«And I heard as it were the noise of thunder
One of the four beasts saying ‘Come and see’. And I saw, and behold a white horse»
. The man comes around. Johnny Cash.

Los hombres crearon cosmogonías y escriben escatologías -doctrinas filosóficas que se ocupan del destino final de la humanidad y el universo-. La literatura y las religiones, que según Borges son una rama de la literatura fantástica, han elaborado historias donde el poder creador de los hombres osa desafiar a los dioses que ellos mismos crearon. Desde aquel rabino en Praga que construyó al Golem, hasta el Moderno Prometeo, ambos constructores de vida humana. En la mayoría de los relatos, el ser creado se revela ante el amo y se vuelve incontrolable. El desafío a los dioses tiene un precio.  Es aquella misma historia que nos viene obsesionando, la misma mitología del poder desafiando a Dios o a la naturaleza; hombres luchando por el control, del agua, del fuego, de otros hombres, del origen y del fin.  Es allí donde se ubica Oppenheimer.

Elige tu propio Oppenheimer. Christopher Nolan no pretende un alegato pacifista, para aquellos que demandan un enfoque crítico sobre el llamado “padre de la bomba atómica”. Oppenheimer no es Hiroshima mon amour, no busca analizar los alcances del poder nuclear ni las secuelas que aún persisten en el desierto de Nuevo México, como muchos le objetan. No. Eso ya lo sabemos. Oppenheimer es otra cosa. Teniendo en cuenta la historia posterior, pretende -sin ser pretenciosa ni discursiva- abarcarla desde diferentes enfoques. Podemos transitarla como una película de espionaje ambientada en la guerra fría –con el Leviatán erigiendo sus fauces, en días en que el fantasma del comunismo era mucho más peligroso que el fantasma atómico-, o como una película histórica con notas de biopic, o como una de suspense y juicios, o como una película introspectiva e intimista, filosófica, donde podemos sospechar la presencia de Schopenhauer, Camus, Nietzsche o Arendt. Una película mitológica, una tragedia shakesperiana, un drama existencial. Oppenheimer abre el juego, y el fuego.

Orson Welles dijo una alguna vez que Otelo no se basaba en los celos desmedidos del moro, sino que el tema central, la verdadera tragedia, residía en que exista gente como Yago. Nolan retoma la figura de Robert Oppenheimer como excusa para enfocarse en el verdadero drama, mucho mayor que el desarrollo de la bomba atómica: la lucha del ego. El ego como protagonista, en la política, en el amor, en la comunidad científica, en la contienda entre él y Lewis Strauss, Edward  Teller, o Harry Truman. El poder creador/destructor del ego como móvil de toda praxis. Es la cámara siguiendo  de espaldas -como a un rockstar- a Robert Downey Jr. hasta el salón de un supuesto restaurante, donde, en una mesa redonda bajo la luz de una gran cúpula -que nos remite al concilio de los caporegimes en El Padrino III previo al atentado-, vemos a un grupo de caballeros jugando a definir poderes, midiéndose, odiando, sospechando intrigas y recelos que nos llevarán a la frase final de Einstein que lo resuelve todo: “no lo harán por ti… lo harán por ellos”.

¿A qué Robert Oppenheimer se narra? ¿Al joven físico teórico apasionado por la recientemente descubierta física cuántica, al obsesionado en descubrir la fusión nuclear, las estrellas de neutrones, los agujeros negros y los rayos cósmicos, al potencial asesino y ya entonces arrepentido que -como madrastra de Blancanieves-  intenta asesinar con una manzana envenenada a su entonces profesor Blackett Niels por humillarlo como pésimo alumno experimental, al dedicado profesor que alentará y se retroalimentará de sus alumnos, al judío que busca revancha contra el régimen nazi, al asesor jefe en la recién creada Comisión de Energía Atómica que utilizará su posición para abogar por el control del poder nuclear -que él mismo creó- y frenar la carrera armamentística entre Estados Unidos y la Unión Soviética, al megalómano, al Dios jugando a los dados, al chivo expiatorio, al que transmuta como Walter White en Heisenberg en Breaking Bad, en otro desierto donde el fin justifica todos los medios para consolidar su poder interior? ¿Se narra al planificador, al director técnico del dream team que fabricará la bomba, al atormentado –tan o más atormentado por la supuesta responsabilidad en el suicidio de su amante que por los resultados de su creación-, al Sísifo condenado a cargar la piedra perpetuamente, al hombre de estado, al Oppenheimer del conflicto interno o al elucubrador frío y taimado? ¿Al solitario y lacónico o al colectivo y estoicamente carismático, al líder que sabe de métodos de persuasión para convencer a su equipo  de que trabajar en el proyecto Manhattan es un proyecto del bien, aun sabiendo que está construyendo la hidra? «Nadie sabe lo que piensas… ¿y tú?», le increpa Teller. En esa sentencia está la clave y el rompecabezas que nos interpela. ¿De qué nos quiere convencer Nolan? Como dice Paul Auster, cada hombre contiene varios hombres en su interior y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos. ¿Qué Oppenheimer se construye entonces? Todos. Es acaso el Jano bifronte que incorpora la condición de un sujeto multidimensional.

Y Cillian Murphy. Sólo eso. Cillian interpretando brillantemente a un hombre encerrado en un hombre, en muchos hombres. Su aire hierático nos sumerge en una especie de trance hipnótico, desconcertante, en un estado, como si estuviéramos siendo víctimas del Dr. Crane y sus toxinas. Otro espantapájaros coqueteando con la destrucción de más de un Gotham.

Nolan es borgeano. Obsesionado por el tiempo, como en Memento, el director estructura su historia también en diferentes períodos alternados. Pasados, varios presentes y futuro. Blanco y negro y policromía. Como si todos fueran parte de un continuo río que construye una trama, el futuro resignificando el pasado, modificándolo. El río como metáfora del tiempo que nos lleva a otra pregunta: ¿qué río es ese donde corren ciegos otros ríos innombrables o de índole inconcebible e inverosímil? Y a una triple analogía: río-tiempo-identidad. Y a Borges y su busto de Jano que habla, a sus caras que “divisan el pasado y el porvenir. Los veo y son iguales los hierros, las discordias y los males que alguien pudo borrar y no ha borrado ni borrará. (…). No podría precisar si contemplo una porfía futura o la de ayeres hoy lejanos. Veo mi ruina: la columna trunca y las caras, que no se verán nunca.”

Mujeres en conflicto. Jane Tatlock (Florence Pugh) y Kitty Puening Harrison (Emily Blunt) son una fuerza tácitamente avasallante. Las críticas acerca de la deuda de Nolan con el género, reservando para ellas un espacio secundario, son inútiles si tenemos en cuenta el contexto  -donde estaban casi excluidas de la política y del mundo de la ciencia, salvo contadas excepciones- y lo que se quiere contar. No obstante, Nolan les reserva un lugar no menos central. Si lo miramos desde el lado político, son estas dos mujeres artífices de la sospecha de los vínculos de Oppenheimer con el marxismo. Es a través de ellas que se encuentra el hecho fáctico, las pruebas. Quizás, desde el relato oficial americano fueron las mujeres las que lo iniciaron por el camino del mal, situándolo en un lugar incómodo a la hora de alegar sobre su limpieza política, pero no es ese el relato que elige Nolan. Llamar a una bomba Trinity, en homenaje a su amada recién desaparecida no es igual que llamar a los huracanes con nombres femeninos, sino un reconocimiento al aprendizaje adquirido a través de ella, una síntesis. Los conflictos de ambas, las imposibilidades, están relacionados con una compleja lucha para no responder a las demandas sociales, desde la elección de no casarse de Jane y mantener su status de mujer libre, o la situación antagónica en Kitty. Las mujeres son pulsión creadora, aunque trunca. Una muere y la otra debe relegar sus inquietudes en pos de la familia, situación que la ahoga, porque la posiciona en un espacio ajeno e impuesto. La elección de Nolan de contarnos a Kitty como una madre desapegada, fría, alcohólica, es una postura de reivindicación sobre el mundo femenino acotado a los mandatos de la época. Emily Blunt aparece casi siempre perdida, resignada. La vemos colgando la ropa, la vemos pequeña, opacada en sus tareas domésticas, como un huracán limitado. Sólo cuando esas ropas sirven de indicador del éxito del proyecto es cuando su rostro se enciende. Es a través de la acusación a su marido, que -encolerizada por el improvisado juicio, las falsas acusaciones, la rosca, las traiciones- puede sublimar su fracasada vida de ama de casa, encontrando un espacio de acción que tenía vedado en otros ámbitos, es ella quien fogonea, indaga, alienta, sacude a su marido, quizás también, para sacudirse ella. Es a través del juicio que ella despierta, también, su ego dormido. La mirada inquisidora de Jean a Kitty, sentada desnuda sobre su marido, de espaldas al tribunal, además de ilustrar la declaración, o la competencia por un hombre, además de la incomodidad que le produce a Kitty destapar la intimidad de su matrimonio, es una mirada de complicidad sobre el poder que tienen en ese momento clave donde el veredicto está en manos de ellas. No sabemos si es la verdadera historia, pero al menos, así elige contarla Nolan.

“¡Lejos de mí esta horrible mancha!»… Cinco minutos con Harry Truman -interpretado por un Gary Oldman con reminiscencias a John Biden- interviniendo en modo psicólogo son suficientes para resolverles la angustia y la culpa al Dr. Oppenheimer luego de su sonámbula confesión al estilo de Lady Macbeth: “tengo sangre en las manos”. Truman habla de la detonación en Hiroshima –“y Nagasaki”, objeta y completa el físico, ante una mirada soberbia y despectiva del entonces presidente-, pero a esa altura da igual, no importa dónde ni por qué. Dado que, desde un enfoque geopolítico, Japón no era ya rival, importa el “para qué”, en un momento en que sólo era necesario una demostración de poder para arrebatarle el control de la mitad de Europa a la URSS en el inicio de la Guerra Fría. La respuesta de Truman abarca también otro duelo. Ser recordado como el artífice, bueno o malo, pero ser el hombre que lo hizo… “Tengo las manos manchadas de sangre”, dice entonces Oppenheimer. No te adjudiques esa sangre, piensa Truman, mientras Lady Macbeth se mete también en su cabeza: “Qué triste está el infierno… ¡Vergüenza para ti! ¡Guerrero y cobarde!”… Entonces Truman le ofrece un pañuelo, para que se limpie pero también para hacerle saber que no es suyo ese poder, que la bomba se hubiese desarrollado con o sin él, que fue solo un instrumento del estado, un burócrata, y que fue él, el presidente, quien la tiró. Oppenheimer sale entonces caminado, no sabemos si aliviado o con el ego asesinado. ‘Fair Is Foul And Foul Is Fair’. «Bello es feo y feo es bello. Flota en bruma y aire sucio», rezan las hermanas fatídicas en el primer acto de Macbeth. Antagonismos, encontrar belleza en el horror, disfrutar la estética en las imágenes y la poesía. “¿Cómo mueren las estrellas? Cuanto más grande es la estrella, más dramática su desaparición”, explica Oppenheimer. El cosmos, las alusiones a la física cuántica, el frenesí de átomos en su cabeza, la necesidad humana por comprenderlos, controlarlos, abarcarlos. Fisión y fusión, los dos conceptos estructurando  el relato. Fisión o fusión, del átomo, de los hombres, de uno mismo. La explosión de Trinity como escena épica, como experimentación del hombre/dios. Si el esplendor de un millar de soles brillase al unísono en el cielo, sería como el esplendor de la creación, dice el Bhagavad-gītā. Creación y destrucción, de la vida, de los dioses. El único momento donde confluye todo el poder de un hombre en un relato humanista clásico (en sentido histórico). El hombre como centro del universo, sus capacidades intelectuales potencialmente ilimitadas, el individuo libre. Una alegoría escatológica del mundo que provoca una emoción inusitada. Nolan romantizando y “humanizando” a Oppenheimer al decir  “estas cosas lastiman el corazón”. Los Álamos, el desierto, el silencio, el sonido y el fuego. “Fair is foul and foul is fair…”. En esta frase se halla uno los temas principales de la tragedia, el de la inversión de valores, dando así la sensación de confusión, de caos, de incomodidad. Es como encontrar belleza en el horror de Apocalypse Now. Es disfrutar del fuego de la Trinidad explotada. Es allí cuando Nolan se vuelve herzoguiano, en una escena que remite a las imágenes de Into the Inferno, haciéndonos preguntar por el todo, solo que, en este caso, se trata de un fuego generado por el hombre. Hay belleza y horror en el silencio que antecede al fragor. Belleza y horror que se experimenta en ese instante de éxtasis donde se vivencia el poder del dios, en ese instante absurdo que surge con la necesidad del humano por entender la irracionalidad del mundo, cuando la apetencia de “absoluto y de unidad” se encuentra con la imposibilidad de reducir de ese mundo a un principio racional y razonable. Como esa luz del principio que es tanto onda como partícula, dos estados aparentemente excluyentes. «Es paradójico, pero funciona», dice el protagonista, así como funciona este Oppenheimer, un hecho cinematográfico memorable, consiguiendo el asombro de un horror sagrado en nosotros.

Nolan, heredarás el fuego…

Oppenheimer (Estados Unidos, 2023). Guion y dirección: Christopher Nolan. Fotografía: Hoyte van Hoytema. Música: Ludwig Göransson. Reparto: Cillian Murphy, Emily Blunt, Matt Damon, Robert Downey Jr., Florence Pugh, Josh Hartnet, Casey Affleck, Rami Malek, Kenneth Branagh. Duración: 180 minutos.

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