En una de sus películas, Takeshi Kitano ya había jugado a ser pintor. Más allá de los datos biográficos, no deja de ser significativo que con esas tres películas de la disolución (Takeshi’s, Glory to the filmmaker! y Aquiles y la tortuga) Kitano haya invocado la idea de desarmar el cine y volver a la pintura, un arte no lineal, espacial.

Las Outrage son algo así como el regreso de Kitano al cauce de la narración: después de una carrera genial, después de bordear los límites del cine como narración y de caer casi en el vacío con su trilogía ya mencionada, Kitano decide volver a su primer cine, a un cine de larga raíz industrial, al cine que “se le da bien” (como dice el narrador en Glory to the filmmaker!): el cine de yakuzas.

Pero esa vuelta es un engaño. Las Outrage tienen todos los elementos externos que permiten clasificarlas dentro de la forma canónica del género, pero algo cambió, no hay vuelta atrás. Violento Cop ya está lejos, no podemos volver a esa opera prima. Atrás, muy atrás, quedaron las obras maestras de humor, humanismo y formalismo como Flores de fuego, El verano de Kikujiro o Escenas frente al mar. Kitano ya no es ese viejo pícaro (siempre tatuado) que no podemos evitar querer. Beat Takeshi se ha dado un baño de nihilismo irredimible. No hay ternura posible en el mundo de las Outrage, no hay alegría o diversión formal. Casi no hay desviaciones (como pasaba, por ejemplo, con los yakuzas suicidas de Sonatine). Las Outrage son tan cine de yakuzas, tan una vuelta dura el género más frío, que se pasan para el otro lado y rozan la nada, pero esta vez desde el centro mismo de la narración: el género más género, la narración más dura e industrial con las tuercas tan apretadas que se vuelve una barra de hierro, una cosa fría que ya no esconde nada.

Un recurrencia es particularmente reveladora en Outrage Beyond: en las escenas en las que los jefes de las familias de yakuzas en pugna se presentan en distintas oficinas, éstas están decoradas del mismo –exacto- color que la ropa que traen puesta. Ocurre con las dos familias que, eventualmente, se destriparán sin misericordia: ya sea en tono azul profundo o en un marrón más bien oscuro, las escenas en las que los jefes se dirigen a sus subordinados desde la cabecera de una mesa o desde atrás de un escritorio tienen siempre el mismo efecto: la figura se confunde en el fondo. La estructura se diluye en la arquitectura. Las líneas se disuelven y se incorporan en un dibujo tan perfecto, tan intrincado, pero tan impecable al mismo tiempo, que el resultado no es más que forma pura.

Kitano había jugado ya a ser pintor, pero apenas como personaje. Ahora, ya de vuelta de todo el cine, Takeshi Kitano se pone realmente en el oficio del pintor y se dedica a crear imágenes con la cámara: imágenes perfectas, simétricas, geométricas, plenas de colores saturados, regidas por la lógica del color, siempre siguiendo una rigurosa lógica de relato de yakuzas (no hay una sola pieza de más o de menos en esta historia de traiciones y recontratraiciones).

El relato nunca deja de importar, pero la forma, el encuadre, termina por absorberlo todo. El relato de yakuzas se vuelve así abstracto, se identifica con un sistema que termina por englobarlo todo: es casi ridícula la forma explícita en la que la policía se relaciona con los yakuzas con la mayor cordialidad, mientras éstos, a su vez, se funden con la política. Policía, crimen organizado, política, todo sigue la misma lógica, responde a los mismos mandatos, actúan unos sobre otros como piezas de un mismo engranaje que termina por consumirlo todo. No hay escape posible del mundo de lógica empresarial corrupta que carcome todo y ya no respeta nada.
Si en el medio de este hormiguero infinito de jefes y subalternos el personaje interpretado por Beat Takeshi logra destacarse sobre el fondo, es porque es el único en toda la película (en todo el universo) que todavía sigue una lógica ajena al sistema capitalista. La suya es la rigurosa, la tradicional forma de actuar de los yakuza: la de la lealtad, la del honor, la de los códigos ancestrales (casi como una continuación del código samurai) fríos, horrorosos, pero por lo menos diferentes al imperativo del éxito, la ganancia y la plusvalía. Beat Takeshi, el extranjero en las nuevas familias yakuza (aquellas que se comportan como corporaciones, que ya solo saben obedecer a la ganancia y por eso pueden penetrar tan bien en el mundo de la política y en el universo completo que las rodea), es el que entra en el juego de ajedrez entre fuerzas en pugna para cortar todos los hilos con su acción sanguinaria pero honorable, brutal pero coherente. Beat Takeshi, el yakuza honesto por cuanto es simplemente un yakuza, es el que lo sacude todo, cobra su venganza y finalmente escapa, porque ya nada puede hacer, porque no tiene lugar en este nuevo mundo de yakuzas capitalistas, en este nuevo Japón que prostituye hasta su tradición más sagrada por la simple e irreflexiva búsqueda de la ganancia mayor.
Solo Beat Takeshi logra destacarse como figura dentro de este entretejido de familias y traiciones que no son más que rincones, que líneas de un trazado abstracto en el que se ha convertido el cine de Takeshi Kitano. Alguna vez Takeshi Kitano había jugado con la idea de ser un pintor, pero en Outrage Beyond se ha convertido exactamente en eso. Solo que a la pintura a la que se terminó dedicando, se desliza cada vez más hacia las formas abstractas, puras y duras, las únicas que parecen quedarle a un director cada vez más desilusionado.
Outrage Beyond (Autoreiji: Biyondo, Japón, 2012), de Takeshi Kitano, c/Takeshi Kitano, Ryo Kase, Toshiyuki Nishida, Shun Sugata, Machiko Ono, Tomokazu Miura, 112′.

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