Atención: Se revelan detalles del argumento.

“No hay que ser una alcoba para estar embrujada

No hay que ser una casa;

Los pasadizos del cerebro exceden

El lugar material”

Emily Dickinson.

Detrás de las paredes. Mariana Enríquez escribió un cuento que se llama “El mirador”, en el que narra, de forma casi mítica, el nacimiento de una historia de fantasmas: se trata de la unión entre una suerte de entidad (no sabemos bien lo que es, pero podemos pensarlo como un “protofantasma”, un fantasma sin historia), en un lugar propicio, con una persona traumatizada por su pasado. La entidad busca a esa persona y la lleva al mirador en la torre del Viejo Hotel Ostende, donde la convence de suicidarse. Un final trágico y, voilá, ya tenés el fantasma. Enríquez, heredera de la pluma de Stephen King, comprende que la base de este tipo de relatos es la angustia compartida y la empatía que se puede generar a partir de ella, que no existe el espanto si la criatura no comparte con uno (lector, espectador) una tristeza gigantesca, esa que lo (nos) lleva al filo de la razón (la tristeza y el miedo son parientes de la locura, en este aspecto). El otro elemento fundamental es el lugar, el espacio. El truco descansa en acercar lo extraño (lo uncanny, lo bizarre) a la cotidianidad, a los lugares que sentimos familiares, llevar el terror más cerca de casa. O mejor, meterlo dentro de casa, si es posible. Esto lo sabe Enríquez porque lo sabe King, y King lo sabe porque su mayor influencia fue Shirley Jackson, autora de la novela The Haunting of Hill House, que fue llevada dos veces al cine – en 1963, por Robert Wise y en 1999 por Jan de Bont- y ahora, en 2018, fue convertida en una serie por Mike Flanagan, director de películas de terror como Hush (2016), Oculus (2013) y Gerald’s Game (2017). Flanagan parece usar el texto de Jackson como una estructura, una base sobre la cual trabajar otros aspectos y darle nuevos matices a las situaciones y personajes, que van más allá del mero aggiornamiento. Dejémoslo en claro: el mote de obra maestra del género le sigue perteneciendo a la versión de Robert Wise pero -aún con sus fallas-, la serie no deja de resultar una experiencia en sí misma.

Otra vuelta de tuerca. Antes que nada, hay que comprender que la versión de Flanagan no es tanto un remake (un cover) sino -dicho por el propio director/showrunner– más bien un remix. No, no es la serie más elegante ni la más inteligente, porque justamente es una mezcla bailable, bolichosa, del asunto en varios aspectos (estéticos y discursivos, sobre todo), mucho más cercana a la saga de El Conjuro (James Wan, 2013) que a The Witch (Robert Eggers, 2015) o It Follows (David Robert Mitchell, 2014). Y, aun así, funciona. Funciona porque Flanagan toma decisiones muy acertadas, sobre todo para el medio en el que está trabajando.

Tomemos por ejemplo el jumpscare – recurso bastardeado en el género- que logra tener acá un espesor nuevo que, incluso aunque fuere por mera casualidad, no se le puede negar la manera impecable en que se articula dramáticamente con el relato. Porque el fantasma que aparece en el auto no es cualquier fantasma, y no es cualquier situación. El momento es clave porque tuvo siete episodios previos y discusiones familiares como build up. El recurso barato se vuelve una herramienta movilizante de manera sorprendentemente magistral. Esto se debe a que Flanagan toma la historia de personas sensibles que van a una casa posiblemente embrujada y le otorga una nueva dinámica, lo convierte en un drama familiar. Hill House ya no es una casa, es la casa de los Craig. La historia de fantasmas dentro de la novela de Jackson es ahora la historia de la familia misma. Los personajes -que antes eran personas que se conocían porque un doctor quería hacer un experimento sobre lo paranormal en dicha casa- ahora se convierten en hermanos. La casa es “La Casa”, la embrujada ahora es la propia familia. Y esto no es gratuito, es efectivo no solo desde lo narrativo sino desde el marketing también. La televisión -perdón, me corrijo, el streaming- entra en casa, la tele (como dispositivo) es el dispositivo familiar por antonomasia y la historia de una familia es la mejor manera de lograr que lo sobrenatural irrumpa sobre lo que consideramos cercano, de que embruje nuestras casas.

Como detalle, Flanagan agrega dos hermanos a la familia, Steve y Shirley. El primero, un autor célebre, claro guiño a Stephen King. Shirley (dueña de una funeraria), en alusión a la autora original. Ambos, en la serie, incrédulos y lucrando de la desdicha de los demás. Los otros, Theo, Luke y Eleanor son más permeables a “otra cosa”, que puede ser sobrenatural o puede ser locura, o autosugestión, o todo eso junto. Y en Eleanor (alias “Nell”, alias “Nellie”) me quisiera detener, porque pese a que Flanagan la corre del lugar de la protagonista absoluta, sigue siendo el personaje angular de toda esta historia.

Casa tomada. El primer tercio de la serie nos va mostrando como los hermanos reaccionan ante el último llamado de auxilio de su hermana más frágil: Nellie. Estos episodios cuentan historias por separado que presentan a los personajes, centrándose en cada uno de los hermanos, mientras van mostrando diferentes modos de entender la noción de fantasmas, generalmente asociados a traumas infantiles. Esto mientras los personajes lidian con el hecho de que su hermana menor se quitó la vida, y nada menos que en aquella casa, en Hill House, que no es más que una representación de la propia familia, hoy separada, rota, habitada por fantasmas. La trama avanza, de hecho, de manera muy similar a como lo hace This Is Us (Dan Fogelman, 2016), yendo y viniendo del pasado (la infancia en La Casa) al presente (donde hay un acontecimiento reprimido de aquel pasado, en determinada habitación que -la metáfora no es sutil- no pueden abrir), en situaciones que se hacen eco entre sí, con avances espiralados que remiten a la escalera de caracol en la que primero se suicidó Olivia, la madre, y ahora Nellie, la hija menor.

No es el trauma en sí (ese punto tiende a recurrir a los clichés de género, antes que nada) sino sus efectos lo que parece interesarle narrar a la serie, que se es casi una sesión de terapia con sustos. El pasaje del primer acto de la serie al segundo, o sea, la primera vuelta a la escalera, se da justamente en el episodio centrado en Nellie, donde se responde cómo o por qué murió.

Cómo desaparecer completamente. The Bend-Neck Lady”, o “La Señora del cuello torcido” (o más espectral: “La Dama del cuello roto”) es el título del episodio, el quinto, y también es el nombre que le da Nellie a la aparición que la viene acechando desde su primera noche en la casa. Ya de grande, obtiene una explicación para lo que le pasa: parálisis del sueño. Quien le da esta explicación luego se convierte en su marido. Pero la parálisis del sueño no es la causa, sino el síntoma. El marido de Nellie, que la ayuda a a superar el malestar, no hace sino aliviar el sufrimiento en la superficie; por eso, al morir de un derrame cerebral, Nellie vuelve a ver a su espectro acosador. Asociándolo a su pasado hogar en Hill House, al entrar en la casa es recibida amorosamente por toda su familia. Sus hermanos le piden disculpas, le dicen que siempre le creyeron, que estaban equivocados, que la quieren mucho. Su madre está ahí, y también su esposo fallecido. Bailan entre las estatuas, pero Nellie baila sola. Su madre la obliga a despertar arriba, de la escalera de caracol, y la escena es tremenda, porque tiene una soga atada al cuello y cae de lo alto. Era ella la Señora del cuello roto, la que aparece  una y otra vez frente a sí misma en sus peores momentos, incluso de chiquita, desde esa primera noche en la casa. La imagen es fuerte, el efecto es de shock, y Nellie comprende que esto se lo hizo siempre ella, sobre todo morir. Es tremendo. Sobre todo, si sumamos la información del siguiente episodio, “Two Storms”, es decir, “Dos tormentas”.

No estoy aquí, esto no está sucediendo. El episodio sucede durante los preparativos del velatorio en la funeraria de Shirley. Los hermanos se juntan por primera vez, incluso el padre. Nellie logró finalmente juntar a los Addams, digo Craig. El padre, que no cuenta qué sucedió aquella última noche en Hill House, sí cuenta que Nellie pedía regalos a Papá Noel en Navidad, no para ella, sino para sus hermanos. El padre lo dice venerando su capacidad de desinteresado sacrificio. Pero en el contexto eso nos permite pensar que hay algo más, que Nellie siempre fue un fantasma, incluso antes de que la veamos en distintos lados con su cuello torcido y aspecto espectral. Se lamenta Nellie junto a su cuerpo, pero nadie la ve. Y los que la ven, la niegan. En el pasado también, en plena tormenta (fuerte como la del presente), Nellie desaparece y nadie la puede encontrar. Pero siempre estuvo ahí, paradita, gritando y nadie la escuchaba. Nellie estaba (vivía, antes y hasta su muerte) en un limbo, un no-lugar, un letargo sin tiempo. Estaba atrapada en aquel trauma que desconocemos. Ella pretendía que la escucharan, que creyeran en ella. Solo Luke, su gemelo, lo hacía, pero su propia manera de lidiar con aquel mismo acontecimiento lo dejó casi tan frágil como a Eleanor. Ese no-lugar es también la habitación que no se puede abrir. Es la libertad que se vuelve prisión. La Dama del cuello roto estaba en un no-tiempo porque, como ella misma entendió al morir, se dio cuenta que siempre estuvo en un mismo lugar.

Luke, entonces, que cree en Nellie pero que también está dañado, decide ir a Hill House. La familia va a buscarlo, pero la cosa está lejos de resolverse. Shirley y Theo discuten en el auto y Nellie, su recuerdo fantasmático, irrumpe con un grito que asusta a todos. Este es el build up que solo una serie puede generar, eso es construir un momento.

Otra vuelta más (seguro que nos vamos a marear). El personaje original de Eleanor había pasado más de una década cuidando a su madre enferma, absorbente, demandante. Frágil, Eleanor estaba llena de culpa. Pero también tenía cierta “sensibilidad” especial. De chica, al parecer, había hecho llover piedras. Esto lo reprimió, su madre le hizo pensar que eran delirios infantiles, Nellie creció dudando de sí misma. Los parecidos con Carrie de King y con la Institutriz de Otra vuelta de tuerca de Henry James son evidentes. La relación de Nellie con la casa es singularmente parecida a la que tenía con su madre. Insegura de salir al mundo, Hill House es la casa, pero también es el mundo. O, mejor dicho, la imposibilidad reprimida de salir a él. Eleanor, que se siente en comunión con esta casa trágica, es absorbida -fagocitada- por ella. Como en el cuento de Enríquez, nace un fantasma más en esta unión. Aunque sus fantasmas ya estaban en su mente, su prisión, como mencionamos antes, es también su libertad. En la nueva versión, esta anécdota de las piedras es atribuida a Olivia, la madre de los Craig, en su propia infancia. Y cuando, con la familia, llegan con la intención de remodelarla para convertirla en una “forever house”, se ve acosada por ella y sus espíritus, comienza a tener visiones del triste futuro de sus hijos, sobre todo de los más frágiles: Luke y las drogas; Nellie y el suicidio. Los miedos se apoderan de ella y la acorralan al abismo de la locura, queriendo proteger a sus hijos del hostil mundo exterior, decide mantenerlos inocentes por siempre, en la Casa, envenenándolos en el Cuarto Rojo.

Finalmente, si los hijos y el padre estaban atrapados en el pasado -que es la casa-, la madre estaba atrapada en el futuro -que es el temor del mundo-[1]. En Hill House, tanto la casa como el exterior tienen dientes cuando no se está en el presente: El Cuarto Rojo, que -como tiene que ser- se abre en el último episodio, está fuera del tiempo (y del espacio) porque nadie está aquí y ahora en esta familia tan normal.

[1] Curiosamente, Freud define al Fantasma como el relato, la fantasía, que uno se construye para lidiar con las hostilidades del mundo exterior.

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