Hace exactamente tres años estrenaron El topo (Tinker Tailor Soldier Spy), una de las obras maestras de este siglo. Basada en una novela de John Le Carré que supo tener una célebre versión televisiva con Alec Guiness[1] (1979), ponía en escena una trama de relaciones afectivas en el marco de la guerra fría. Era una película de espías y ese fue uno de los encantos no menores de ella, pero también era una historia de amores cruzados, con un romance heterosexual tan brillante en primer plano que no hacía más que echar luz sobre el lado de sombra, la homosexualidad social y legalmente reprimida durante aquellos años. Da la casualidad de que El código Enigma, donde la homosexualidad del matemático Alan Turing es inevitable y nada invisible, no sólo está protagonizada por dos de los actores de El topo, Benedict Cumberbatch y Mark Strong, sino que además tampoco está dirigida por un británico. Esta película de ambiente, modismos y personajes very british fue dirigida por un noruego, así como un sueco terminó siendo el responsable de la otra (el mismo de Criatura de la noche, Let the Right One In, también director de la negra sátira Cuatro tonos de marrón, seguramente mejores y más innumerables que los lavados cincuenta de gris que se nos vienen).
Las candidatas a mejor película de esta entrega de los Oscar son, en su mayoría, biopics, que es como suele llamarse en inglés a las biografías, lo que en principio invita al bostezo, habida cuenta de que el género no suele hacer otra cosa que levantar monumentos, y los monumentos suelen ser estáticos, aburridos, monolíticos y apologéticos cuando no inmediatamente ridículos. A lo sumo, funcionan como antes lo hacía el pequeño Larousse ilustrado y ahora Wikipedia, lo que no deja de tener un mínimo interés en tanto divulgación introductoria, data fácil, inmediata. Por eso el sentido del humor de El código Enigma resulta sorprendente. En medio de tan mediocres horizontes, que una película de esta índole pueda ser considerada incluso como una comedia cuyo mayor defecto consiste en no serlo hasta el final, es motivo de asombro. La historia no es sencilla y, como pasa con toda película biográfica, un análisis exhaustivo debiera incluir la comparación de lo que se cuenta con lo que dice la Historia para saber qué versión de ella decide contar, aunque no cabe esperar nada contracultural de una matriz como esta. Aquí no haremos eso por falta de tiempo y conocimientos, así que nos atendremos a lo que el relato privilegia: la historia de un matemático británico que se ofrece a trabajar para el Estado durante la Segunda Guerra Mundial, descifrando el código de comunicación en clave de los alemanes.
El matemático en cuestión, interpretado por Benedict Cumberbatch, tiene serias dificultades para relacionarse con los demás y, como a todo genio, lo único que le interesa es aquello en lo que es bueno, aquello en lo que pone todas sus energías, quitadas a su vez del esfuerzo de integrase a la vida en sociedad. Pero a este matemático, además, le gusta coger con hombres (cosa que no se ve jamás pero se declara abiertamente), lo que nunca fue ninguna novedad, pero por aquellos lares y durante aquella época estaba penado por la Ley. Apenas cuarenta y cinco antes de los sucesos que cuenta la película habían condenado a prisión a Oscar Wilde por ello y Alan Turing no la pasaría mejor. Pocos ingredientes combinan tan bien como: Segunda Guerra Mundial, muchos ingleses juntos (Keira Knightley, cuyos huesos son ya columna vertebral del star system cinematográfico contemporáneo, cumple la función de relleno sexual, ya que no intelectual pues su personaje resultó ser una pieza clave del equipo de trabajo), homosexualidad y altas dosis de ironía. Me olvidé de los espías, que aquí también hay como en El topo, de la que El código Enigma es una versión infinitamente más convencional pero también más ligera. Y la relación entre espionaje y homosexualidad en Gran Bretaña fue fundamental ya desde la primera posguerra, después de la revolución bolchevique, como bien cuenta una película de 1984 llamada Another Country, sobre la que pueden leer este fragmento de El sublime objeto de la ideología de Zizek que habla de ella. Si hay espías, también hay suspenso o, al menos, secretos. Aquí encontramos las dos cosas, y el suspenso mayor consiste en saber si el grupo de científicos reunidos conseguirán descifrar el sistema de transmisión de secretos de los nazis.
El humor de El código Enigma está lejos del humor rebelde y vitalista de las películas de Richard Lester con los Beatles (Anochecer de un día agitado, Help!), mucho más lejos aún del grotesco, nihilista, contrahecho y lúcido en extremo de los Monty Python (La vida de Brian, El sentido de la vida). El humor de El código Enigma es el humor de comedias de los estudios Ealing como El quinteto de la muerte (The LadyKillers, que tuvo una remake de los hermanos Coen, quienes también reescribieron Gambit, el mejor homenaje filmado durante este siglo a una clase de comedia que sobrevivió hasta los años 80 exclusivamente por obra y gracia de Blake Edwards), El hombre del traje blanco, The Life and Death of Colonel Blimp, Kind Hearts and Coronets, Whiskey Galore!, famosas en todo el mundo durante la década del 50, y por momentos también es el de velocidad media (no llega nunca al infernal de las screwball o comedias locas) de Hollywood. Vale decir que es un humor de la primera mitad del siglo pasado, lo que suena a cosa vieja por más que para un cinéfilo viejo sea cosa de todos los días y motivo de goce particular, ese que habita en las convenciones que, conscientes de su naturaleza artificial, tensan a través del absurdo su propia cuerda tanto como se pueda sin cortarla nunca. Goce paradojal, que se muerde su propia cola, explotando el reverso de la cortesía, de las formalidades, de los lugares comunes, de la circunspección ceremoniosa, de la representación social, de los usos y costumbres rituales.
Pero El código Enigma siente la obligación de dar cuentas de lo real, sea lo que ello fuere, sobre el final manda al diablo la ligereza zumbona con que se había tomado todo hasta el momento, y se pone seria, lo que en un guión convencional suele querer decir que cierra la historia de manera tal que no haya demasiadas dudas, consiguiendo exactamente lo contrario. Ese cambio de tono final es abrupto, nace en la única discusión que sostiene la pareja heterosexual protagonista, y deriva en un epílogo martirológico que incluye una referencia cristiana grosera (cuesta creer que pagaron 7 millones de dólares, como se dice por ahí, por el guión, o más bien cuesta creer que alguien haya podido escribir algo así y ganar esa plata), un poco de sufrimiento, un elogio del primer amor más bien banal, y con todo no siento que nada de esto invalide el placer anterior. Puede también que el punto de inflexión esté apenas unos minutos antes, cuando el protagonista –individual y/o colectivo- se imponga tomar una decisión que implica vidas humanas y la película juegue a dos puntas con otro motivo sentimental nada sutil, pero el verosímil histórico naturaliza lo que en otro contexto sería consierado criminal, el diseño de arte recuerda el de los melodramas bélicos de la época (que nacieron de espaldas a la realidad, como todo lo que llamamos clasicismo, hasta que la modernidad cinematográfica le pidió cuentas de su responsabilidad histórica) y, si no la exculpa, facilita nuestra complicidad, imprescindible para divertirse un rato sin olvidar que la mención al perdón monárquico en la placa final parece involuntaria sino institucionalmente irónica.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Rodríguez sobre Benedict Cumberbatch, y otro de Esteban Valesi sobre Citizenfour.
El código Enigma (The Imitation Game, Reino Unido / EE.UU., 2014), de Morten Tyldum, c/ Benedict Cumberbatch, Keira Knightley, Matthew Goode, Mark Strong, Rory Kinnear, Allen Leach, Matthew Beard, 114’.
[1] -¿Qué llevaría el aristócrata?- reflexionaba Alec.
Alec comienza con el vestuario y luego se mete en la piel del personaje, a diferencia de nuestros actores del método, que comienzan con las entrañas y, con suerte, llegan hasta la hebilla del cinturón.
(…) Alec había insistido en que Balcon le permitiese echar mano de Robert Hamer como director.
(…) Robert y yo nos llevamos maravillosamente. Era un cínico bromista y estaba enamorado con desesperación de la actriz Joan Greenwood, con mucho la mejor comediante de la época, aunque no estaba hecha para el amor, como ella misma le había confesado en tono solemne: “Soy demasiado pequeña para ser penetrada jamás”. Robert se lo creyó (Gore Vidal, Una memoria).
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