Atención: se revelan detalles importantes del argumento.

La realizadora estadounidense Liz Garbus tiene un especial interés por las historias de mujeres, por sus convicciones, sus tortuosos vínculos con los hombres y sus misterios, como lo deja saber su filmografía documental, en la que se destacan Love, Marilyn (2012) y What happened, Miss Simone? (2015). Su último largometraje, Chicas perdidas (Lost girls, 2020) se inscribe en esta misma línea temática. Se trata de su primer film de ficción: un drama familiar hibridado con el policial que gira en torno a la desaparición de una joven. No obstante apelar a la ficción, la película conserva cierto espíritu documental al abordar un caso policial realmente acontecido (la desaparición de Shannan Gilbert de 24 años, acaecida en extrañas circunstancias en el año 2010, en la ciudad de Long Island) y al tomar su base en el best seller homónimo publicado en 2013 y escrito por el periodista de investigación Robert Kolker.

El comienzo de la película nos presenta a una mujer que tiene dos trabajos (operaria de una excavadora y mesera en una cafetería) y a duras penas logra costear los gastos para mantener a su familia. Mari Gilbert (Amy Ryan) es madre de tres hijas a las cuales crió y sostuvo en soledad, como ha podido, desde que eran pequeñas. Del padre de ellas la película no aporta ningún dato. Mari vive en Ellenville (pequeño pueblo en el Estado de Nueva York) con sus dos hijas menores: la adolescente Sherre (Thomasin McKensie) y la difícil Sarra (Oona Laurence), que se encuentra medicada por un trastorno psiquiátrico. Shannan, la mayor de las hermanas, se independizó siendo muy jovencita, vive en Nueva Jersey y mantiene un trato esporádico con su familia. Dadas la dificultades económicas, Mari apela al salvoconducto del dinero que pueda prestarle Shannan, quien tiene un mejor pasar económico. Por ello, la madre y las hermanas la esperan con alegría para cenar. Pero Shannan nunca llega. La decepción por lo que al comienzo parece un típico desplante de Shannan, a quien apodan “la diva”, con el correr de las horas se transforma en angustia al confirmarse que está desaparecida.

Este inicio que presenta el contexto socio-económico de la familia Gilbert es sumamente importante para explicar la desidia y la negligencia policial, que no solo llega una hora después al lugar desde donde Shannan realizó una llamada de emergencia aquella noche (ella gritaba que se hallaba en peligro de vida), sino que tampoco investiga su desaparición. La policía se tiñe de fuertes  sospechas de encubrimiento, cuando por azar se descubran los restos esqueléticos de varias jóvenes mujeres desaparecidas en años anteriores (que en su mayoría eran trabajadoras sexuales), en la misma zona de la desaparición de Shannan. Todo lo que hace la policía, rastreando el área e interrogando a los últimos hombres que la vieron en los últimos momentos, se descubre como un gran montaje escenográfico para salvaguardar al principal sospechoso: el doctor Peter Hackett (Reed Birney), suerte de intendente del acomodado barrio privado de Oak Beach.

La situación de vulnerabilidad en una sociedad que no brinda igualdad de oportunidades (como lo es la norteamericana), no sólo laborales sino también educativas, es la que lleva a algunas jóvenes a ejercer el trabajo sexual, como desesperada salida posible mediante la cual llevar una vida sustentable. Pero esta misma situación las deja expuestas al peligro de la violencia de género. La mujer que decide usufructuar sexualmente su cuerpo y hacer gozar (aunque ella no goce) es considerada fuente de males y angustiosos horrores, al no identificarse con la figura tranquilizadora de la esposa o la madre. La intolerada pasividad masculina ante estas mujeres es lo que rápidamente busca revertirse mediante la identificación al macho fuerte y dominante. Su posición de mujer las deja entonces más expuestas a los peligros de la violencia que puede ser la injuria de decirle “puta”, el sometimiento a actos degradantes, los golpes, y hasta el odio homicida. Se trata de diferentes formas de mortificar ese goce femenino que escandaliza y atormenta. La película teje así un entramado de poder clasista y de corrupción policial, que es claramente cómplice de la violencia machista y de la misoginia.

La familia Gilbert se encuentra dentro de lo que puede encuadrarse como “white trash”, a lo que se suma que Shannan era trabajadora sexual y que había ido a ver a un cliente la noche en que desapareció. Se trata, en definitiva, para los prejuicios de la policía y la “gente bien”, de una joven de vida “ligera” cuyo paradero no le importa a nadie y en cuya búsqueda no vale la pena gastar los recursos del Estado. La apacible comunidad cerrada y la policía no quieren sobresaltos en su cómoda vida, no sea cosa que se involucre la prensa y acaso dejen en evidencia sus trapitos sucios. Que la considerada “basura” social quede donde está; donde nadie la ve, silenciosa y silenciada bajo tierra, ahí mismo donde pertenece.

La película muestra muy bien la maniobra de culpabilización de las víctimas y de sus familiares, típica en estos casos, por parte de la sociedad. La prensa, en calidad de comunicadores sociales, se refiere a Shannan como prostituta y drogadicta; y a Mari como madre abandónica. De este modo,  reducen a la víctima a su ocupación y deshumanizan su historia de vida. Shannan se lo buscó por estar con un hombre desconocido a esa hora de la noche y por consumir drogas, y Mari también por haberla abandonado cuando era chica. Se habla de las mujeres y se culpa a las mujeres, como causantes de la violencia del hombre; pero no se habla de la cofradía de machos que comparte la dificultad de no poder aceptar el límite o la pasividad en relación a una mujer. En esta línea, resulta relevante destacar la novedad que significa la película La sombra del gallo (2020) de Nicolás Herzog, que abordando la problemática de la trata de mujeres en un pueblo de provincia, asume el punto de vista del macho involucrado y plantea desde ahí una crítica tanto al entramado de corrupción policial como a los comportamientos naturalizados del patriarcado que dan lugar a la violencia de género. 

Y tampoco suele hablarse del individualismo de una sociedad que no ayuda a los más desprotegidos, ni de la ausencia de un Estado que deja librada a su suerte a una joven madre sola, con una hija con problemas psiquiátricos (como lo era Shannan), cuyo tratamiento no puede costear y con la cual, por ende, no puede lidiar. Más fácil es culparla por “abandonar” a su hija en un hogar de acogida.

La encerrona de los familiares de las víctimas, sin tener poder para recurrir a la policía ni a los poderes del Estado en su reclamo de justicia, es trabajada por Garbus desde una puesta en escena opresiva, que reencuadra a Mari a través de marcos de puertas, pasillos o ventanas. Al mismo tiempo, la atmósfera sombría se capta en el recurso a una paleta de colores oscuros y apagados, donde predominan el gris y el azulado. Por otra parte, los planos de Mari a través de vidrios, generan un distanciamiento que da cuenta de lo que se escabulle, de lo que no vemos en su totalidad. Se trata de esos aspectos moralmente desagradables, que permanecen en el orden del secreto y lo silenciado, como la actividad laboral que Shannan realizaba o el abandono de ésta por parte de Mari, elementos que permanecen desconocidos para el espectador y hasta para su hija Sherre hasta bastante avanzada la trama.  

Es un acierto por parte de Garbus no hacer de Mari una madre ideal e incondicional con su hija, ni tampoco una mártir benévola y suplicante. Su ambivalencia de sentimientos hacia Shannan y los  modales rudos y díscolos con que desafía y denuncia las fallas del poder; la convierten en un personaje con el cual se puede empatizar. En este punto, es una anti-heroína que evoca al personaje de Frances Mc Dormand en Tres anuncios por un crimen (Martin McDonaugh, 2017). Al verse desamparada por parte de la fuerza policial, como le ocurre a la mayoría de los familiares de víctimas de situaciones de violencia, Mari saca fuerza de su dolor y se yergue en tanto motor de la investigación, consiguiendo pruebas, movilizando a la prensa (y por ende a la policía) y organizándose con las madres y hermanas de las otras víctimas. 

Los esfuerzos por hallar a su hija, y luego su incansable búsqueda de justicia, se convierten para Mari en la posibilidad de lograr una suerte de redención. Del mismo modo que lo es para el Comisionado Dormer (Gabriel Byrne), que a punto de su retiro forzado e interpelado por Mari un año después al autorizar el rastrillaje de un pantano, tiene la posibilidad de ser recordado por algo más loable (el hallazgo del cadáver de Shannan), que por el mal manejo de los recursos y del departamento policial que le han costado su cargo.

Algunos consideran que el subtítulo del film “Un misterio americano no resuelto” constituye un spoiler muy anticipado. Sin embargo, no es relevante, ya que más allá de que se hubiera hallado al asesino de estas mujeres, claramente no es “quién lo hizo” el foco de interés de la directora. A Garbus le interesa visibilizar las causas por las cuales desaparecen las mujeres. Aquí interesa apuntar que la desaparición de estas mujeres no es sólo física, sino también simbólica al reducirlas a una cosa sin valor humano que amerite su búsqueda. En esta línea, el hecho de que se encuentren los cuerpos y se les pueda dar sepultura corresponde a la iniciativa de priorizar el acto ético de devolverles su dignidad en tanto sujetos, por sobre los índices económicos de un Estado.  

Con una interesante interpretación de Amy Ryan, quien sostiene la película, y una puesta en escena acorde a la historia que está contando, Liz Garbus logra en Chicas perdidas equilibrar el entretenimiento del policial negro narrado en clave de suspenso con la reflexión sobre la cultura patriarcal, las profundas desigualdades socio-económicas y la íntima connivencia entre el poder económico y el de seguridad, conformando un complejo entramado que subyace para explicar el fenómeno de la violencia de género.

Calificación: 7/10

Chicas perdidas (Lost Girls, Estados Unidos, 2020). Dirección: Liz Garbus. Guion: Robert Kolker, Michael Werwie. Fotografía: Igor Martinovic. Montaje: Camilla Toniolo. Elenco: Amy Ryan, Thomasin McKenzie, Gabriel Byrne, Lola Kirke, Oona Laurence, Dean Winters. Duración: 95 minutos. Disponible en Netflix.

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