Es probable que la Silencio de Scorsese sea más fiel a la novela de Shusaku Endo de lo que había sido la Silencio de Masahiro Shinoda, a pesar de que en esta primera versión el propio Endo trabajó en el guion. Se rumorea, incluso, que a Endo no le gustaba el final de la película de Shinoda, mucho más cortante y desesperado que, por ejemplo, el nuevo final que viene a ofrecernos Scorsese. La nueva Silencio, por otra parte, es más clara y sencilla de seguir y de entender: empieza allá por Europa, termina con un narrador en off que nos explica el derrotero final del “padre” apóstata. El clasicismo, se sabe, cala hondo en el corazón de Scorsese y en esta historia, que trata sobre épocas lejanas y conflictos teológicos, se despliega en toda su tersura. Despliegue es, también, una palabra clave: a pesar de lo íntimo del conflicto central de Silencio, la película cuenta con un gran despliegue (y una gran duración), aspecto que resultaba un poco más limitado en la versión de Shinoda.

Pero más allá de las similitudes y diferencias que pudieran trazarse, hay una cuestión central, de espíritu, que las aleja.

Hacia el final de la película de Scorsese se produce un cambio: durante casi toda la película el protagonista había funcionado también como narrador off a través de las cartas que redactaba a sus superiores en Europa, recurso por demás literario, que en la versión de Shinoda se utiliza de forma mucho más errática. Pero hacia el final se acaba la excusa: el cura Rodrigues (Andrew Garfield, nuestro mártir cristiano favorito) es encarcelado y, eventualmente, apostasía, lo cual vuelve imposible el verosímil de las cartas que sirvieron como excusa para narrar lo que veíamos. Aparece entonces, de la nada, un nuevo narrador, que se encarga de contarnos el final de la historia de Rodrigues, una vez que este ya no puede hacerlo con sus propias palabras. Este segundo narrador es un comerciante europeo (holandés, si la memoria no me falla), que no cumple ninguna función en la historia y apenas si se nos presenta en pantalla para justificar la aparición de su voz.

¿A qué se debe la inclusión de este segundo narrador en Silencio, versión Scorsese? Uno puede imaginar tranquilamente que al escribir su novela Endo debió recurrir, por la tiranía de la palabra, a la figura de este comerciante europeo para poder tener un punto de vista que llevara adelante la historia. Pero el cine, felizmente, no es adicto al narrador y puede mostrar con la cámara aquello que prefiera. El comerciante en la película de Scorsese apenas si es un personaje y no hace más que aportar información que la propia cámara ya muestra.

Incluso se presta a un juego un tanto vacuo cuando en el final el narrador explica que Rodrigues murió sin haber demostrado nunca ningún signo de sostener todavía la fe católica, aunque, aclara, “eso solo puede saberlo Dios”; inmediatamente después, la cámara omnipresente atraviesa las llamas que envuelven el cuerpo de Rodrigues, atraviesa incluso su carne para mostrarnos aquello que viene a cerrar cualquier incertidumbre que el narrador pudiera haber abierto: entre sus fríos dedos de cadáver Rodrigues sostiene un crucifijo, símbolo unívoco y evidente de su fe secreta.

¿De qué sirve un narrador, además de redundante, inmediatamente desautorizado por la cámara? ¿De qué sirve trazar florituras de misterio e incertidumbre cuando la película no busca tal cosa? ¿Por qué construir aquello que no interesa?

Más allá de la fidelidad literaria (trampa espantosa), la Silencio de Scorsese padece de una literariedad que la deja atrapada en un limbo. No se trata de la cadencia lenta, de la duración excesiva o de los diálogos teológicos, sino, si se quiere, de algo más esencial. Tiene que ver (y tiemblo al escribir algo que suena tan grave) con el problema de la verdad en el cine.

El cine existe en una paradoja, que puede expresarse como alternativa o asumirse como tal. Tiene ver que con su doble naturaleza de mentira (engaño, artificio, constructo, espectáculo de magia, representación) y de verdad en cuanto carne (en un sentido casi baziniano, de capturar aquello que se pone frente al lente). El cine, arte complejo y único, se nutre de esta doble realidad: lo documental y lo armado, lo capturado de la realidad y lo construido como artefacto. Puede jugar a lo falso o puede sumergirse en lo concreto, o puede tensar los límites y sus cruces.

La película de Scorsese desconoce esta tensión: no nos ofrece mentira sino verdad revelada; no nos ofrece cuerpos sino narración. Ahí donde podrían haberse formado nudos de conflicto/interés, la narración pulcra empareja todo, hace fluir para adelante. Las dudas, los miedos, todo se vuelve menos sustancial en la medida en la que hay una respuesta. Jesús habla en esta película. Será o no la voz del Hijo de Dios, es por lo menos la voz de la fe. Pero esa fe existe en un mundo cinematográfico demasiado terso, no sacude porque depende de la mentira fundamental del cine.

Esto es particularmente evidente desde la perspectiva de la Silencio de Masahiro Shinoda, no porque aquella versión fuera más angustiada y desesperada, sino, precisamente, porque la profundidad de esa angustia puede arrojar luz sobre la fe.

En la película de Scorsese no hay una verdadera duda sobre la existencia de Dios, y el final viene a cerrar esos sentidos; puede haber, a lo sumo, dudas sobre el accionar de Dios. Shinoda no ofrece seguridades, sino más bien oscuridad, pero es solo frente a la verdadera duda que puede existir la fe. No se trata únicamente de la duda sobre la existencia de Dios (que en la de Shinoda resulta más problemática que en la de Scorsese), sino también, por ejemplo, la duda sobre la universalidad de la verdad.

Al plantear el problema del sincretismo, de la dificultad de llevar el cristianismo a Japón, Shinoda es mucho más duro y puntual al explicar las dudas y problemas de la implantación de ese árbol en estas tierras: Ferreira se lo dice y explica claramente a Rodrigues: “vos creés que les transmitiste la fe, pero ellos la convierten en otra cosa”. Este punto apenas si se menciona en la versión Scorsese, porque la posibilidad de la relatividad, del falseamiento, de la distorsión no entra en su mundo de seguridades íntimas.

Shinoda, por otro lado, se avoca a la verdad de la carne. La cantidad, variedad y detalle de las torturas perpetradas sobre los cristianos es mucho más cruda y minuciosa en esta versión que en la de Scorsese, en la cual apenas vemos una tortura con agua termal, tres muertes por marea y un decapitamiento. No se trata siquiera del número de los torturados (mayor, de todas formas, en Shinoda) ni de la relevancia de los personajes torturados, sino de la forma en la que se muestra esa tortura, en la explicitud del dolor, que hace a la angustia de Rodrigues y, sobre todo, a la del espectador.

Al anclar el dolor en la carne y en el tiempo, Shinoda construye una experiencia que no depende de las palabras de sus personajes, sino del medio cinematográfico y lo que este puede generar. Al recurrir de forma explícita al artificio (el padre Ferreira interpretado por un japonés con un maquillaje ligeramente verdoso), pone en tensión la verdad de lo que vemos.

Una mentira que conoce su naturaleza puede transportar más verdad que un discurso tramado en un mundo de mentira.

Acá pueden leer un texto de Juan Pablo Susel sobre la misma película

Silencio (Silence, EUA/Taiwan/México, 2016), de Martin Scorsese, c/Andrew Garfield, Liam Neeson, Adam Driver, Tadanobu Asano, Issei Ogata, 161′.

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