la-luz-incidente-poster1. La luz incidente está enmarcada en dos escenas/paréntesis que la contienen y que son una expresión distinta de lo que se ve en el interior de las mismas. En la primera escena, la madre (Susana Pampín) cuenta, de improviso y casi como si estuviera en una sesión de psicoanálisis, el sueño que tuvo con su hijo, y los recuerdos entonces se disparan hacia las borracheras juveniles. Luisa (Erica Rivas) aparece luego, en el fondo, sonriente ante el comentario de la madre y levemente desenfocada. En el final, nuevamente las dos mujeres en el mismo lugar, pero ahora con las hijas de Luisa jugando entre ellas. La cámara comenzará a alejarse lentamente, cuando la madre se va de la casa, hasta una lentísima salida del foco visual mientras el sonido del juego entre madre e hijas permanece durante los títulos. Son dos escenas relajadas y luminosas, casi felices en la interacción entre los personajes, y que sirven para enmarcar, por contraste, la historia que contienen.

2. Hay otro marco sustancial que funciona como una suerte de paréntesis concéntricos a los de las escenas mencionadas. Las dos secuencias asociadas a los bailes funcionan como representación precisa del punto de partida y de los cambios operados en los personajes. Al comienzo, el baile del casamiento es observado desde afuera por Luisa. La tristeza no deviene solamente por la rememoración del pasado feliz, sino por la sensación inevitable de estar sola en un mundo en el cual todo se ve, se muestra, en parejas. Refugiada en la puerta de la cocina en el comienzo de esa secuencia, vaga por la fiesta mientras observa a un lado y otro, hombres y mujeres en pareja. La ruptura de esa secuencia aparece en el cruce de miradas con Ernesto (Marcelo Subiotto), cuyo lugar es similar al de Luisa, pero más vital, a juzgar por el movimiento payasesco que ensaya para atraer su atención. El momento que refleja ese lugar esquivo que ambos ocupan es cuando se alejan del salón y observan la fiesta desde lejos, en silencio, y de espaldas a la cámara. Antes del cierre de la película, una escena de baile similar muestra que los dos, pero especialmente Luisa, ahora están adentro, y no afuera de la fiesta. Han pasado de la periferia al centro y de ser quienes miran a convertirse en el objeto de la mirada de los otros.

3. Si La luz incidente es una película diferente es por su decisión de contar lo que le pasa al personaje central –y por consiguiente, toda la historia- desde su mirada. No se trata simplemente de ver lo que ella ve, sino de una fijación en la mirada de Luisa por la que atraviesa toda la historia. Si recién en la segunda escena empezamos a entrever la enormidad de esa mirada –no parece casual que, como se menciona antes, las escenas de inicio y de cierre se despeguen de la cercanía de Luisa hasta dejarla fuera de foco-, es porque desde el momento en que los ojos de Luisa se cierran para oler las camisas que fueron de su marido, no habrá otra manera de comprender lo que pasa con ella y lo que la rodea. Lo notable es que la película no se vale de primeros planos, quizás consciente de la imposibilidad de captar el poder de esos ojos desde la cercanía. Y también porque los ojos de Luisa funcionan en tándem con los movimientos de la boca. Una boca que permanece mayormente cerrada, inmóvil, subrayando de esa manera la expresividad de esos ojos que se abren y se mueven tratando de contar de alguna manera lo que está pasando. Hay que ver la forma en que circula la mirada de Luisa en la primera salida con Ernesto, en ese club donde toca una banda de jazz, mientras él le explica que el pianista, en su solo, es como si estuviera haciendo un monólogo sobre la base que le dan los demás. Va de la cara de Ernesto –que no la mira cuando explica-, quizás más presumiblemente de la boca de la que salen sus palabras, hasta la copa del trago que toma, pasando de la atracción y la curiosidad a una repentina puesta a la defensiva. Aún en una escena en la que el eje pasa por Ernesto –la visita en la que conoce a las hijas, le lleva regalos y les canta canciones-, la mirada de Luisa concentra toda la atención, como si de ella surgiera un magnetismo del que ni la cámara, ni los ojos de los espectadores pudieran despegarse.

maxresdefault4. Lo interesante es que a Ernesto solo lo vemos desde la perspectiva de su mirada, incluso cuando los planos son generales. Solo sabemos de él lo que ella ve, y no porque la cámara se transforme en subjetiva, sino porque no hay Ernesto si no está Luisa, porque no sabemos nada de él que no sea lo que hace o dice ante ella. Incluso los comentarios de la madre funcionan sobre una potencialidad que debe corroborarse en la mirada de su hija (“parece ser una buena persona”). Por esa razón también Ernesto aparece a nuestros ojos con los mismos vaivenes internos que le generan a Luisa. Si las escenas en las que Ernesto aparece en la puerta del departamento de Luisa prefiguran esa construcción de manera notable –no sabemos nada hasta que se abre la puerta-, la continuación de una de esas escenas es todavía más palpable para reponer la predominancia de la mirada de la protagonista. Un sábado, Ernesto se aparece sin avisar, con una guitarra en la mano, con la intención de invitar a Luisa y sus dos hijas a un picnic. Luisa le plantea que esa no es la forma, que debe avisarle cuando vaya, y que no corresponde que actúe de esa manera. Levemente perturbado, sin decir nada, Ernesto se va. Pero Luisa, antes de entrar al departamento, se vuelve y observa por la mirilla del ascensor, que aún permanece allí, la cara abrumada, triste, de Ernesto, antes de que el artefacto se lo lleve pisos abajo. Y es, sin embargo, la escena del baile del final la que exhibe el poder de esa mirada de una manera todavía más contundente. Luisa baila con Ernesto, lentamente. Su expresión al comienzo del baile es sonriente, aunque se puede intuir cierto forzamiento. Pero con el paso de los segundos, su cara se transforma, y la predominancia regresa a sus ojos, que reflejan una angustia que ni siquiera busca consuelo en la mirada del otro. Lo que busca es el hombro de Ernesto, lugar donde esa mirada parece encontrar la única protección ante esa angustia.

5. Posiblemente la fotografía en blanco y negro –esencial en la utilización que la película hace de la luz- distraiga en cierto punto de la construcción del espacio sonoro. Hay un énfasis allí que no es habitual en el cine argentino, para que esa representación sonora funcione en sincronía con lo que pasa con el personaje central. Hay una decisión de que ese espacio no sea ocupado por ruidos ajenos a la trama. De hecho, en la escena en que va a la oficina de su esposo, apenas se escucha el sonido de un teléfono que suena entre los pasos de los personajes. Es en ese lugar, más que en el espacio físico, donde se pone en juego la esencia del duelo que arrastra Luisa. El silencio del departamento en el que vive, los diálogos casi susurrados, como pidiendo permiso, los momentos en que esos diálogos se suspenden en los gestos que acompañan un nuevo silencio. Hay un equilibrio que la película sostiene desde el comienzo y que se quiebra solo en las irrupciones del tramo final. La primera ruptura es la reacción de la madre –de un nivel sonoro inusitado en la estructura de la película- hacia Luisa cuando ésta desliza, como un lamento, no haber podido ver los cuerpos de su esposo y de su hermano en la morgue. La segunda es la sesión de fotos con Ernesto y las nenas, en la que no solamente Luisa ha perdido el control de la situación, sino que además el silencio del departamento es invadido, ahora de manera contundente y definitiva, por las decisiones de Ernesto.

lli_erica-foco6. La imagen, en cambio, trabaja sobre la idea de la representación del vacío. Eso en lo que se ha convertido la vida de Luisa después del accidente. El vacío que empieza con la imposibilidad de ver los cuerpos –por eso es crucial la breve escena con Nelly para romper esa sensación, en la que le pregunta cómo los vio cuando fue a reconocer los cuerpos-, pero que se traslada a cada ámbito, del que solo es rescatada por Ernesto. Las camisas del esposo que cuelgan en el placard, que huele y abraza como intentando atrapar ese cuerpo que ya no existe, las camisas que vuelve a planchar, como si todavía esperaran por su dueño. El despacho en el estudio, donde apenas sobreviven objetos que quedaron a la espera de un regreso que nunca ocurrió. La quinta, el espacio donde su esposo tuvo sus últimas horas de vida. El lugar del accidente, donde busca las huellas físicas de lo ocurrido. Espacios y objetos que de a poco van difuminando la existencia de ese hombre que ha muerto –nunca sabemos cuánto hace que ocurrió, un detalle más que interesante-, pero que sigue resistiendo en la memoria –la mirada, los gestos, el cuerpo- de Luisa. Ese vacío es el que Ernesto va ocupando de a poco, con esa paciencia –e insistencia- que se revela en la escena aparentemente inocua, pero tan reveladora de la explicación de la lucha grecoromana. Esa escena en la que los dos ocupan un espacio vacío y lo iluminan. Que pone en escena la posibilidad de que la memoria también puede ser un acto de felicidad –aún en la rememoración de la derrota-, y que es absolutamente relevante sobre lo que veremos desde allí y hasta el final.

Aquí puede leerse un texto de Paula Vazquez Prieto sobre la misma película.

La luz incidente (Argentina, 2015), de Ariel Rotter, c/Érica Rivas, Marcelo Subioto, Susana Pampin, 95’.

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