En la primera escena de El ángel, cuando vemos al personaje del extraordinario debutante Lorenzo Ferro entrar a una casa vacía y llevarse algunos objetos de valor, uno recuerda esa máxima del filósofo y polemista del siglo XIX, Pierre Joseph Proudhon, acerca de que la propiedad es un robo. Algo de ese extrañamiento ante el normal funcionamiento del mundo pareciera ser una de las claves para entender esta película. Y no solo esta película sino parte de las obsesiones que atraviesan la filmografía de Luis Ortega desde sus inicios, hace ya mas de una década con Caja negra, hasta el estreno de El ángel.
El ojo alucinado del director de Historia de un clan pareciera funcionar del mismo modo que la psiquis del protagonista de nuestro relato. A Ortega también le fascina la realidad y sus modos naturalizados de funcionamiento, pero no es la inquietud del sociólogo por correr el velo a ese funcionamiento mecánico la que lo define, sino el ojo subjetivo del artista que trasgrede la norma y que al romperla la transforma en otra cosa.
Se ha dicho de El ángel que peca de hacer un esteticismo de la violencia a lo “Tarantino” y que el verosímil no está logrado. Sin embargo, uno bien podría pensar cuánto le interesaba a Ortega construir un verosímil de la historia a contar ya que la película jamás intenta transformarse en un registro verídico (como si tal cosa fuera tan fácil de realizarse, por otro lado) de las andanzas de Robledo Puch allá por comienzos de la década del 70. Lo interesante de la película es que, desde el costado onírico y realzando el extrañamiento del personaje ante el mundo que lo rodea, termina siendo una radiografía muy personal (o subjetiva) de la época filmada.
El cine de Ortega (incluyendo sus trabajos para televisión), que empezó haciendo gala de un virtuosismo notable que empequeñecía lo que específicamente quería narrar, en el último tiempo pareciera haber encontrado en la realidad la excusa para que esa técnica desbocada encuentre un canal adecuado para desarrollar su potencia y exceder así las normas.
Se puede ver El ángel, entonces, como parte de un díptico que se completa con la extraordinaria serie Historia de un clan. La idea de contar las andanzas de Robledo Puch tiene como trasfondo un acercamiento consciente con esa estética pop cercana al cine de Quentin Tarantino y una ambientación de época definida por una banda de sonido extraordinaria (algo a lo que el cine argentino no nos tiene acostumbrados) donde brillan con luz propia temas gloriosos del fundamental y olvidado rock argentino de los 70, con Pappo y Manal a la cabeza, y una versión notable de Palito Ortega de «La casa del sol naciente».
Historia de un clan quizás potenciaba el tono pesadillesco en tanto esa familia podía pensarse como un caso clínico que metaforizaba a un Estado y a una sociedad que miraban para otro lado frente a las practicas naturalizadas de un horror cotidiano. Lo más interesante es pensar las continuidades y no las rupturas que se observan entre ambas obras, ya que en ambas se realza el componente onírico y extrañado, permitiendo pensar al delincuente como un artista que se expresa en tanto síntoma de la enfermedad del tejido social que lo rodea.
En ambos relatos, Ortega observa azorado el acontecer pero no queda fascinado por la violencia que sucede en las tramas. En un sentido primario, su cámara pareciera mostrarnos que, en ambos casos policiales, la violencia absurda que se sucede de modo casi inevitable nos permite pensarla como un reflejo microscópico de esa otra violencia sobre la que no se habla, o apenas se la menciona. El fuera de campo es, en ambas películas, la sociedad argentina de los sucesivos procesos militares, y la obra de Ortega funciona como registro extrañado de las huellas que nos dejaron esas experiencias nefastas. Ortega rastrea épocas aterradoras de nuestro país desde las herramientas propias del cine, y ese rasgo es lo primero que uno destaca cuando piensa en el funcionamiento de su cine en el presente. Lejos del cine testimonial o de denuncia, Ortega decide con las puras armas del cine sumergirse en la conciencia de sus protagonistas de modo lisérgico, siguiendo el mismo camino que también transitó David Lynch, quizás una de las más impensadas influencias de este díptico.
Un párrafo aparte merecen las actuaciones, ya que son ellas las que le dan una carnadura y un espesor específico al relato. Desde Lorenzo Ferro bailando «El extraño del palo largo» hasta el Chino Darín y su notable economía de recursos, atrapan al espectador desde que aparecen por primera vez. Los notables Daniel Fanego y Mercedes Morán funcionan como la contracara amoral de los padres del propio Robledo Puch, intepretados por Cecilia Roth y Luis Gneco, que representan la moral instituida de la época.
El final de la película, cuando observamos a Carlitos cercado por centenares de policías, puede pensarse como la clara metáfora de que Ortega más que acercarse al realismo documental de cierto cine negro pretendió mostrarnos desde los ojos del artista el normal y ridículo funcionamiento de las cosas. Como si Leonardo Favio o su espíritu hubieran planeado, por momentos, en la filmación de esta película.
El ángel (Argentina, 2018). Dirección: Luis Ortega. Guion: Luis Ortega, Sergio Olguín, Rodolfo Palacios. Fotografía: Julián Apezteguia. Edición: Guille Catti. Elenco: Lorenzo Ferro, Chino Darín, Mercedes Morán, Daniel Fanego, Cecilia Roth, Luis Gneco, Peter Lanzini. Duración: 118 minutos.
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Hace tiempo que no veía un personaje tan atractivo en el cine argentino. Buen acierto el de pensar la película como continuidad de «Historia del clan» y la metáfora de época