Katharine Graham sonríe todo el tiempo. La dueña del Washington Post es una viuda millonaria, cabal producto de la educación de élites norteamericana. Toma decisiones editoriales y empresarias sin empañar sus buenas maneras ni la sonrisa impecable e implacable en su cara.
Ben Bradlee es un liberal rústico. Un universitario con calle. De ahí le vienen ese tono de voz carraspeado, ese humor irónico y esa brusquedad en el trato que esconde sin embargo la nobleza de un auténtico WASP comprometido con las buenas causas.
Katharine Graham es Meryl Streep, quien hace un excelente trabajo de Meryl Streep haciendo de Miss Graham, para conseguir la recompensa anual que más desea: su butaca en la ceremonia de los Oscars (la versión femenina del retirado Jack Nicholson). Ya sabemos que otra vez lo consiguió.
Ben Bradlee es Tom Hanks en uno de sus escasos papeles de hombre rudo. Tom es un buen muchacho, hijo cinematográfico de James Stewart, quien se propone demostrarnos que puede ser un hombre recio sin perder su buen corazón americano.
Junto a ellos, o más bien detrás, marcándolos junto a la cámara, está Steven Spielberg, el diestro, un narrador en estado puro, prolífico y durante mucho tiempo impecable. Nada le fue ajeno a Spielberg: la aventura en el mar, en la tierra o sobre ella, el drama más oscuro, la comedia o el cruce de ambas. Durante más de treinta años atravesó el cine y sus géneros con una velocidad que resaltaba su maestría de narrador, la misma que paulatinamente se fue ensombreciendo, indagando tras la superficie brillante de sus películas la otra cara de la vida americana; la soledad y el vacío aparecían como un corrosivo fondo de sus historias, muchas veces envueltas en un sorprendente ecumenismo de raíz religiosa que comprendía a las grandes tradiciones espirituales estadounidenses: el judaísmo, de donde viene Spielberg, y el cristianismo de los padres fundadores. Esa peculiaridad spilbergiana pareció esfumarse en sus últimas películas, unas más logradas que otras pero todas afectadas por una especie de cansancio que les hacía perder el brillo, el aura juvenil de atracción por la aventura y lo desconocido, aquello que había sido lo más importante de su marca autoral. Al mismo tiempo esa oscuridad inconscientemente crítica pareció suavizarse; sus películas se hicieron unidimensionales y se volcaron paulatinamente a una honesta reivindicación de los valores tradicionales del imperio.
The Post retoma algo de lo mejor del primer Spielberg: su estilo, seguro y sólido, que conoce el clasicismo sin hacerlo parte de su factura; la historia que se lleva de la nariz al espectador, lo involucra en la investigación y lo hace identificar de inmediato con sus personajes, en especial el escéptico y realista Bradlee. El affaire conocido como “Los papeles del Pentágono” comenzó en 1971; Daniel Ellsberg, un analista de las Fuerzas Armadas que había participado de la guerra de Vietnam, filtra al New York Times un documento elaborado por Robert McNamara, Secretario de Defensa de John Kennedy y Lyndon Johnson, en el que constan todos los engaños instrumentados por los sucesivos gobiernos de EEUU para aumentar la participación en aquella guerra. El presidente Nixon trata de impedir que continúen las revelaciones, al mismo tiempo Bradlee obtiene una copia de los documentos y se empeña en publicarla en The Washington Post, el diario de propiedad de Graham que él dirige.
Esta es la historia que filma Spielberg; lo hace mayormente en espacios cerrados: la redacción del diario, la casa de miss Graham, la Bolsa de Washington. The Post es una película de interiores porque toda su acción se resuelve en intrigas palaciegas, de espaldas a las grandes manifestaciones de ese momento en contra la guerra. Los exteriores son casi siempre grises y lluviosos, impregnados de frío invernal; pero Spielberg y Janus Kaminsky, su notable director de fotografía, eligen tonos oscuros también para los interiores, la madera noble que –según la moda de la época- recubre las paredes de los despachos opaca a veces a las figuras que se mueven en ellos, oscuridad cómplice de los secretos del poder que se disuelve únicamente en la redacción del Post, iluminada desde arriba por paneles de luces empotradas en el techo. Spielberg recorre una y otra vez esa redacción con travellings veloces que acompañan las idas y venidas de Bradlee y se interrumpen bruscamente por cortes de montaje. Toda la velocidad del mundo parece encerrada en la redacción, los otros ámbitos son más reposados aunque no menos tensos.
Si el espectador se afinca en el disfrute de la historia, en su gramática tan precisa como la actuación de sus protagonistas, lo pasará muy bien, lo cual es una posibilidad lícita y saludable. Si en cambio busca al Spielberg de El imperio del sol o Atrápame si puedes; incluso al de Lincoln o Salvando al soldado Ryan, las dos películas que en apariencia más defienden los valores tradicionales; le faltará otra dimensión, aquella que cruzaba el vértigo, las aventuras y la diversión, las que comenzaron con el Spielberg joven de Tiburón o ET, se consolidaron en la saga perpetua de Indiana Jones y desembocaron en El color púrpura, Amistad o La lista de Schindler; etapas de maduración personal de un artista que cada vez iba adquiriendo mayor conciencia de sí mismo, de su historia, la de sus ancestros y la de su país. Los niños perseguidos y en alegre fuga de ET son los mismos que se ocultan en una letrina del campo de concentración para huir de la muerte en La lista de Schindler; o que el preadolescente James afrontando en soledad, en medio de la guerra y en un campo de concentración japonés, su tránsito de la infancia a la hombría prematura de niño sobreviviente en El imperio del sol. La máscara de dolor infinito de Haley Joel Osment en Inteligencia artificial es un símbolo de toda infancia abusada, es un clamor por justicia y reparación hacia las primeras víctimas de toda injusticia: los niños. Un clamor que no es respondido por ninguna de las dos espiritualidades a las que Spielberg demanda: la judía y la cristiana, presentes en signos e imágenes en cada una de estas películas, un llamado estéril a un ecumenismo salvador, de la infancia y del mundo amenazado por un futuro (casi un presente ya) apocalíptico como el de Inteligencia artificial. Pero es en Atrápame si puedes en donde todos esos llamados, esos signos sobre la superficie de la pantalla, se multiplican y se estrellan contra la pared sólida de la adultez. Frank Abagnale jr. es un chico que confunde la fantasía de infancia perpetua de Peter Pan con el brillo consumista del capitalismo; consumir es ser un niño para siempre y el fraude la moneda de cambio que Frank jr. maneja con genialidad. Su contracara es Carl Hanratty, el adusto y solitario policía calvinista, su sombra negra que lo persigue y atrapa en Francia, en Nochebuena, frente a un desfile de fieles que van a misa de gallo. Solos los dos. Adultos al fin; Frank jr. listo para incorporarse al mundo de la madurez, de la legalidad, del vacío y la nada escondidos tras la pantalla del dólar.
Esas imágenes, de las más poderosas que haya generado el cine mainstream del nuevo siglo, marcaron un cenit en el cine de Spielberg; a ellas le siguieron películas desiguales, desde la vacua Caballo de guerra hasta las correctas Munich o El puente de los espías, pero el niño Spielberg parecía haber dejado de volar.
Por eso The Post parece una vuelta a los viejos tiempos; otra vez el ímpetu y la alegría en la puesta en escena; otra vez –aún dosificado- el vértigo contagioso. Pero, ¿dónde está esa otra dimensión, ese segundo plano del relato en que se jugaba la mirada demandante del niño artista, del joven precoz que desnudaba las miserias del mundo adulto inventor del capitalismo y la muerte serial, del dólar y la soledad. Ese subtexto doloroso y fascinante no existe en The Post, otra vez una película unidimensional, empapada de un espíritu en apariencia libertario pero de una ingenuidad peligrosa, impropio del tiempo presente desde el cual vemos la historia. Spielberg no tiene derecho a creer que toda amenaza a la libertad se conjura en la Corte Suprema, dejemos ese equívoco para Oliver Stone. Hay algo que no funciona en la bonhomía liberal de Miss Graham y Bradlee, algo que Spielberg no se preocupa esta vez en indagar. Apenas dos ejemplos:
1. Robert McNamara, amigo de miss Graham, es en The Post un poco más que un anfitrión hospitalario y anodino. Errol Morris dedicó a Mc Namara su deslumbrante documental Nieblas de guerra; la fascinación que genera este devoto servidor del imperio, un prolijo genio del mal, un cuáquero honesto y convencido de su misión, desmiente sin remedio al burócrata medroso que muestra Spielberg.
2. El cine mainstream de Hollywood ha encontrado en Richard Nixon al chivo expiatorio de todos los males de la Norteamérica contemporánea. Nixon es el tramposo, resentido y malintencionado que desde su mediocridad puso en peligro a la democracia americana. Para este cine Nixon fue una anomalía que, una vez eliminada, permitió que la pureza volviera a las calles de Washington. Esta visión simplista y tranquilizadora, la del Nixon de Oliver Stone, por ejemplo (igual a la del mainstream alemán con respecto a Hitler y el nazismo, con La caída como ejemplo supremo. Unos locos que aparecieron de la nada a interrumpir el sano y ordenado progreso del pueblo alemán; unos locos que una vez derrotados huyeron a la Argentina, país nazi si los hay) es la que sostiene Spielberg: la figura de Nixon vista a través de una ventana de la Casa Blanca, hablando por teléfono y ordenando represalias y castigos, es el eje del mal hecho persona. Richard Nixon es otro cuáquero como McNamara, pero grosero y mediocre, tanto como para traicionar la buena fe del imperio inventor de la libertad. Muerto el perro mediante la rabia del Watergate, nos dicen esas películas bienpensantes, se terminó el mal y todo volvió al buen camino.
Richard Nixon era famoso por su risa pública, una mueca de sus dientes grandes, blancos y parejos desmentida por su mirada fría y calculadora. Una mímica que atravesó casi medio siglo de vida política norteamericana. Según The Post, Katherine Graham parece haber afrontado la suya con una sonrisa diferente: amable, desprovista de deseo y ambición; el gesto de una madre protectora que perdura y salva. Puesto a elegir Steven Spielberg eligió contar la historia a través de la sonrisa de mamá.
Acá puede leerse la crítica de Hernán Gómez sobre la misma película.
The Post (EUA, 2017). Dirección: Steven Spielberg. Guión: Liz Hannah, Josh Singer. Fotografía: Janusz Kaminski. Edición: Sara Broshar, Michael Kahn. Elenco: Tom Hanks, Meryl Streep. Michael Stuhlbarg, Alison Brie, Bradley Whitford, Duración 116 minutos.
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