Y, sí, parece que finalmente hemos regresado a Oz. De todos los lugares creados por la magia del cine y la literatura, Oz ha sido -desde su nacimiento- una apetitosa tentación. Primero fue la gran apuesta de la Metro Goldwyn Mayer en los albores de la Segunda GuerraMundial para vestir a un país sumido en las grises tinieblas del enfrentamiento bélico, con un estallido de technicolornunca antes visto en la pantalla grande. Sin el éxito esperado en el momento de su estreno, El mago de Oz se convirtió -más tarde- en un clásico de culto para la generación de la televisión, que no podía ver el rojo de los zapatos de Dorothy ni los recovecos del camino de ladrillos amarillos, pero que sí se lo apropió en las infinitas citas que pueblan la cultura popular americana desde la música pop y el cine de terror hasta Los Simpson. También llegaron musicales a Broadway como Wicked, parodias televisivas como la de Los Muppets, y hasta el engendro ochentoso de Michael Jackson y Diana Ross, The Wiz, tan odiado por los cultores acérrimos del original. Lo cierto es que el mundo creado en 1900 por L. Frank Baum ha dado, y sigue dando, mucha tela para cortar.

Ya otros lugares imaginarios han llevado auxilio al desierto de ideas en el que parece sumido Hollywood últimamente, alimentado por esa fanfarria digital de pantallas verdes y fondos dibujados que intenta reemplazar la imaginación con excentricidades opulentas. Un caso ejemplar fue la versión plástica y desangelada de Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, que parece haber contagiado de superficialidad a la nueva película de Sam Raimi producida por los estudios Disney. Echando mano a los peores estereotipos de la franquicia que hoy parece dispuesta a apropiarse de todas las sagas de aventuras y fantasía que han encantado a espectadores por décadas –Disney ya prepara la próxima Star Wars tras haberla comprado por una millonada al ocioso George Lucas- Oz, el poderoso presenta un repertorio de brujas sumisas, histéricas y vengativas en disputa encarnizada por la llegada de un falso profeta charlatán y mujeriego por el que ningún reino daría ni un hilo de sus oropeles. Salvo algunos golpes de efecto, nada queda del cine de Raimi que había deslumbrado en The Evil Dead o, incluso, en Arrástrame al infierno.

La precuela en 3D de la película de Víctor Fleming es la historia de Oscar, el “hombre detrás de la cortina”, el mismo que animaba el simulacro de liderazgo en la Ciudad Esmeraldade 1939 con trucos de circo y un carisma a prueba de balas. Ese viejo granuja que no tenía aspiración alguna de redención- se nos revela en la fábula digital del director de las primeras tres Spider-Man como un joven mago, chanta y embustero (una de las interpretaciones más desatinadas que ha dado James Franco), en busca de grandeza y vida fácil, que luego de su periplo detrás del arco iris se convierte en un enamorado oportunista pero de buen corazón. Su viaje en globo aerostático a través del ojo del huracán –el mismo que transportó la casa de Judy Garland en un divertido trip de alucinaciones psicodélicas- lo deposita en una Oz, tierra de los Munchkins y las brujas de los puntos cardinales, más parecida a la Pandorade la Avatarde James Cameron –como señala Scott Fundas en Village Voice– que a la pesadilla de Baum.

Un inicio en blanco y negro, los créditos anacrónicos, la amarga desazón del fracaso de la magia berreta de Oscar prometía un Oz de riesgos verdaderos y desafíos autoimpuestos. Porque de eso se trataba El mago de Oz: de cómo los sueños infantiles, de magia y colores, podían transformarse en la peor de las pesadillas. De cómo, aún en ese mundo de monos voladores y bosques encantados, Dorothy descubría el valor del compañerismo y la solidaridad en las condiciones más hostiles. Sus dolores y sus amores eran tan genuinos como el peligro al que se enfrentaba en cada desafío, resolviéndolos con el ingenio humano que no precisa artilugios informáticos. Si, como escribía Balzac en La mujer de treinta años, el amor toma el color de cada siglo, el verde sigue siendo patrimonio exclusivo del siglo XX y de esa única excursión a Oz que vale la pena vivir cada vez que nos sentimos solos.

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