No sé si las imágenes de La orilla que se abisma partían desde o iban hacia la poesía de Juan L. Ortiz. El agua, como la poesía, no tiene ni pies ni cabeza, y acaso tampoco tenga corazón. Nunca se sabe dónde empieza y cuándo termina. Discurrir le da forma a su ocurrencia. Nadie habla del poeta entrerriano en la película de Fontán. Ninguna voz en off lo menta o se apropia verbalmente de su poesía. Mientras las variedades de verde desentumecen el ojo, toda el agua lo dice. La de arriba cayendo llamada lluvia, y la de abajo que sube por el cauce del río desbordándolo. Aguas verticales, y aguas que se van en horizontes. Las imágenes se sobreimprimen a otras del pasado, granuladas filmaciones de hace casi 35 años cuya porosidad se funde con la del agua viva entrerriana y con la textura líquida de la pantalla. La imagen cinematográfica incrimina a la poesía, se encadena a ella con paciencia puntillista.

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