I. Leales a Perón. Ser o no ser peronista. Dilema (como la Puerta) de hierro. Ningún otro partido, o los fragmentos que de ellos quedan, reivindica la lealtad al líder. ¿Existen los leales a Del Sel? ¿Alguien hubiera dado la vida por Américo Ghioldi? (Las balas que mataron a Enzo Bordabehere en 1935 iban dirigidas a Lisandro de La Torre, el último político honesto e inteligente que dio la derecha argentina). La lealtad es un concepto medieval que supone la obediencia incondicional al señor. No es un camino de mano única sino de ida y vuelta. La lealtad es recíproca, en política nadie es capaz de ganársela sin tener en cuenta esta ley no escrita. Su origen es religioso y, por lo tanto, vertical. Funciona como una correa de transmisión que circula de arriba abajo. Cuando el súbdito deja de ser leal es expulsado, pero cuando es el señor quien traiciona sus deberes, son sus súbditos quienes lo desconocen y, más tarde o más temprano, lo destituyen. ¿Democracia vertical? Cuesta entenderlo, cuesta entender al peronismo; hay que ser leal. O no ser.
Víctor Laplace es leal a Perón. Si hiciera falta, Puerta de hierro lo demuestra. Su puesta en escena ingenua, plagada de secuencias involuntariamente risueñas, recrea sin embargo esta forma de relación política y social: lealtad puesta en escena con lealtad y convencido desparpajo peronista. Con el mismo espíritu con el que se canta la marcha. Los muchachos pueden formar un coro desafinado, pero su mística los hermana en la emoción, la misma que envolvía a los espectadores en la sala casi llena de la función en que vi la película, todos muchachos peronistas, unánimemente maduros y emocionados que aplaudieron al final sinceramente conmovidos, leales al recuerdo de su líder, por completo desinteresados en las formas con que en la película se representan sus peripecias políticas.
II. No es ésta una nota crítica de Puerta de hierro. No voy a cuestionar a este Perón que solo habla a través de sentencias siguiendo una mecánica en la que se presupone el conocimiento del hecho histórico y se espera su recreación en la imagen (Perón está en Panamá, ahora viene la parte en que conoce a Isabel; Perón se reúne con Vandor, ahora esperamos el momento en que se anuncie el asesinato del metalúrgico). Tampoco el fallido recurso argumental que pretende hilvanar la acción, una especie de McGuffin por el que se liga a Perón con una joven costurera española (que no da el mal paso), una relación puramente platónica que lleva al general a grabar una serie de cintas en las que le cuenta su historia. No se entiende qué atrae a Perón al escaparate de la tienda madrileña, si un súbito interés erótico frustrado por su déficit prostático, alguna intriga de espionaje pariente del súper agente 86 o simplemente el buen corte de los trajes que confecciona la joven. En todo caso, el erotismo se sublima en relación paternal, el traje no se confecciona nunca, y la desinformación de la joven camufla un oculto fervor republicano ¡que Perón parece compartir! A partir de entonces el Geloso peronista cobija a una voz cascada que acumula recuerdos y consejos vizcachianos. ‘Mi único heredero es un viejo grabador de cinta’, podría haber dicho el general.
Pretendo, en cambio, ver cómo se construye la imagen de Perón, tanto en Puerta de hierro como en otras películas sobre el general. En la de Laplace todos los personajes siguen la misma lógica de su jefe: cada uno de ellos puede ser reconocido por algunas de sus características externas más notorias. Ese de campera, camisa chillona, algunas canas y bigote anchoíta debe ser Rucci; aquel otro canoso y elegante es Cafiero; otro bigote anchoíta, anteojos de sol y calvicie dan Cámpora; el cantor, peinado a la gomina, morocho de voz grave y dramática, que canta tangos durante la despedida del exilio en la taberna madrileña, no podía ser otro que Hugo del Carril (interpretado por Hugo del Carril hijo para naturalizar esta lógica de identidades). Una suma de guiños peronianos para expertos. Todos serán a su tiempo llamados por su nombre para certificar la identidad. La excepción: Isabel y López Rega. Los secundarios más célebres, siniestros y ridículos de esta parte de nuestra historia, apenas necesitan asomar su calva orlada de blanco y su alto peinado para darse a conocer. Los malos de cualquier película son siempre inconfundibles.
III. Víctor Laplace interpretó dos veces a Perón en el cine, la primera en Eva Perón (1996) de Juan Carlos Desanzo. En aquella y en ésta el método compositivo era el mismo: adecuar algunas características físicas para acercar el parecido. En este caso incluye el pelo peinado hacia atrás con una especie de cresta sobre la coronilla, un aumento del tamaño de la cabeza y una nariz aguileña, más grande que la propia. También el impostar la voz para lograr el tono inconfundible del general, esa rara modalidad de tenor gutural, un grosor adquirido, forzado a partir de la voz de mando, que parecía venir de muy adentro para sofrenarse en la garganta y finalizar en una ronquera perpetua, aquella que en el habla coloquial le daba una tonalidad entre socarrona y persuasiva, una de las voces de la mitología argentina, apenas un renglón por debajo de la de Gardel. La del morocho es una voz platónica, su perfección está inscripta en algún topus uranus vedado a cualquier otro mortal. La de Perón, en cambio, era humana, imperfecta, inconfundible. Su grosor, su raspante aspereza, encerraban los matices de la historia, de la empírica sabiduría popular. Solo en los grandes momentos, en aquellos discursos desde el balcón, la carraspera se transformaba en trueno para anunciar el escarmiento. Allí era el líder que exigía lealtad y expulsaba del reino a los traidores, o amenazaba a los opositores con el cinco por uno. Allí era, definitivamente, El General. La plaza, tal vez el mundo, tronaban al unísono.
Laplace consigue sólo de a ratos aquel primer tono coloquial, irónico, hasta cariñoso. Después parece olvidarse y retomar el timbre cultivado de su voz de actor. La suma de su composición, teñida de amor peronista, sigue un supuesto que llamaremos conductista, cuyo ejemplo virtuoso es el reciente Lincoln por Daniel Day Lewis bajo la bendición de Spielberg: la reproducción exterior de los modos, la voz, la apariencia física del representado con la mayor exactitud y detalle. Lejos de Stanislawski o el Actor´s Studio, ninguna identificación interior, nada de hurgar en vivencias propias. Noble método de cualquier tiempo. “Me pongo la gorra y salgo”, decía el clásico Pedro López Lagar cuando le preguntaban cómo componía a sus personajes. El problema de tal método, si lo hay, es la distancia histórica con el personaje. La ventaja de Day Lewis sobre Laplace es que el mito de Lincoln está construido sobre retratos orales antes que imágenes en movimiento: cuadros, quizá alguna foto, nadie ha escuchado su voz, nadie lo ha visto caminar, ni rascarse la oreja o abrazar a su esposa. Day Lewis debe confrontar con una estampilla, Laplace con un impresionante archivo de voces e imágenes y, lo que es más difícil, con los recuerdos personales de millones de argentinos.
IV. Vi a Perón en los primeros días de su tercer mandato, poco menos de un mes después del asesinato de José Ignacio Rucci. Él salía del despacho del Comandante en Jefe del Ejército, entonces el General Carcagno, en donde había cumplido con una visita protocolar. Yo era un colimba que formaba parte de la guardia de honor en torno al auto presidencial. Vi a un anciano tembloroso, parkinsoniano, desorientado. López Rega giraba en torno a él trotando con la cabeza gacha y su perpetua sonrisa obsecuente. Isabel, parada junto a su esposo, exhibía también su habitual sonrisa de sopa cuáquera. Carcagno se cuadró frente a su superior y le hizo la venia. En lugar de devolverle el saludo, Perón le extendió una mano temblorosa, la piel llena de esas manchas que se desparramaban sobre ella como un certificado de ancianidad. Parecía haber olvidado el ceremonial militar. Carcagno se desconcertó, bajó su mano de la frente, y comenzó a moverla en dirección a la del Comandante en Jefe. Alguien (¿López Rega?) advirtió a Perón con un tironcito en el saco del uniforme. Perón sonrió y sacudió la cabeza como avergonzado. Después, lenta y temblorosamente, hizo la venia desairando una vez más a Carcagno. Parecía ya más allá de todo, aún de los más elementales ritos de la disciplina militar que había formateado su vida.
Todo el acto fue un pase de grotesco, breve y lento al mismo tiempo, la expresión del ocaso de un hombre que llegaba al punto más alto de su gloria cuando ya no estaba en condiciones de sostenerla. Ese fue el Perón que yo vi, la fugaz visión de un mito todavía viviente, apenas un año mayor en la realidad que el ahora propuesto por la película de Laplace. Pocos meses después ese mismo hombre, con voz cascada pero firme, expulsaba de la plaza a la juventud de su movimiento, y algunos días más tarde en ese mismo lugar, se despedía para siempre mentando al coro de las voces de sus partidarios como «la música más maravillosa», consciente de su final cercano, lúcido. No parecía el mismo hombre que yo había visto poco antes con mi mirada lampiña. Doce días después se murió. A partir de entonces cada uno tuvo la posibilidad de recrearlo conforme a su gusto.
V. Entonces llegaron los perones de ficción, nacionales o foráneos. Una mención apenas para el de Jonathan Pryce en la aburrida Evita (1996) de Alan Parker, una figura borrosa detrás de la luz brodwaydense de la Eva de Madonna. Otra aún menor para el Perón de James Farentino, apenas un chulo latinoamericano de un Hollywood endeble en una olvidable miniserie (Evita Perón, Marvin Chomsky, 1981), con Faye Dunaway como Miss Duarte. Durante un tiempo se habló de Robert De Niro para una versión de La novela de Perón de Tomás Eloy Martínez. Es una pena que haya quedado en el camino.
Nuestros Perones: el episódico de Armando Capó en Gatica (1993) de Favio, sesgado, secundario en la historia, el más parecido en estampa, hasta en la inigualable sonrisa con la que saluda a Gatica. (Apunte para otra reflexión: ¿la sonrisa es imperialista? Kennedy, Nixon, Carter, Reagan, Clinton. En cambio, sólo algunos de nuestros mitos -Gardel, Perón, Evita- se ganan el derecho al impúdico exhibicionismo dental americano –del norte. Derecho vedado, por ejemplo, al Che, mito apolíneo como San Martín).
Los de Jorge Marrale en ¡Ay Juancito! (Héctor Olivera, 2004) y Osmar Núñez en Juan y Eva (Paula De Luque, 2011): tanto uno como otro se desentendieron de la similitud física o la impostación de la voz. Marrale es un militar sobrio y medido, entre distante y molesto con los manejos erótico-financieros de su cuñado Juan Duarte, tolerados por el amor fraternal de su hermana Evita. Osmar Núñez no debe lidiar con ningún hombre perteneciente a la especie maldita de los cuñados (otra que debió haber execrado Evita, junto con la de los explotadores), sino con los opositores internos del GOU primero, y con los externos más tarde. El Perón de Núñez es un militar culto, de modales refinados como los que vimos en tantas películas europeas, desde La gran ilusión hasta La guerra y la paz, un estratega casi aristocrático. Sensatez sin riesgo la de esos perones, que termina sucumbiendo a uno peor: el de la falta de identificación, Perones profesionales, líderes herbívoros como el Gandhi de Attenborough, imposible amarlos u odiarlos. Pueden gobernar, pero serían incapaces de ganar siquiera una elección a concejal.
Laplace, en cambio, elige zambullirse en el riesgo. Ese es su mérito. Aún desbarrancando, la imagen de Perón es devuelta por un espejo deformante en el que a menudo se lo ve ridículo, alto y bajo, gordo y flaco. Un mutante que, al fin y por el absurdo, termina aproximándose a la cualidad polimórfica y camaleónica del peronismo. Tengo, en cambio, otra objeción tanto para el Perón de Laplace, como el de Olivera-Feinmann: ambos son más víctimas de sus entornos que responsables de sus aciertos y errores políticos. Un Perón que trastabilla frente a la historia por su debilidad ante las mujeres. El tándem Juan y Eva Duarte primero, como el de Isabel-López Rega más tarde, o de cómo los chulos manipulan la realidad política. Buena parte de la ciencia política y la sociología modernas sucumben ante esta visión romántico-himeneica de la historia que, de buena fe, pretende exculpar al General de sus responsabilidades.
VI. Hay algo, sin embargo, que se pierde en todos ellos. Es la apostura de Perón, su especial forma de dominar el espacio a su alrededor. Su estatura, la rectitud de la espalda que mantuvo hasta el final, pero sobre todo el ariete de su vientre que parecía precederlo estableciendo una distancia, imponiendo un respeto que era de otra época y de orígenes diversos, de su formación militar sin duda, pero también de su condición de hombre de campo. Perón era hijo de un estanciero y se crió en el medio rural como hijo del patrón. Aquellos dueños de la tierra, los que vivían en ella, no los petimetres de la ciudad travestidos de gauchos finisemanales, tenían el mismo empaque, el mismo dominio natural de los espacios amplios consagrado desde sus cuerpos asentados con firmeza sobre el suelo, mirando siempre hacia la lejanía. Los espacios cercanos les eran ajenos, cuando no despreciables. Esos eran los lugares de la peonada o de las mujeres que se agachaban sobre la tierra para juntar dispersos huevos de gallina. Los patrones estaban allí y al mismo tiempo en el horizonte, manteniendo la dignidad de su señorío. Un eje rígido que pasaba por la espalda envarando el andar precedido por el vientre, estancia única e impúdica de la sensualidad, nunca más cercana al poder, protegiendo, hacia abajo, a los genitales debutantes en prostíbulos pampeanos, ejercientes de modernos derechos de pernada sobre chinitas en piezas de servicio o desvirgantes de presuntas doncelleces en noches de estreno matrimonial, y, hacia arriba, a la cabeza, sede racional del poder. Cabeza fría, panza y verijas calientes, combinación imbatible para dominar las distancias vaciadas del indio, pobremente ocupadas por el mestizaje criollo de la peonada. Prepotencia ventral, código de pertenencia social y de dominio.
A un costado de la ruta que une la ciudad de Córdoba con las localidades del valle de Punilla hay un almacén rural con el nombre de su propietario pintado en el frente: “Aniceto Barrigón e hijos”. No conozco al señor Barrigón ni a su descendencia, sin embargo este nombre que en su poética capacidad de síntesis y desmesura no cesa de retornar a mi memoria, se me antoja el correlato exacto de aquella apostura física rural. Imaginar a Don Aniceto vendiendo su campo en las sierras cordobesas y montando un almacén de ramos generales en el confín del pueblo, pegado a la ruta, sentado detrás de la caja registradora, controlando con su vientre desbordado hasta el último movimiento de sus hijos que atienden la clientela, es casi como ver a Perón en un encuentro multitudinario en la Secretaría de Trabajo atendiendo hasta el más mínimo gesto, el menor reclamo del más respetuoso de los delegados.
VII. No sería justo, sin embargo, reducir la presencia peroniana a la de un patrón de estancia o la de un militar endurecido por la disciplina física. Había en él algo más, que encierra buena parte del misterio de la condición peronista y su eterno retorno: el mestizaje, la huella de la madre india marcando el color de la piel, la nariz aguileña, el pelo oscuro y resistente arreado con dificultad hacia atrás desde el límite superior de la frente a fuerza de gomina y peine de hueso. Ni pleno patrón, ni solo cacique. De aquí, de allá y de todos lados. Mandando a la peonada o husmeando en el aire el olor traicionero del huinca. Expresión de un país vástago de india violada, sierva del fortín, o de blanca cautiva en las tolderías, señor altivo vaciándose en el cuerpo de la hembra. Violencia y mestizaje, dialéctica de confines que Perón sintetizaba en su apostura, y comprendía en su práctica política. Contradicción irresoluble para el cine, las ciencias sociales, o para críticos negadores vergonzantes de prosapia gorila.
Laplace, y todos los actores que representaron a Perón tienen, más allá de su edad, una flexibilidad corporal, una libertad de movimientos en buena parte resultado de las técnicas que modelaron su aprendizaje actoral. Esta libertad, esta desinhibición que transforma a sus cuerpos en instrumentos plásticos para adaptarse a la humanidad de muchos personajes, se vuelve paradójicamente un obstáculo para meterse en el cuerpo encorsetado de poder de Perón. Un poder diseñado a la medida como un guante de acuerdo a las modalidades, los excesos, la crueldad y el amor sensiblero al uso de estas tierras. Un gualicho centenario que aporta una explicación al misterio de la supervivencia del peronismo cuarenta años después de la muerte de su líder. Pensemos en otros líderes de la generación de posguerra, más allá del sentimiento que cada uno de ellos nos inspiren: el egregio De Gaulle; el pequeño Franco, gallego rechoncho, virgo intactis hasta el matrimonio, amante de las sopas de verdura; el adusto Stalin, el invisible Mao, o el austero Getulio Vargas, recatado hasta el tiro del final. Todos muertos, todos en el panteón cuando no en el ocultamiento vergonzante, sus herencias políticas olvidadas o desdeñadas. ¿Sukarno, Tito, Ceaucescu? Ni hablar.
La humanidad de Perón, su particular majestuosidad, su antigua forma de dominio es imposible de representar porque está viva y muta constantemente, porque es una materia al mismo tiempo extensa y escasa, maleable y rígida, heroica y abyecta, un poncho roto capaz de cubrir a todos sin abrigarnos definitivamente del viento.
VIII. Hubo, sin embargo, un Perón posible para nuestro cine, un solo actor capaz de equipararse a la imagen del general desde su común origen mestizo, la piel morocha cribada tal vez por una vieja viruela, el pelo oscuro y abundante, la nariz aguileña y, sobre todo, esa forma inimitable de estar en el mundo, panza y piernas abiertas, manos toscas y afectuosas. Ese actor ya murió y se llamaba Carlos Carella. Bonaerense y peronista, tenía los modos campesinos de Perón luego de una infancia transcurrida en las estaciones ferroviarias del Roca a las que su padre era enviado como jefe, y una voz rústica con un registro bajo y amplio capaz de captar todas las inflexiones de aquella mítica de su líder. Sépanlo ahora quienes no me escucharon en vida del gran Carella: el cine argentino ha perdido, quizá para siempre, a su Perón definitivo.
IX. Habrá otros perones, profesionales como los de Marrale o Núñez, militantes como el de Laplace. Por ahora Perón es, como diría Cooke, el hecho maldito del cine argentino. Por algo Leonardo Favio, el más grande, eligió el documental para evocarlo. La ficción todavía es demasiado estrecha para su fatal desmesura latinoamericana.
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1 comentario en “Los perones del cine, por Eduardo Rojas”
Buenos días! .Me gustaría dar un enorme aprobado por valiosa información que tenemos aquí en este sitio . Voy a volver muy pronto a leeros con esta web.
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