Hay en La vida en común una voz que relata y que es la de uno de los niños que viven en Pueblo Nación Ranquel. Ese relato no es el de la comunidad que habita ni el de su vida en ella. Como un observador que por momentos se autoexcluye del relato –generando un efecto de oscilación entre la cercanía y el distanciamiento–, su recorrido se establece a partir de dos elementos que se presentan como formulación de polos aparentemente opuestos. Por un lado, Isaías, adolescente en proceso de traspasar la frontera de la visibilidad que lo saca de la niñez y lo proyecta al ámbito de sus “mayores”. Del otro, ese puma que aparece como su antítesis: no ha sido visto, su presencia solo se intuye en la aparición de algunos animales muertos y en las huellas que van encontrando (aunque como dice la misma voz, apenas se diferencia por un detalle de la de los perros). Pero aquí el puma no es como el que aparecía en Magalí (película de 2018 dirigida por Juan Pablo Dibitonto), un animal cargado de la mitología del lugar y que vaga perdido. Es la ausencia que justifica, solo desde la presunción de su existencia real, que Isaías y el grupo de adolescentes mayores salgan una y otra vez, intentando cazarlo. Pero como todo recurso en el que entran en juego un anverso y un reverso, constituyen caras diferentes de una sola cosa. La referencia a las formas de caza del puma (“No mata para comer”; “A veces mata tres y come uno”) se espeja con las formas de caza humanas. Atrapar para tener, cazar para matar: si en esas coordenadas, puma y humano son similares –el comentario sobre que podría tratarse de un puma no adulto reafirma el parecido–, uno requiere del otro (no hay relato sin hombre que persigue al puma ni sin puma para perseguir) y su propia fuerza se anula (el relato no tendría razón de ser si uno de los dos acaba con el otro), el final refuerza esa similitud. Es el relator quien se transforma en su otra cara, esa que no necesita ser vista porque no es más que espíritu, intuición, naturaleza.

Si ese relato que se asienta sobre la creación de una suerte de leyenda parece establecerse en un territorio que coquetea con lo fantástico (y es notable que las referencias al género en los últimos tiempos estén marcadas por lo rural en detrimento de lo urbano y con la recuperación de elementos de lo popular) lo es porque procede desde el enrarecimiento de ese espacio que elige narrar. Lo primero que enrarece esa visión es la elusión de la figura del adulto, con la excepción de las maestras de la escuela. Ese pueblo parece estar solo habitado por niños y adolescentes (la referencia a la última niña que llegó al pueblo dejada por la madre refuerza la idea) que subsisten por sus propios medios (los vemos cazar y pescar, no aparece entre ellos el dinero ni hay comercios) y que recuerda, aunque en una clave diferente, al universo creado en Vendrán lluvias suaves (aunque en la película de Ivan Fund la inmersión en lo fantástico es más jugada, menos elíptica). El segundo elemento es la construcción del espacio físico de la comunidad. Pueblo Nación Ranquel, ese lugar que antes eran pantanos se pobló de gente de las ciudades –se sugiere que expulsados de ellas– pero rehúye del concepto de ciudad, incluso del de barrio. Las construcciones se dispersan en un territorio en el que no hay nada más que esas casas que toman la forma –rediseñada– de las tolderías indias. Pero también es la ausencia de otras referencias lo que acentúa el concepto que prima en esa comunidad aislada. No se trata solamente de que la historia no sale de ese espacio o de su zona de influencia –no hay más desplazamientos que hacia las zonas de caza o pesca–, sino que se excluye literalmente a lo otro. Ni caminos, ni alguien que provenga de afuera –salvo la mención a Luana, la última en llegar–. Ni ciudades ni otros pueblos con los cuales se mantiene contacto: lo único que se sabe de ellos son menciones en un anuncio radial, algunos comentarios dispersos –que Luana viene de Villa Mercedes, que uno de los chicos va a ir a comprar balas a Buena Esperanza– pero la ausencia de imágenes las convierten en fantasmales, hasta el borde de lo imaginario o lo ilusorio. Pueblo Nación Ranquel parece un lugar de supervivencia y de aislación, un espacio mínimo de ocupación en el medio de una nada más extensa de lo que parece.

Hay algo de frontera en esa concepción del espacio. Frontera física, como si fuera el último lugar habitado antes de que haya solo naturaleza –campo, montes, lagunas–. Pero también constituida como una frontera más intangible. Pueblo Nación Ranquel y sus niños y adolescentes habitan un espacio en el que pasado y presente conviven, se mezclan, se fusionan. No con la pretensión de reflejar el anacronismo, sino como una convivencia de elementos que componen la vida cotidiana.

El punto más notable de ese contraste es una sucesión de escenas que se observan en el comienzo y transcurren en la escuela. Es cuando a la clase de inglés –representación estandarizada de la promesa de progreso a futuro– le sigue la escena en el patio de la escuela, coronado por una enorme reproducción del cuadro La vuelta del malón de Angel Della Valle. En ese espacio en el que conviven la bandera argentina y la enseñanza del idioma y las costumbres de los ranqueles, los cruces se reiteran y potencian. Si las casas ya parecen contener en sí mismas esa duplicidad (el diseño a imagen y semejanza de las tolderías, la construcción con materiales modernos), la convivencia entre los opuestos se resuelve con la naturalidad del espacio de frontera. La caza y la pesca conviviendo con la tecnología para movilizarse; la aislación física del pueblo con la permanencia de la televisión, internet o los celulares. Pero quizás la apropiación más interesante de los instrumentos de un lado para el beneficio en el otro está en la forma en que Isaías utiliza la grabación del canto de pájaros de otros lugares en su celular, para confundir y cazar a los que habitan la zona. Pueblo Nación Ranquel asume desde su nombre esa ambivalencia, esa zona de frontera explícita entre el pasado de pantanos que no se termina de ir del todo, espacio para tolderías, y el presente civilizado y tecnológico que necesita expulsar –desde lo físico– para incluir –desde los recursos–. Dualidad que la película hace suya, no solamente porque así decide exponerlo, sino porque se construye a sí misma en una zona fronteriza similar entre la ficción y lo documental. Espacios que se contaminan entre sí, dejando solo algunos momentos para la pertenencia definida a unos –la incipiente atracción entre Luana e Isaías– u otros –el recuento sobre el pasado que incluye las imágenes de los pueblos originarios– que hace el relator. Lo que en otros trabajos pasa por indefinición, en el film de Yanco adquiere un carácter sistémico, una decisión que pone en tensión la mirada del espectador, para correrlo de la comodidad que implica lo que tiene una definición clara. Es esa apuesta que juega con los límites y con la especificidad de los géneros, lo que hace de la película un objeto extraño, desplazado de los lugares comunes y orientado más a las incertezas y a lo perceptivo, que a la contundencia de un mensaje prearmado.

Calificación: 7/10

La vida en común (Argentina; 2019). Guion y dirección: Ezequiel Yanco. Forografía: Ana Godoy. Edición: Joaquín Neira. Elenco: Ángel Baigorria, Brian Llambia , Isaías Barroso , Rodrigo Alcaraz , Uriel Alcaraz. Duración: 70 minutos.

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