En una vieja entrevista, un periodista (¿americano? ¿inglés?) le pregunta a Astor Piazzolla si se ha hecho algún documental en Argentina sobre su figura y su música. Astor responde con naturalidad: “Todavía no”. Esa cita sin tiempo ni espacio (no vemos al periodista, no sabemos cuándo ni dónde se produjo), se prolonga como la pregunta que viene a responder el documental de Daniel Rosenfeld. A decir verdad, no es el primer documental sobre Piazzolla: el año pasado se estrenó, con escasa repercusión, Tango en París, recuerdos de Astor Piazzolla, que no era más que un reciclado de los archivos de la familia Pons, que su director Rodrigo Vila ya había utilizado para su serie del Canal Encuentro, Calle Descartes, número 16 y que se circunscribía a los años parisinos del músico. Piazzolla, los años del tiburón se enfoca en otra etapa y en otros lugares –de hecho, apenas menciona la etapa europea y no utiliza archivos de esa época-, y está enmarcada por esa frase que se le escucha decir a Piazzolla al comienzo de la película: “Si puedo pescar un tiburón, puedo tocar el bandoneón; si puedo tocar el bandoneón, puedo pescar un tiburón. Para pescar o para tocar, necesito tener bien las piernas porque tengo que estar parado y tener los brazos fuertes porque tengo que hacer fuerza”. Que el tiempo que transcurre dentro de ese marco no sea totalmente preciso –empieza en la niñez con el bandoneón regalado por el abuelo y se cierra en ese verano en Punta del Este en el que no puede componer nada-, es lo de menos. Lo que narra son los años en los que Piazzolla fue una usina generadora de una música que terminó siendo revolucionaria –no deja de ser interesante el paralelo que establece entre su surgimiento y la caída del primer peronismo-, prescindiendo de enfermedades y tiempos finales.

El Piazzolla de Rosenfeld no es el de Vila. No hay París, ni Italia ni Europa, salvo unas menciones al pasar. El de Rosenfeld es el Piazzolla que pone a dialogar a Buenos Aires –y por extensión a Mar del Plata- con Nueva York. El que establece el nexo entre el origen musical y la mixtura que implica establecerse en la ciudad en la que residen los mejores músicos de la época: el cruce con el jazz, sin estar explicitado, daría lugar a un sonido único, ya proviniera del formato del quinteto, ya del octeto electrónico. En esos términos, el documental funciona como un recorrido por la evolución de Piazzolla y la construcción de su identidad musical. Hay un momento definitorio para su carrera, cuando había decidido dejar de tocar el bandoneón para dedicarse a la música clásica y los arreglos orquestales. En Nueva York, su profesora señala que los arreglos que hacía, aunque fueran buenos, no le decían quién era Piazzolla. Volver a tocar el bandoneón, con ese bagaje nuevo, se convirtió en la confirmación del camino a seguir.

Esa evolución de lo musical no se convierte en una disección de los elementos constitutivos que lo llevaron a ese lugar preponderante. La prescindencia de otras voces que no sean las familiares despeja el riesgo de cualquier caída en el academicismo, pero se convierte también en una deriva hacia otro territorio. Si el diálogo va de una ciudad a otra en las influencias, el documental elige además entrelazarlo con la historia familiar. No solamente porque las voces de sus hijos Daniel y Diana conducen la historia, sino también porque son los archivos familiares los que articulan visualmente el documental. Si bien hay muchas y buenas imágenes de archivo de Piazzolla tocando (las más llamativas, quizás las menos vistas, sean las del Hospital Borda junto a Amelita Baltar, las del Festival de la Canción en el Luna Park, o las del ensayo con el quinteto), o de entrevistas televisivas, es ese archivo imponente de imágenes familiares lo que pone al documental en otra dimensión. Piazzolla, los años del tiburón parece intentar alumbrar esa zona que la obsesión musical del artista dejaba en un segundo plano, derivando el eje desde lo musical a una esfera más ligada a lo cotidiano. Los años de Nueva York y del regreso son los años de la familia, los de esa Dedé –su primera esposa- que sostuvo todo desde su mirada crítica y de los hijos que vivieron el arte como parte de sus vidas, aún en los momentos económicamente más difíciles.

En un cierto punto, está claro que la de Rosenfeld es una película de archivos. Hay una recuperación impresionante de material poco visto (Piazzolla y Amelita Baltar entrevistados en los bosques de Palermo; Piazzolla entrevistado por José De Zer o en la TF1 francesa; Piazzolla en el puerto después de su regreso de Montevideo), a la que Rosenfeld le agrega archivos visuales de las ciudades que permiten, a partir de un notable trabajo de montaje, reconstruir un contexto de época preciso que apuntala el recorrido del artista. No se trata simplemente de una continuidad de imágenes desperdigadas, sino la construcción de un relato en el que entra en juego la geografía de los lugares como un elemento adicional para comprender el contexto en que se movía Piazzolla con su familia. De allí que un eje primordial del documental sea la idea de que Piazzolla es un músico de otra época. No porque su música suene a otra época, sino como pertenencia a un tiempo en que la tecnología era secundaria y lo importante era la tracción a sangre. El contraste se muestra con precisión. De un lado, una exposición que se prepara en el Centro Cultural Kirchner donde las pantallas reproducen imágenes digitalizadas, repetitivas (no es extraño sentir la distancia que hay entre esas imágenes y el cuerpo de Daniel cuando las observa). Del otro, la recuperación que Daniel y el documental hacen de Piazzolla procede de elementos analógicos: las películas en Super 8 que proyecta en su casa; el disco de aluminio en el que está grabada por primera vez la música de su padre; la cinta abierta que trae la voz de Dedé cantando; el VHS que reproduce en el televisor la (maravillosa) entrevista que le hizo Juan Carlos Mareco en su programa Cordialmente; y por sobre todo, los cassettes de los que surgen la voz de Diana y de Astor, cuando se juntaban para charlar en lo que sería el origen del libro biográfico del músico. Esa es la imagen de Piazzolla, recuperada de otro siglo, con los signos de su propia época, pero actualizada en el presente.

Un recorrido por las formas que asumieron algunos documentales recientes sobre músicos nacionales: La estrategia de recuperación de archivos visuales y la recurrencia a unos pocos testimonios sigue el formato de Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica (Rodrigo Vila; 2013). El trabajo sobre las cintas grabadas con la voz de Piazzolla, recuerdan el formato de autobiografía que asumía –con menos material, por cierto-, Yo, Sandro (Miguel Mato; 2018). La tendencia al retrato de la intimidad, de lo cotidiano y de la relación con el hijo, dialoga con la notable Salgán & Salgán (Caroline Neal; 2013). En ambas, además, se produce una conflictiva relación entre padre e hijo, los dos músicos, que los lleva a permanecer largo tiempo distanciados. Pero a fin de cuentas, el registro de Piazzolla, los años del tiburón es una suerte de híbrido entre esas formas que pugnan, más que por la preminencia, por el equilibrio. En tanto esa hibridez se transforma en la ausencia de un concepto unificador que potencie las virtudes de cada una de ellas, el documental parece perderse ese plus que parece estar reclamando para conseguir aún más de lo que logra. El Piazzolla de Rosenfeld, necesario retrato de un artista fundamental, no es la gran película que por momentos parece asomar por esa carencia no resuelta que, al fin y al cabo, termina limitando sus posibilidades.

Piazzolla, los años del tiburón (Argentina, 2018). Guion y dirección: Daniel Rosenfeld. Duración: 90 minutos.

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