La vida dormida planta un señuelo para el espectador con conocimientos políticos. Pone en escena a Juan Labaké, político del peronismo tradicional y apoderado de Isabel Perón en la década del 80. En unos cuantos momentos, especialmente en el comienzo, el hilo de la película parece llevarnos a ese espacio de la política argentina que fluctuó durante la década del ochenta entre la herencia del nombre del líder y la emergencia de un modelo nuevo que encarnaría en Carlos Menem. Vemos a Labaké participando de actos proselitistas, de un programa político conducido por Hugo Gambini y finalmente de una fiesta privada en la que se ve al ya electo presidente Menem con parte de su séquito -entre otros Miguel Angel Vicco, por ejemplo-. Y, sin embargo, hay algo que ya desde la primera escena parece no encajar en esa posible ilación: en una habitación de un hotel de Madrid, Labaké y su esposa Haydeé se preparan para visitar a Isabel Perón. La cámara está en manos de Haydeé, mientras se arregla y su esposo permanece en un fuera de campo visual que solo se rompe cuando lo filma en la espera del taxi que los lleve. Una tercera imagen es la que establece tanto la ruptura definitiva de ese camino, como el lugar que ocupa el hombre político. Es una escena oscura, filmada mientras la pareja espera para tomar el subte. Vemos la cara de Haydeé, filmada por Labaké. El diálogo revela el propósito de una escena que parece no tenerlo: filmar a Haydeé sobre las imágenes grabadas por ésta en el encuentro con Isabel, para borrar sus huellas, su presencia.

Lo que hace La vida dormida es reponer las ausencias y los roles de los personajes. Saca del silencio a Isabel Perón con la cita que inicia la película (“La mujer en su característica de madre tiene la misión de forjar la esencia de la nacionalidad”), como una respuesta implícita a ese borramiento de la imagen que veremos poco después -y que conecta con el borramiento similar que se produce en Una casa sin cortinas, en la que Isabel es una suerte de fantasma contado por otros-. Pero sobre todo en la recuperación de las imágenes del pasado logra correr el foco de aquello que se filmó con apariencia de trascendente -lo político- hacia lo que no lo era. A partir de esa decisión, los hombres de la familia -portadores del hecho político como acción: Labaké padre e hijo- se convierten en personajes secundarios, telón de fondo sobre el cual se inscribe otra historia que quedaba velada por el lugar público que ocupaban. Volviendo a esa primera escena, lo que nos expone es que ya no importa tanto lo que se filma como lo que lo filmado revela como mirada de quien filma. Labaké se convierte en un objeto de la mirada, no en el sujeto político que era en su tiempo. Lo que se recupera es la mirada de Haydeé, la que casi siempre era quien filmaba como dice ella misma en algún momento, la forma en que el pasado se reconstruye desde su lugar y no desde el de su esposo.

Y allí, la recuperación de las viejas cintas en VHS encuentran que la mirada de Haydeé se bifurca. Porque, en parte, atraviesa el espacio político del momento pero desde un lugar lateral, el de un acompañamiento -refrendado en la placa que le entrega el partido en un acto del pasado- silencioso y leal, pero que no deja de ser decorativo. Por otro lado, se vuelve sobre la familia como un impensado registro germinal de lo que derivaría en el presente. Lo que Natalia, la nieta de Labaké encuentra en ese material, son los rastros de una familia sobre la cual se proyecta la sombra del pater familias hasta el presente, ocluyendo, limitando el lugar de las mujeres.

A diferencia de otros trabajos de recuperación de filmaciones familiares –El silencio es un cuerpo que cae, Esquirlas-, ese material del pasado se cruza con el presente. Establece puentes que atraviesan el tiempo que queda entre aquellas imágenes y las actuales, para comprender que en esas décadas de agujero negro algo ha estallado silenciosamente hacia el interior de la familia. Ese recorrido que se traza comienza en Haydeé para desplazarse, como ramas de un mismo árbol, a su hija Bibiana, a la nuera, a sus nietas. Si en la primera la sombra de su marido se ha trasladado a esa compañía servicial -es Haydeé quien lo lleva en auto, quien le hace sugerencias en los actos-, en el resto de la familia aparece como un descalabro apenas contenido y que la cámara parece lograr que comience a liberarse. Natalia se concentra en su tía Bibiana, en quien el contraste entre pasado y presente se manifiesta de manera más evidente: la vitalidad del pasado deriva en un presente desganado (al punto de preguntar, cuando le tiran las cartas, cuándo va a morir), en un progresivo distanciamiento de un mundo al que ya no pertenece -aunque la referencia al “Instituto” y el intento fallido de recordar el poema que dijo en un acto, ambos incitados por la rama masculina de la familia, intenten remedar- y que aparece formulado de manera notable en dos escenas: en la primera, en un almuerzo familiar, Bibiana aparece de frente a la cámara, mientras su padre y su hermano se han quedado dormidos; en la otra, sobre el final, durante los festejos de cumpleaños de su padre, Bibiana duerme sola en un sillón. Pero también encuentra en la madre de Natalia los rastros de algo que se quebró definitivamente en algún momento, pasando de la fascinación por la familia politizada a sentirse desplazada e ignorada. Y hasta en su hermana, atravesada por una angustia que viene de otros tiempos y que no es de ella. Si en ese punto, a partir de la adivinación por las cartas, se deja en claro la coexistencia de dos linajes -uno materno que no comunica, otro paterno que se revela dominante y con mucha energía- en la familia, hay un momento particular, que parece inocente y vulgar pero que define la trama de relaciones. El pater familias le dice en un momento a Natalia que deje de filmar. Ella responde “la abuela se la pasó filmando”, recibiendo por respuesta  que “la abuela es la abuela y puede hacer todo porque yo se lo he permitido”. La mirada de Haydeé, la que explora en esas filmaciones del pasado, que provenía de una mirada personal, allí se transforma en otra, la que tenía los límites que establecía quien decidía qué se podía ver y qué no. Como en la escena del subte que borra la otra que no podemos/debemos ver.

La vida dormida es, en ese sentido, una práctica liberada, la puesta en escena de una mirada que se libera del mandato paternal porque toma sus decisiones, y en ellas, tanto el abuelo como el padre, son piezas alejadas del centro del relato. Su mirada recompone la de su abuela y la retoma en aquellos momentos en los que parecía encontrar los huecos para evadir las fronteras de lo permitido. Esa mirada que parecía inocente es recuperada en su contexto, como fragmentada pero aún así, personal. La continúa, volviendo sobre ella, sobre la mirada, pero también sobre el cuerpo que la sostuvo (no es un detalle menor que cuando Natalia filma en los actos presentes, su abuelo aparece recortado, fuera de campo o de foco, que está siempre puesto en Haydeé), y sobre las correlaciones que esos límites fueron estableciendo sobre el resto de las mujeres de la familia. Allí es donde su propia mirada rompe con las estructuras familiares para comenzar a abrir las puertas que permanecieron cerradas por años. Allí es donde esas mujeres recuperan su voz y un lugar que el linaje masculino les había negado.

Calificación: 7/10

La vida dormida (Argentina, 2020). Dirección: Natalia Labaké. Guion: Natalia Labaké y Paulina Bettendorff. Fotografía: Haydée Alberto y Natalia Labaké. Montaje: Anita. Elenco: Juan Gabriel Labaké, Haydée Alberto, Bibiana Labaké, Agustina Labaké, Virginia Loussinian. Duración: 74 minutos.

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