Primavera, verano, otoño, invierno y primavera otra vez… Bajo el calor de la soleada California se despiertan de su letargo los inertes conductores embotellados para dar rienda suelta a un cántico explosivo en colores dinámicamente danzantes sobre los sueños y su concreción en forma de éxito. Ciudad quimérica con narración en tiempo perpetuo, cíclico como la memoria. Se acaba donde se empezó, a expensas de la nostalgia.

En ese congestionamiento embebido de cantos tan alentadores como triunfantes es donde se cruzan los protagonistas de La La Land para dar paso a un jugueteo de pequeñas riñas que los lleva al enamoramiento. Esos altercados que se dan en la pareja significan no sólo un juego simpático de cortejo, sino un choque de épocas: mientras Sebastian (Ryan Gosling) representa lo clásico, Mia (Emma Stone), personifica lo moderno. El relato comienza con el punto de vista de la mujer: Mia se viste de forma llamativa, con tonos brillantes; los espacios que recorre son escandalosos desde las coloraciones hasta la movilidad de la cámara; es vértigo y velocidad lo que personifica a quien sueña con triunfar como actriz en Hollywood. Del otro lado aparece el personaje amante del jazz, quien escucha discos de vinilo, maneja un Buick Rivera del 82 de estilo antiguo y toca el piano en bares que delimitan su vida bohemia. Con él los pigmentos se muestran opacos y, cuando no, los colores chillones parecen atacarlo, haciéndolo su víctima. El lugar donde se produce el primer choque entre los personajes se sirve de un mural para adornar la escena: imágenes de Chaplin, Monroe, Dean, Temple… referenciando al cine clásico. Incluso, por momentos, Gosling tiene ese tono actoral de propio Gene Kelly, de movimientos espasmódicos, casi propios de un clown. Al captar a este personaje, la cámara se muestra más tranquila, más suave. Es un protagonista que se define por lo romántico y se siente orgulloso de ello. Esta dualidad entre la opacidad de Nueva Orleans y la luz de Los Ángeles comienza a amalgamarse haciendo que un mundo se nutra del otro, sin lograr un cambio radical. Es una reacción física más que química.

Dentro de ese forcejeo entre diferentes universos que pugnan por el mismo fin -concretar el sueño de triunfar-, el musical se presenta incorporado a la narración de manera que ésta se nutre de los cambios de luz teatrales, dramáticos, haciendo que el número se vuelva un sueño diurno. Por ello es necesaria la fascinación por el cinemascope que ofrece un mayor espacio para liberar esos cuerpos errantes a través de los planos largos -todos los números musicales sin corte-, que atrapan al espectador, quien se deja llevar por una cámara ligera que recorre los espacios con sus bailarines. El baile es liberación, es ese momento musical el que irrumpe para contar la realidad, pero también para interrumpirla y hacerla soportable. La La Land presenta un universo hermético, desligándose de las denuncias que inicialmente encaraba el género musical, embistiendo la necesidad de afrontar las crisis financieras a costas del negocio del espectáculo. En este caso, lo que buscan los personajes no es saciar una necesidad material sino una narcisista: la búsqueda de la aceptación por parte de ese gran Otro que es la audiencia.

La actualidad del musical, quizá el género más relegado, hace que sea necesario, como en sus comienzos, “tomar prestados” estrellas de otros universos. Como en su momento sucedió con Dick Powell (radio) y Ruby Keeler (Broadway), hoy Ryan Gosling y Emma Stone se avocan al baile y al canto, siendo la nostalgia mayor la pérdida de los cuerpos: sin dejar de estar bien en sus papeles, es una cuestión casi moralmente dudosa intentar -teniendo en cuenta esa fascinación que Chazelle admite a los gritos sobre el cine musical y sus ídolos-, emular en escena a Fred Astaire y Cyd Charisse. Pero ese mundo clásico está claramente terminado. Sentado a la mesa de un café, Gosling tiene de fondo un cartel enorme de naranjas californianas, evocando esa especie de Edén que es Los Ángeles, mientras, al otro lado de la calle, la “modernidad” ha arrasado con un mítico lugar de jazz para implantar un bar de samba y tapas. La lucha del personaje se fundamenta en no dejar morir el jazz clásico, y la forma en que elige afrontar esa lucha es a través de la memoria, recordarle a la gente para que se retome el goce del género a punto de extinguirse.

Por eso mismo la escena inicial de la película inaugura una serie de citas al cine, en forma de mero glosario, comenzando por Las señoritas de Rochefort (1967), de Jacques Demy. El fantasma del director francés se estampa tanto en la escenografía colorida que entintan tonos duros, centellantes, así como también en la resolución final de la película, en que se destaca Los paraguas de Cherburgo (1964). A partir de ahí comienzan a desfilar las referencias a diferentes películas: Rebelde sin causa, Grease, Los asesinos, Sweet Charity, La adorable revoltosa, Cantando bajo la lluvia, El gato negro, Notorious…Todo en la misma bolsa y con la misma consideración en un pastiche irreflexivo. Retomar el género sin modernizarlo. El homenaje se hace no sólo desde la cita, desde la puesta en escena de cuadros musicales y carteles, sino desde la estructura topográfica que cuando mucho se ensombrece hacia el final.

Finalmente, ese cruce entre lo clásico y lo moderno queda trunco. En La La Land como en Whiplash (2014), el éxito requiere del sacrificio. En Whiplash, el sacrificio era el del cuerpo, en La La Land, el sacrificio es el del amor. Chazelle elige, como el personaje de Gosling, no modernizar. Si algo tiene que morir, que lo haga en su ley. Preservar las raíces morfológicas del género es también asegurar el éxito buscado, siendo que los géneros se constituyen -más allá de como un requisito burocrático para el proceso de producción-, como fórmulas redituables en taquilla. Acá la premisa es el éxito.Es por eso que el homenaje se vuelve panegírico de una nostalgia que, al no actualizar, deja morir. Retomar los comienzos sin digerirlos deja sólo añoranza pétrea, no creadora -innovadora-, no logra pontificar ese cine porque no lo actualiza, no reflexiona sobre él. El homenaje se vuelve piedra lapidaria. El cambio es lo que mantiene la vida de todo, incluido el arte -ya sea en forma de jazz o en forma de cine-. El cine musical se muere. Autoconscientemente o no, la película de Chazelle encana su propia imposibilidad: la de volver al tiempo clásico de forma viva, animada -con un alma revitalizada-, sin mostrar nada nuevo bajo ese sol californiano.

La La Land (EUA, 2017), de Damien Chazelle, c/Emma Stone, Ryan Gosling, Rosemarie DeWitt, John Legend, 168′.

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