Marcos Rodríguez: Había escuchado que Gilda no estaba tan mal. Es cierto. Tampoco está tan bien. Me cayó simpática, aunque algunas cosas están mal narradas. Sólo me da un poco de lástima, porque una película sobre Gilda, y en especial una película que tenía a Natalia Oreiro haciendo de Gilda, tendría que haber explotado por todos lados. Lo que está bien en Gilda es Oreiro. Pero bueno, la oportunidad perdida es casi un pecado.
Marcos Gustavo Vieytes: Yo siento más o menos lo mismo. Algo así como que uno se siente obligado a que le guste. La aprecio a priori porque se inserta deliberadamente en una tradición cinematográfica popular argentina, la del cine-canción, por llamarla de algún modo, ese que debió comenzar con la primera película sonora nuestra, ¡Tango!, y que funciona como continuación de la radio. Así que estoy chocho con su éxito, aunque la verdad es que a mí hasta el éxito de películas que odio me pone contento. Me encanta ver el cine lleno de gente. Al margen de ese reconocimiento, me parece una película sin alma, me aburrió en varios momentos, me hizo llorar casi que por obligación biológica, lo que igualmente valoro, pero no me exaltó nunca. Y la máxima emoción que me produjo no está, para usar el verbo que mencionaste, explotada. Me refiero a la escena en que una madre se acerca a Gilda con su hija para decirle que gracias a ella se sanó. Allí la película tuvo la oportunidad de consagrarse y la desperdicia porque carece de fe. Me refiero a la fe religiosa pero también a la fe en tanto metáfora de la creencia en el cine como espectáculo de explotación organizado por quienes, aún si no creen en lo que sus personajes creen, es capaz de representar esa creencia porque cree en las potencias de la ficción. Uso fe, o creencia, como podría usar Pasión, eso que nunca alcancé a sentir acá.
MR: Me resulta difícil hablar de pasión en Gilda, en efecto. Hay un tono muy apocado, muy modesto que no termina de convencerme. No como cine, sino como esta película puntual: una película sobre una estrella de la música, sobre una santa popular.
Al principio, en toda la primera parte de la maestra de jardín de infantes insatisfecha, ese tono cotidiano funciona. Si me apurás, te diría que esa es la mejor parte de la película: la única en la que se dedica a construir algo, un espacio, una situación, un personaje. Mientras Gilda es Myriam, la película (con aciertos y errores) avanza en una dirección y parece querer decir algo. Y Oreiro funciona milagrosamente bien en ese contexto: trabaja con los ojos, con la postura, con su piel en la que han entrado los años y el cansancio. Y en ese contexto, el deseo insatisfecho funciona casi como un sustituto de la pasión: hay algo que ella quiere hacer y hasta la escena de la audición ese deseo funciona, quema, le da motivación a la cosa.
Pero creo que a partir del momento en que ella empieza a cantar se pierde eso (en parte, porque se resuelve) y en su lugar queda un gran vacío. Esa falta de alma, diría yo.
Hay algo en esa Gilda, en la forma en que se la muestra, en la manera en que se narra su carrera, que es muy lavado, muy desapasionado, en algún punto correcto pero que no me convence.
Es posible que uno de los problemas que tenga sea, justamente, que esta película no se plantea como continuadora de esa tradición de cine/explotación de la canción. Ni hablar de que estamos lejos del género exploitation, pero ni siquiera estamos cerca, creo, del más modesto exploitation musical… Digo, Gilda es una marca fuerte en la cultura argentina, pero sus canciones no se aprovechan como momento de clímax narrativo/emotivo.
No sé si me explico. Empiezan algunos acordes, algunos versos, todos conocemos la canción, pero la canción no se aprovecha para transmitir una emoción o un momento visual fuerte… Primero toca una canción, después otra. Muchas veces las canciones están fragmentadas, no vemos el contexto total en el que suenan, no percibimos la importancia de ese momento/canción.
Ni siquiera tenemos una convención básica del biopic musical made in Hollywood, que es muy fuerte y muy rendidora: el repetir la canción. Mostrar cuando la compone, cuando la toca, la reacción del público, la consagración. Presentar la canción, dejar que tome vuelo, darle sentido simbólico. Prácticamente no hay canciones que se repitan en la película. Entiendo que debe ser una decisión consciente: eludir los lugares comunes. Pero al ser tan discreta en su narración, le escapa también a la épica. Que en este caso sería una épica musical, con un material ahí disponible.
Y esa falta de épica es la que tampoco le permitiría perseguir el costado místico, que se perfila apenas en la escena que mencionás: la nena y el milagro/no milagro. Es una de las escenas más fuertes de la película, pero se queda ahí y nos deja intuir apenas lo que podría haber sido.
Por otro lado, me resulta un tanto sospechoso que la canción que sí se repite en la película, la que suena al final sobre los créditos, precisamente no sea una cumbia.
MGV: Después de la clase de anoche sobre La calesita, de Hugo del Carril, que Lorena Muñoz debió tomar como referencia de la escena en que Gilda se ve de niña con su padre guitarra en mano al pie de un árbol, me quedé pensando en esa forma fílmica quizá de origen radiofónico llamada «Cabalgata», que por lo que he podido averiguar dispone números musicales y episodios históricos en una serie que alterna situaciones dramáticas con una lógica temporal e interpretaciones musicales que obedecen a una lógica performativa paralela relativamente autónoma de la trama. Me parece que Gilda se acerca a una de esas tradiciones. Digo una porque no parece haber mucha información al respecto, pero yo observo al menos un par de dominantes distintas en las películas de esa índole que he visto: la biográfica, que se confundiría con el biopic y su discurso de efemérides de escuela normal, y la histórica, en la que esta es protagonista. Para usar a como ejemplo Del Carril tanto sea como actor o como director, a quien tengo presente, La vida de Carlos Gardel, dirigida por Alberto de Zavalía, y La calesita (que sigue la huella de La cabalgata del circo, de Mario Soffici) serían ejemplos de una y otra tendencia. El que da la nota en el marco de las cabalgatas biográficas musicales también es Favio, dirigido por Eduardo Calcagno, en Fuiste mía un verano. Canta todo lo que tiene que cantar pero en un envase de falso documental y diario íntimo en el que cada plano tiene peso formal. Es increíble esa película. Volviendo a esa clasificación apurada de recién, reparo en el esmero con que lo histórico ha sido borrado de Gilda, reduciendo riesgos de incomodidad social y política (hay una sola escena, la de Roly Serrano poniendo el arma encima del escritorio donde van a firmar el contrato, imagen paradigmática de abuso de poder, que tiene un potencial político debido a la versión instalada en el imaginario colectivo de que Guillermo Moreno hizo lo mismo mientras fue funcionario del Estado). Es una elección poética irreprochable si no fuera porque tampoco se juega por el mito ni por cualquier otra poética que implique jugarse algo.
MR: Hubiera sido hermoso que se jugara por el mito.
MV: ¿Eso que vuelve a sonar al final es el cover del tema de Franco Simone (dicho sea de paso, ese tipo fue magníficamente filmado por Adolfo Aristarain en La discoteca del amor)? Mal puedo hablar yo de cumbia porque no sé nada de ella, pero a juzgar por lo que la película ofrece al respecto, según lo que vos estás diciendo, la cumbia, o lo que sea que entendamos por ella, estaría hasta cierto punto desplazada por otra cosa. Habría que trazar un recorrido del uso de la cumbia en particular, y de la música tropical en general, en el cine argentino, que no podría dejar afuera las películas de Armando Bo, la presencia de Los Wawanco en Villa Cariño (Julio Saraceni, 1967) y otras «chanchadas» de los 60, que era como los brasileños llamaban a su cine de explotación sexual, y así hasta llegar a la función que cumplen en las películas de Caetano y de Trapero. Esta somera enumeración acaso sea parcial, tendenciosa, y sólo revelaría mi gusto. Lo curioso de ella es que en todos los casos enumerados parece estar relacionada exclusivamente a ciertas formas de indecencia, cuando en la mayoría de los ejemplos dados la cumbia no está relacionada sólo a elementos negativos sino también al placer, el amor y el humor, aunque muy a menudo en formas descalificadas por el poder y/o la sociedad. Sin entrar en purismos musicales, porque no estoy calificado para hacerlo, la película de Muñoz, su personaje y su tratamiento están más cerca de arquetipos que aspiran a la pureza que a los que aceptan y estimulan la contaminación, más cerca de “santos” que de “pecadores”. Ahí está la secuencia del casting, en el que ella contrasta con sus contendientes, una de las cuales habla de Lia Crucet, la Tetamanti, y se destaca por su “ánfora etrusca”. Lo que triunfa en la película no son esas proporciones fellinianas, o la variedad de ellas, sino la mirada distante de cualquier desproporción. Y también está esa otra escena en que ella se abstiene de entrar al vestuario porque allí está Roly Serrano con una mina de generosas tetas en las rodillas. De hecho, no hay sexualidad en la película. O la sexualidad es interrumpida, como en la escena del baño, porque el cumplimiento del deseo de ella -ser cantante- inhibe las ganas de coger del marido. Acá hay que desdoblar el discurso y señalar, por un lado, que ella ha sublimado la sexualidad en su carrera. El problema que parecemos encontrarle a la película es que no manifiesta pasión alguna. En el orden de la representación del cuerpo vos encontrás singularidades y relieves en esa primera parte por la vía del cansancio y la cotidianidad. Eso me recuerda el gran partido, incluso erótico, que Adrián Caetano le sacó a Oreiro en Francia, donde garpa más como ama de casa, propietaria cobrando alquiler o mucama que como estrella. De Gilda sólo recuerdo cuánto me impactó el único momento en que, ya cerca del final, un fleco de la pollerita deja adivinar el culo durante un segundo mientras baila. Esto me gustaría usarlo como metáfora de lo que pasa en la película: carece de erotismo, no porque no desnude a los actores sino porque ni la historia ni el relato lo transmiten, y eso va más allá de la representación de la sexualidad, puede incluso prescindir de ella y pese a todo manifestarse. La épica, de haberla, nunca es exultante. La dimensión religiosa es tratada con la corrección política de estos tiempos, que se traduce en cortesía hacia el creyente pero reservas a la hora de promover la identificación.
Despojada de toda carga erótica, ciertos procedimientos técnicos se lucen sólo por sí mismos. En una ficción narrativa con pretensiones de masividad basada, entre otras cosas, en la empatía del espectador, no son poca cosa, pero no trascienden su dimensión objetiva. Me refiero específicamente a dos planos secuencia, el de la visión del padre y el del festejo de Año Nuevo que termina en vómito. Ambos abren más el juego al análisis, vale decir a la distancia racional, que a la identificación dramática, y eso es sumamente interesante. Me gustaría volver a mirarla para ver por qué me pasa eso, cuando especialmente el primero de los planos secuencia que menciono busca compartir la ausencia paterna. Creo que no involucró mis emociones porque la cámara en mano -y soy incapaz de asociar la cámara en mano con evocación sentimental alguna- da demasiado tiempo para adivinar el efecto. Los cortes de montaje, con sus implícitas elipsis, habrían sido mucho más eficaces. Con el segundo, entonces, ya no podía sentir nada, consciente como estaba de la existencia del primero. Sólo la consciencia del procedimiento. Y allí es donde, otra vez, me acuerdo de Francia. Caetano filma en ella uno de los más grandes planos secuencia que se han visto en este país, porque no sólo supeditada el efecto de identificación al sentido crítico del procedimiento en el que, para acompañar el punto de vista físico de Oreiro, debemos asumir una mirada política y social de rechazo que se vincula curiosamente con una escena de Teorema, sino que lo transforma en una operación de vanguardia en el seno de una película aparentemente costumbrista al poner la banda sonora de la conversación de fondo en loop. Los planos secuencia en Gilda no son tan materialmente radicales ni, creo yo, llegan a involucrar eficazmente los sentimientos, cosa que suele conseguir cuando deja la cámara quieta y aprovecha el espacio. Descreo también de ciertas lecturas que ven en la película una parábola de liberación femenina digna de ser enarbolada como tal. Es cierto que deja al marido, pero el rol simbólico dominante es el de madre, sólo «soltera» porque, vaya a saber uno debido a qué razón, no formaliza con Toti, y además es el Padre y la guitarra del padre los que señalan su destino.
MR: Lo de la falta de erotismo es algo bastante llamativo, si lo pensás un poco. No porque a uno como espectador lo caliente o no Oreiro o la forma en la que se muestra, sino porque en cierta forma esa falta de erotismo está planteada como tema dentro de la película, y se justifica precisamente la visión más «pura» de la maestra jardinera. En línea con lo que decís de la asociación de la cumbia con lo placentero y lo bajo, en más de un momento se asocia en Gilda la cumbia, o por lo menos el ambiente de la cumbia, con lo bajo, lo grosero, lo explícitamente sexual. El mundo de la cumbia es el de Roly Serrano: sórdido y oscuro. Y más de una vez se señala (con parlamentos, pero también con vestuario, con gestos) que Myriam «no es del palo». No sabe de cumbia, no tiene curvas, viene de otro ambiente, no conoce la tradición de la cumbia. Ella, la maestra jardinera, viene para imponerse sobre eso, para implantar una nueva versión «dulce» (como la llaman a ella en un momento) de esa misma cumbia popular que le es ajena. Ella no entra en el vestuario con las trolas, no acepta un beso de Toti porque está casada, su visión tiende a lo moral y lo puritano, y de alguna forma su misión parece ser traer esa versión de santidad laica al mundo de la cumbia.
Y creo que es un tanto ambiguo (y no en el buen sentido) esa reivindicación de un personaje que se construye como la negación (pura/puritana) del espacio en el cual supuestamente encuentra su realización.
Por ejemplo, una cosa que me llamó la atención. En la enésima escena con marido borracho, cuando ya están por separarse, en un momento ella le dice al marido: ¿A vos te gusta la cumbia? ¿Te gusta la música que hago?… Y mi primera reacción en ese momento fue: «Ah, pará, ¿y a vos, Myriam, te gusta la cumbia? ¿Desde cuándo?» Si al principio no sabía ni qué ritmo seguir, se metió medio porque fue lo único que le ofrecieron, y de pronto ahora es una ferviente defensora de la cumbia… Es un tanto extraño, tal vez porque no está construido. Y por eso me hace pensar ese tema final sobre los créditos, que justamente no es de cumbia (no me acuerdo si es el de Simone o la traducción de The Beach Boys), porque en el fondo el corazón musical de la película no es la cumbia. La versión de Oreiro es muy linda y remite al papito cantor, pero me hace dudar sobre qué historia era la que se suponía que se estaba contando.
Por otro lado, el ambiente de la cumbia (más allá de la cloaca que vendría siendo Serrano) también aparece a través de ella muy limpio e inocente. Digo, más allá de algunos borrachos en los primeros lugarcitos donde tocan, los demás espacios de cumbia que vemos en la película son todos amplios, limpios, bien iluminados, poblados de niños, señoras, adultos respetuosos que se saben todas las letras y cantan moviendo los bracitos. Hasta cuando van a tocar a la cárcel parece que el público de cumbia siguen siendo los nenes de jardín de infantes: algunos tipos que se mueven medio mal coordinados… y que se suben al escenario a bailar mientras los guardias de la cárcel sonríen.
No se trata de una cuestión de realismo, me parece que hay una coherencia en todos estos elementos. Bastante clara, bastante explícita, lo cual me hace suponer que también es bastante consciente.
MGV: Lo que falta es justamente un mayor abandono del realismo. Más ganas de filmar -y contribuir a construir haciéndolo- un mito que una vida. Así que no tiene nada que ver con la fidelidad, el respeto o cualquier otra virtud estética modesta. Si mucha gente creyó y cree también que Gilda es una santa, quiero ver una vida de santos, acompañar esa creencia, dejarme llevar por su libertad poética, exagerar, pues nada será exagerado si hablamos de un santo: martirios y milagros, con lo que tienen de dolorosos y de exultantes. Para usar a Favio de referencia mítica, si la épica anti heroica del “hombre infame” de Moreira no es pertinente, la lírica naif desatada de Nazareno sí, pero hay que ser cursi, filmar a una pareja haciendo surf en un arado con iconografía parecida a las de las publicidades de cigarrillos de la época, hacer aparecer al Diablo, acaso filmar desde el fan o por lo menos incluir su mirada. Pero el fan está desperdiciado porque el fan es creyente y la película no. Por eso creo que la escena clave, en ese y en todos los sentidos, es la del encuentro de ella con la nena y su mamá. Ahí es donde todos los que afirman que el pueblo está en esta película demuestran el único pueblo que quieren, uno limpio de todo, lavado, racional. A mí me parece que eso no es un pueblo, sino un público, eso que suele ser mala palabra para los idealistas del pueblo.
MR: Lo que creo es que no hay abandono en esta película. Al contrario, la excusa del realismo sirve para dejar anclada la cosa siempre en las medias tintas. No creo que el realismo sea una virtud en cine, pero en este caso hasta podría ser un defecto.
Lo que decís se puede ver en esa escena que mencionamos y que a los dos nos gustó: cuando la nena va a ver a Gilda y le dice que su música hizo un milagro. Es una escena que a mí me gusta mucho, pero con el pasar de los días y al pensarla un poco, lo que me pregunto es si en realidad no será que la escena me gusta más por lo que permite intuir que por lo que ofrece. O sea: la escena muestra lo que podría haber sido Gilda si se entregaba a la biografía de la santidad. Uno construye en su mente esa posible película.
Pero en realidad la escena es más bien pobre, un tanto complicada si uno la piensa. Es una escena, digamos, demasiado razonable.
Por un lado, la película no podía desentenderse de la cuestión de la santidad de Gilda, porque hubiera sido un agujero enorme. Aun si la construcción de Gilda como santa es posterior a su vida, filmando desde hoy no se puede obviar ese costado, que es muy fuerte y posiblemente el que más pervive. Entonces, algo tenían que decir al respecto. Lo que dicen es esa escena.
Esa escena es muy tramposa. Te muestra a los creyentes: una nena y una vieja enferma. Los creyentes van y lloran en un recital. Ella, conmovida como gran madre que es, se acerca para consolar. Pero cuando le plantean la cuestión de la santidad, ella recula. Tampoco podía hacer otra cosa, decir: «Sí, soy una santa». Pero al mostrar esa doble perspectiva, la película te plantea el problema y se lava las manos.
¿Gilda era una santa? En ningún momento se construye eso en la película. Más bien, vemos a un ama de casa aburrida y a una cantante que tuvo éxito. No hay santidad en esta biografía (excepto por el lado del puritanismo sexual). Pero se muestra a las creyentes. Gilda le da un beso en la frente con una contraluz que le da cierto halo de estampita.
¿Podría haber sido una santa? No se dice. Pero tampoco se dice fehacientemente que no lo sea. Te abre la posibilidad del creyente, y la deja ahí.
Tampoco es una película anti santidad. Al plantear el tema, no jugarse por la santidad, dejar abierta esa posibilidad que nunca se sigue, deja abiertas todas las puntas. Como diría Karina: «Lo dejo a tu criterio», yo respeto a todos, no juzgo a nadie.
El problema es que con la santidad no puede haber medias tintas. O es santa o no es santa. No se puede ser medio santa o santa relativa dependiendo de si sos una nena con mamá enferma o un espectador de clase media que mira una película en una sala. Hay santidad o no. Esa ecuanimidad desde la que se para la película no conduce a nada, más que a señalar el propio respeto por una visión (la de la santidad) que no se está convalidando.
Y habría que pensar hasta qué punto ese «respeto» no esconde un cierto grado de condescendencia.
MV: Esa ambigüedad no virtuosa que vos atisbás en la escena de las creyentes de Gilda, ese falso «lo dejo a tu criterio» la hermana a El ciudadano ilustre y su mismo criterio especulativo. Gilda es una santa para esta película, pero en términos laicos. Así que no es una santa, o es una santa de reflector y no de aura. Me refiero a la incontable cantidad de planos ligeramente contrapicados de ella en la pieza donde práctica canciones con la luz del sol entrando por la ventana y bañando todo de una pátina acaramelada. Esto me recuerda los rayos diagonales de “luz divina” entrando por ventanas de la iconografía cinematográfica cristiana. Pero ese procedimiento era un gesto pleno, muy a menudo anclado sin culpas en el melodrama. Aquí no, juega a ser realista, fiel a la realidad física. No termina siendo ni una cosa ni la otra porque para la película su incredulidad -respecto a la santidad de Gilda o al valor de la cumbia- no es ni siquiera un dilema.
Lo tiene todo resuelto más o menos objetivamente. Gilda, la cumbia, la fe, tal vez hasta lo popular, son fenómenos externos a ella. No los lleva en la piel, no los vive; los observa, los «respeta».
Alguien compartió en Facebook un video de Gilda cantando en la cárcel que me hizo recordar eso que vos decís de que en la película habría una cierta fidelidad documental que le juega en contra. Es evidente que la tomaron muy en cuenta como referencia: https://www.youtube.com/watch?v=dJ05370Wwsw
Al margen de eso, y de que el recital de Gilda sucede en exteriores mientras que el de la película ocurre bajo techo, son tan similares que hasta en las dos aparece un bailarín con el pucho en la boca. Sin embargo, en ella veo un problema que para mí está en toda la película: abuso de primeros planos o planos demasiado cortos que desperdician la magnitud de los espacios, sean grandes o pequeños. Y el que baila como un mono en la película resulta grotesco en una ficción que no explota nunca ese registro.
MR: No había visto esto, pero después de verlo pienso, como decís, que es la referencia directa («documental») sobre la que se basa la escena de la película. Mi memoria es muy mala, pero creo que en la película canta la misma canción con el mismo vestuario. Una rigurosidad que no le sirve demasiado y bajo la que se pierde lo verdaderamente interesante de esta escena: el público. Tal vez, como decís, por exceso de primeros planos.
Esta semana tomé un taxi y charlando con el tachero, me dice: «Me estoy portando muy bien como esposo, esta semana voy a llevar a mi mujer a ver la de Martínez, y la semana pasada la llevé a ver Gilda«. «Ah», le digo, «esa la vi la semana pasada». «¿Qué te pareció?», me pregunta. «Más o menos, le digo». «Sí», me dice él, «no sé qué esperábamos».
Aquí pueden leer un texto de Romina Quevedo sobre esta película.
Gilda, no me arrepiento de este amor (Argentina; 2016), de Lorena Muñoz, c/Natalia Oreiro, Roly Serrano, Javier Drolas, 118’.
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Muy interesante el intercambio y algunos análisis que hacen ambos Marcos.
Hay algo en lo que no estoy de acuerdo, y es en la valoración de Natalia Oreiro como actriz.
Es cierto, por otra parte, que a la película le falta «calle», diferenciándose de varios actores, actrices y directores que han sabido retratar para el cine argentino personajes ligados a lo popular sin que se note que estaban simulando (algo de eso expresé aquí https://espaciocine.wordpress.com/2016/09/18/g/).
Coincido también que la visión de la cumbia (o «música tropical») en esos años ’90 está bastante lavada, el entorno económico-social-cultura-político casi no aparece. Personalmente, no creo que sea casual que la figura de esta cantante que tuvo repercusión durante el menemismo esté siendo utilizada en esta época y con este gobierno (recordemos que hasta la vicepresidenta cantó un tema suyo al asumir su cargo, en el balcón de la Casa Rosada).
Saludos.