54060b0da3e60El montaje por momentos espasmódico de Hermanos de sangre me impidió casi por completo disfrutar de muchos buenos planos, de la divertida dirección de arte y del desarrollo de personajes y situaciones, varios de ellos más que interesantes, aspectos fundamentales para toda película narrativa que no pretenda sumarse al magma audiovisual dominante que reduce cuando no liquida el concepto de puesta en escena a un movimiento de cámara constante (La mirada del hijo, sin ir más lejos, a pesar de todos sus pergaminos, premios y pretensiones artísticas) y una edición sin conciencia del valor y la función de los empalmes. Fui a ver la nueva película de uno de los tipos que más esfuerzos hace por filmar cine de género con bajo presupuesto desde una sensibilidad cinéfila amasada en los subgéneros europeos y la explotación (Fabián Bielinsky fue el representantes clase A del cine industrial argentino; la estimulante hibridez de José Campusano y Gabriel Medina los ubica en lugares únicos, bien apartados del resto) temiendo que se repitiera la decepción, pero Necrofobia resultó ser, además de extremadamente sólida gracias al manejo económico -que no barato- de sus recursos, una muy buena película con ganas concretas de ser algo más que ello.

Ya que acabo de nombrar involuntariamente a la tercera persona de la santa trinidad freudiana -“lo que en uno existe y aterra, porque no es la muerte y la negación de la vida pensada como término de los días que faltan por recorrer, sino la presencia subterránea actual de la naturaleza primigenia que es oscuridad presente en el ser mismo, viviente y mortal”[1]– vale la pena aclarar que Necrofobia es un giallo hecho y derecho, género italiano fundado por Riccardo Freda y Mario Bava y popularizado por Dario Argento que descendía del thriller hitchockiano y alumbró las mil y un variantes del terror contemporáneo, que pocas veces alcanzó la exquisitez formal de algunos de esos modelos. A Necrofobia no la domina el énfasis físico del gore, aunque algunos planos participen de él sin su dimensión lúdica, que es el rasgo lúcido del género. Por el contrario, es tan oscura como puede serlo un thriller psicológico que se da el lujo de evocar El inquilino, de Roman Polanski, lo que revela ambiciones mucho más altas que las de cabotaje propias del amateurismo residual de la mayoría de los intentos contemporáneos que se llevan a cabo tanto en el centro como en la periferia de la gran industria transnacional.

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Desde el principio Necrofobia desplaza la intriga desde la habitual pregunta por la identidad del asesino –sospecha que en el siglo XIX recaía sobre el mayordomo y en el XX sobre el psiquiatra- hacia la existencia misma de la intriga basada en una serie de hechos criminales comprobables, exteriores a la percepción del protagonista. De modo que la integridad del punto de vista es el verdadero tema de la película, complicado en este caso porque Dante Samot tiene un hermano gemelo, Tomás, que acaba de morir y padece trastornos psíquicos lo suficientemente graves como para que alguien le haya recetado medicamentos. La hipótesis narrativa no dejaba de ser peligrosa: sobran los ejemplos en los que la locura de un personaje es coartada para la falta de rigor discursivo aún en el caso de películas de estructura clásica (Buñuel, Lynch o Cronenberg, en cambio, parten de un orden conceptual extremadamente preciso sobre el que ensayan distorsiones de variada índole). Necrofobia elude el caos involuntario gracias a un guión –escrito por el director, Germán Val y Nicanor Loreti– que gira alrededor de la temporalidad cíclica de una percepción alterada (cuya lógica no sometí a prueba en cada una de las escenas porque el conjunto resulta convincente), pero sobre todo a una escenografía expresiva, ilustre y autónoma, encuadres valorados por el montaje, pocas palabras (varias de ellas resignificadas por la repetición en otro contexto) y la banda sonora de Claudio Simonetti (el tecladista de Goblin y compositor de la música de Profondo Rosso, Suspiria, Tenebre, de Dario Argento, y Demonios de Lamberto Bava, entre otras) felizmente amalgamada a las imágenes.

En los dos largos que De la Vega filmó en castellano (también hay dos rodados en inglés, entre los que se cuenta uno con Faye Dunaway) no sólo aparece el motivo temático del doble sino que también crece la efectividad de su tratamiento, ganando en potencia dramática hasta permitirnos pensar a Necrofobia como una película de crecimiento, aquello a lo que el protagonista de Hermanos de sangre se asomaba de la mano de Sergio Boris y el protagonista de Necrofobia de la mano de… su idéntico hermano. El cine de Daniel de la Vega pega un estirón enorme de aquella película a esta, con todo lo difícil que le resulta conseguirlo a un director de cine de género ambicioso en un país con industrias malogradas como el nuestro, y extremas dificultades de exhibición. La película se ha pospuesto porque las salas 3D estaban ocupadas por las películas estadounidenses, a pesar de que los productores habían informado con suficiente tiempo de antelación la fecha de estreno y acordado la campaña de publicidad en función de ella. Para colmo, han tenido que lidiar con la presencia excluyente de Relatos salvajes, acaso el primer gran tanque nacional que se une a los extranjeros en su contribución a restarle lugar a producciones de menor envergadura y mucho más valiosas per se y usar la cuota de pantalla destinada a las película nacionales.

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Mientras la veía pensé en El misterio de la felicidad, otra película en la que el mito del doble es eje dramático, por más que Necrofobia casi no tienda puentes hacia la superficie de la realidad nacional –salvo que el apellido Roca de un policía se preste a interpretaciones- en parte porque la estrategia comercial de la película apunta al mercado transnacional, pero también porque las preocupaciones de las películas de Daniel de la Vega son más psicológicas que abiertamente sociales. En ambos casos hay una relación simbiótica –que es también comercial- cuya fractura pone en crisis un vínculo e indirectamente un negocio, revelando la fragilidad de una de las partes. El sujeto de El misterio de la felicidad no se libera en el mismo sentido y con la misma intensidad con la que lo hace el de Necrofobia, quizás debido a que está restringido por el realismo costumbrista que tan cómodo le sienta a Burman y a sus personajes. En cambio, el thriller psicológico, pariente del terror, permite a De la Vega proponerle al espectador una emancipación simbólica a través del colapso psíquico de su protagonista, que se hace evidente en la lógica de la elección de las víctimas, una muestra más de la conciencia con que fue construido el guión.

Aquí puede leerse una entrevista de Paola Menéndez al director Daniel de la Vega.

Necrofobia (Argentina, 2014), de Daniel de la Vega, c/ Luis Machín, Gerardo Romano, Julieta Cardinali, Raúl Taibo, Viviana Saccone, 75′.

[1] Rozitchner, León. Freud y los límites del individualismo burgués. Ediciones Biblioteca Nacional.

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