve; disfraces y vestuarios hechos a mano por él mismo; circos en los que la gente debía llevarse su propia silla; malvender los vehículos comprados unos meses antes para subsistir en el invierno; pintarse la cara usando como espejo el retrovisor arrancado de un auto. Todos esos elementos son los que construyen la idea de “circo pobre”: elementos de contexto que funcionan como marco alrededor del hecho artístico que el documental insiste en escamotear de la mirada del espectador hasta el tramo final, hasta esa escena en que vemos a Papelito saliendo a actuar en el circo Estrellas de Colombia al que fue invitado.

Si ese tramo final sirve para recuperar esas imágenes que hasta ese momento permanecieron en fuera de campo visual –las actuaciones actuales de Papelito, pero también las filmaciones en video que recuperan el movimiento familiar, las funciones del circo original en la década del 90- para que el espectador ahora pueda contrastarlas con la idea que se formó de ellas, también es un cierre para una decisión que el documental toma y que parece quedar en un segundo plano y que es, sin embargo, su mayor hallazgo. A lo largo de poco más de hora y media, el documental no filma la historia de una forma de hacer circo y dedicar una vida a él desde un afuera que implique un distanciamiento del hecho narrado. Encuentra una forma de formular esa narración que coincide con la historia del personaje. Registra los espacios como al descuido, pero dejando en claro que la prolijidad, lo nuevo, lo que se presenta de manera inmaculada no tienen lugar. Lo que hay es esa rusticidad construida sobre calles de tierra, autos abandonados, casas emparchadas pero sin rejas y terrenos en donde se acumulan objetos que nadie sabe si cumplen una función. En esas paredes despintadas –que forman parte incluso del desfile de trajes de uno de los hijos-, en los muebles atiborrados, en las mesas viejas, en los baldíos de pastos largos está el territorio de Papelito.

Es entonces que el documental no es solo una biografía sino la construcción de una geografía, hecha de espacios y nombres que para la centralidad capitalina pueden parecer bastardos. Lo que se dice en el documental no alude al fulgor ni a las luces brillantes. No es el Circo Tihany o el Rodas. Es el Circo Papelito o el Estrellas de Colombia. No es Buenos Aires. Lo que se dice es Junín, Tapalqué, Bragado, Norberto de la Riestra, Rafael Obligado. Es la panadería de un barrio. Una estación de servicio reconvertida. Un parador en la ruta que es un viejo ómnibus recuperado. Un club llamado Crisol. Una plaza sin nombre. El silencio de las calles de cualquiera de esos pueblos que solo rompe el auto desvencijado, los parlantes arriba del techo y la voz de Papelito saliendo de ellos e invitando una y otra vez a renovar el ritual de la función.

Puntaje: 6.5/10

Papelito (Argentina, 2019). Dirección: Sebastián Giovenale. Guion: Sebastián Giovenale. Fotografía: Lucas Bibel. Protagonistas: Carlos «Papelito» Brighenti y José «Josele» Gómez. Duración: 97 minutos.

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