Star-Wars-PosterHollywood llegó a constituirse como un oligopolio integrado verticalmente, que dominaba con su producto principal, el largometraje de clase A, los tres sectores de la industria: producción, distribución, exhibición. Sin embargo, este panorama benévolo se acaba con la sanción de las Sentencias Paramount: sentencias judiciales basadas en la ley antimonopolio, que en 1948 obligaron a la mentada productora –e indirectamente al resto de las majors– a dejar de lado la integración vertical que las caracterizó históricamente.  En ese momento bisagra, el negocio del largometraje dejó de existir por sí mismo, ya no era negocio. Consecuentemente, Hollywood prolongó la experiencia del entretenimiento más allá del acto de ver la película y lo hizo por medio de un nuevo producto conocido durante los ’80 y ’90 como “high concept”. El high concept llegó para inscribir definitiva e irrevocablemente al cine en el mapa de consumo del posmodernismo. El cine abría así sus ventanas al mercado de una forma hasta ese momento impensada.

Concebida inicialmente para la tv, una película High Concept consistía en una historia directa, sin vueltas, fácil de comprender. Una historia que pudiera ser resumida en un spot de tv de treinta segundos. Una historia fácil de vender. El spot publicitario no persigue otra finalidad.  Personajes simples, historias sencillas y una estética que debía poder transportarse sin problemas de una ventana comercial a otra: publicidad en tv, trailers, gráficas en revistas y vía pública; y luego, youtube, banners y otras aplicaciones vía internet. El aspecto de una película comienza a parecerse cada vez más al de la publicidad. Lo cual significaba una ventaja comercial.

En este nuevo contexto, la coherencia narrativa ya no importaba demasiado. Otros intereses prevalecían. A modo de ejemplo: en un punto del film Jurassic Park, la cámara atraviesa el local de souvenirs del parque jurásico, exhibiendo toda una línea de remeras, cajas de comida y otros recuerdos, idénticos a los que podían comprarse en la entrada del cine o en jugueterías. El film se convierte así en un “multiplicador” para la venta de otros productos: libros, programas de TV, discos, juguetes, juegos, videos, remeras, revistas. La estética se mercantiliza a tal punto que las productoras ya no se distinguen en la factura de sus productos cinematográficos. Todo se serializa. Todo se fusiona: los convenios con la industria discográfica no sólo proponen la venta del soundtrack, también pueden promocionar un artista musical al estrellato.

La sala de cine surgida en la etapa económica y social de la modernidad, ya no se constituye como el  espacio físico más propicio para ubicar este nuevo producto. Obedeciendo a la lógica de la réplica, los multicines se artesonaron con la misma parafernalia del High Concept, un producto bullicioso, estridente y llamativo. De ese modo, la salida al cine se reubica en los usos culturales, así como el surgimiento de otro tipo de espectador exige otro tipo de institución física. Muchas más pantallas disponibles, mucha publicidad televisiva y un gran número de salas cada vez más pequeñas. El lanzamiento de saturación viene a reemplazar como estrategia al sistema, clásico en Hollywood, de lanzamiento por etapas. Lo hoy que conocemos como estreno mundial.

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La película High Concept funciona como exceso, ese es su mecanismo: todo es excesivo: los golpes de la banda sonora, los efectos especiales; las actuaciones; los personajes; los físicos hiperbólicos; las super stars que irrumpen en el film imponiéndose por sobre el personaje que deberían representar. Por lo tanto, la identificación con la narración y los personajes se dificulta porque todo está construido desde la superficie. Concebido para disponer múltiples actos de consumo a través de diferentes formatos, el high concept invierte poco en el relato. Pareciera que ya no habría historias que contar. Y en este sentido, se acerca más a la relación patémica que hace un espectador de spot de tv. Una de las variantes del comercial de tv es urdir una escena en torno a un insight: una situación cotidiana fácilmente reconocible e identificable, pero desapercibida hasta que el comercial nos la expone en toda su evidencia (ejemplo); ese simple entendimiento nos provoca una agradable descarga emocional, pero habla más de un auto reconocimiento que de una verdadera identificación. Por otra parte, la relación empática que llegamos a establecer en el cine con un personaje va mucho más allá de ese débil vínculo, al punto que nos provoca casi un desconcierto ontológico dada la proximidad de lo uno (nosotros) ante lo alter, el otro.

RS-PosterDada la coyuntura, la publicidad no dejó pasar semejante oportunidad. En el cine ofrecía un reservorio de recursos audiovisuales, una retórica articulada y definida, disponible para tentar a un consumidor que se define, cada vez más, por atender únicamente al llamado de la seducción. En este sentido la publicidad se vuelve doblemente impactante: ocupa un lugar de privilegio y exposición permanente; las marcas deben actualizarse como los banners de la web, con una frecuencia tal que le depare una presencia evidente, visible. El ejercicio publicitario, siempre atento a las demandas del consumidor, no dejó de percibir un nuevo tipo de espectador que, animado por los usos interactivos de las redes sociales, se torna cada vez más y más ansioso; en un sentido físico, patémico. El entretenimiento debe convertirse en la posibilidad inmediata del divertimento, este nuevo espectador tiene una efervescente necesidad de participación. Y la tecnología, escucha y promueve ese llamado.

Las nuevas tecnologías interactivas modificaron los conceptos de espacio/tiempo propios del período de la fundación de las salas de cine. Los contactos se mediatizaron y las experiencias se hicieron cada vez más impersonales. Las redes sociales modificaron las formas de interacción y relación: la modificación de la cita y el encuentro, sin imprevistos. En este escenario, un nuevo consumidor cultural avino con un urgente apetito: una imperiosa necesidad de participación e interactividad. Dejar de mirar y pasar a actuar. Pero ese momento actancial, se define en una paradoja, o por lo menos un contrasentido, un gesto irónico: el espectador actúa de acuerdo a lo que ve, mejor dicho: a lo que se le deja ver. Persiguiendo índices e instrucciones, hacé click y roll over, adelanta y rebobina, pausa, y detiene el movimiento; es un espectador supremo que se impone al flujo de las imágenes. Un espectador extremo, hiperbólico, que busca en las diversas pantallas soporte (tv, notebook, celular, mp4, iphone, ipad, etc) los signos que remitan a su propia vida, y los imita. Espectador puro que mira para saber qué hacer. Y esa búsqueda implica descubrir  el sentido que ocultan aquellas imágenes que, paradójicamente, lo exhiben a él mismo como un protagonista desplazado y desfasado, pero que lo certifican como integrante tecnológico de una comunidad. (Lo cual calma de momento los pulsores ansiógenos).

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Luego, la ilusión de control que experimenta este nuevo consumidor audiovisual, aquí exaltada al máximo, parece ser total y, aún así, sigue siendo defectiva: puesto que siempre quiere más; es un sujeto definido por la inquietud, ya no intelectiva, ni qué decir ontológica; sino una inquietud, que responde a esa misma tecnología, una inquietud actualizante, acuciante, que no da respiro: me gusta, no me gusta, en qué estoy pensando, comento la peli, etc; al igual que las venias militares que actualizan y certifican un estado de situación de significante vacíos, este espectador/consumidor está obligado a decir siempre: presente. A hablar como loro como proponen los últimos comerciales de la marca Nextel. Y en el análisis estratégico de esta empresa podemos encontrar el comportamiento tendencioso de la publicidad actual. La marca nos presenta su nuevo logo a través de un Team Loro, un simpático equipo de pájaros animados que, diseñados bajo la copia (o émulo) de la iconografía Pixar, pretende hacer lo que Pixar hace: obtener una amplitud de llegada e impacto que trasciende transversalmente el target: el dibujo gusta tanto a un niño como a un adulto, a un padre como a un adolescente, a un sujeto de clase baja, media, alta; en fin, a todos. Es que Nextel se propone modificar su estrategia comercial: ya no apunta al sonido del éxito (como rezaba su anterior slogan), sino que ahora pretende ser de todos, en la placa final del spot nos enteramos que los productos Nextel ahora también se venden en kioskos; la marca ya no excluye, ya no invita selectivamente al supuesto y segregado éxito.

Pero hay que notar también cómo el funcionamiento de la narrativa acompaña esta definición estética, amena e incluyente. El spot de tv (que, destaquemos, primero tuvo su lanzamiento en salas de cine) oculta el producto detrás de una metalepsis: nos invitaba a hablar como loros, porque básicamente todos tenemos un loro dentro. En el spot los personajes diseñados acuerdo al molde Pixar, se arrojan de un avión y en la caída liberaban de sus gargantas, literalmente, un loro para que sus paracaídas se abriesen. Hablar como loros nos mantiene entonces en el vuelo. Es interesante notar que detrás de ese relato audiovisual publicitario reside un involuntario acierto crítico: hablar como loro es hablar insoportablemente, hablar hasta el cansancio, en frecuencia, caudal, timbre o prontitud; pero la metalepsis al estar amenizada por la retórica y la narrativa pierde su original condición peyorativa y trastoca en positiva y deseable una ansiedad contemporánea: hablar, hablar, hablar urgentemente, de lo que sea, en el momento que fuere; dónde, cuándo y por qué: no importa. Importa el cómo (y el cómo corresponde a una función lingüística definida): importa que hablemos, que hablemos más, que participemos, no importa la motivación; pero necesitamos hablar esa lengua loro de la interactividad falsa y virtual, esa lengua pregnante, funtiva; esa neolengua que en su novela 1984, George Orwell define por su obsesión eufónica, cuyo mecanismo sacrifica la intención de significado en aras del bello sonido, de la brevedad y la capacidad de despertar el mínimo de sugerencias en la mente del parlante. Hace tiempo que el cine mainstrean viene hablando esta neolengua incapaz de despertar la mínima resonancia de significado y de inquietud en el espectador.

Cuando predomina el cómo en el código comunicacional, la confusión prevalece.  El espectador queda acosado por imágenes que se confunden con la realidad y eso es peligroso, porque se extravía la referencia del mundo real, la única válida. En palabras de Frederic Jameson, nuestra época asiste a la transformación de la realidad en imágenes. Tomamos por real lo que en sí es sólo otra forma de representación. Las nuevas tecnologías y los medios contribuyen peligrosamente a una confusa noción de que cada vez sabemos más y promocionan un ambiente de inmediatez del que en realidad sabemos muy poco.

Uno de los riesgos de esta confusión, jugada en una arena propiamente audiovisual, es que toda la realidad se resuma en una percepción a lo cinema qualite; el riesgo de que la atrofia de la potencia escópica acabe en el preciosismo de la imagen, esa frase que surge cuando ya no queda nada por decir: “de la película, me gustó la fotografía”. ¿Cómo puede competir el cine contra esa falsa pulsión de interactividad contemporánea? Cuando la figura del espectador de cine, del lector, del contemplador tradicional es cuestionada como una actividad pasiva, intransitiva, acumulativa, inane. Cuando la lógica del consumo cultural viró tan drásticamente que hasta las formas supuestamente más transgresoras son incorporadas con desfachatez por la producción de bienes. Cuando el arte contemporáneo es fácilmente reasumido por la publicidad y hasta por el guardarropas, el mobiliario y la arquitectura.

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Boccaccio 70

Si la imagen de cine se define, según Badiou, como la visitación de la idea; si la imagen cinematográfica es inaprehensible puesto que convoca una ontología contraria a la apropiación; si desde su semiosis primigenia el cine es fuga y se define por una operación sustractiva donde impera el corte sobre la presencia, la cita publicitaria tiene entonces la facultad de poner entre paréntesis su potencia inaprehensible, su condición perturbadora, al enmarcar motivos, tópicas y dispositivos cinematográficos en el marco cerrado del spot de tv. En Boccacio 70, Fellini relata, en La tentación del Dr. Antonio, un episodio donde la falsa compostura y la convicción impostada de un personaje son interpeladas y puestas en cuestión por una gigantografía publicitaria.  Colocado en frente de su casa, el cartel gigante que exhibe una imagen exuberante de Anita Ekberg, quien en pose extravagante sostiene un vaso de leche, se convierte en motivo de indignación. Es tal la aversión del Dr. Antonio por ese acto de libertinaje que recurre a las autoridades políticas, religiosas, pero sin encontrar mayor respuesta. Esto no hace más que agigantar su obsesión y decide arruinar él mismo el cartel, acto que da inicio a su locura: Anita se materializa y sale de la publicidad para atormentarlo, lo cual expone y deja en evidencia los verdaderos sentimientos y emociones ocultas y latentes del conservador libérrimo Dr. Mazzuolo.

En 2011, la marca Ford promocionó uno de sus vehículos bajo el lema “Salí con una modelo antes de casarte”; en el spot de tv una mujer tan bella como gigante se baja de un cartel publicitario y acude voluntariosa al encuentro con un joven de clase media que la espera sereno apoyado contra la puerta de su auto. La publicidad que se define como el mundo donde todo es posible convirtió en accesible y dio a consumir un elemento que fue originariamente motivo de cuestionamiento y desvelo. Y ese efecto sobre el imaginario es inmediato: si la imagen se define como proyectiva e interpelante, el gesto publicitario acomoda todos los elementos visuales en función de su domesticación y apaciguamiento, apagando lo que Barthes denomina el horror incierto de la imagen. La cita en este caso opera también retroactivamente y le confiere una pátina superficial a aquel relato original. En el imaginario colectivo la potencia visual de ese relato fue desactivada y acotado su poder trágico-cómico. El comercial nos ha presentado como una oferta accesible lo que antes era la representación de un percepto inaprehensible.   

El problema que genera este tipo de retórica es que propaga una expectativa equívoca en el espectador, porque comenzará a exigir la accesibilidad de toda imagen que se le presente. Querrá ver en la duda, la certeza; en el cuestionamiento, el acuerdo explícito; en la inquietud, la tranquilidad imperturbable. De esa manera el cine sufre un pasaje ideológico y de arte popular (que atañe a todo el mundo) pasa a definirse como arte de masas (que no atañe ya a nadie). Pero el cine no es, para el espectador, una vía sustitutiva. El cine no es el vicario de ninguna ilusión ni representa una realidad, pues ya tiene a su cargo el crear una. Un film es un acto intervencionista que cambia la relación de los individuos entre ellos, en su relación con el tiempo y el espacio, aunque ese efecto significante resulte de lo más incómodo (o estimulante). El cine, tal vez el arte menos representativa de todas, propicia una topología ficcional que puede integrarse a la realidad y perturbarla (en su doble acepción) desde dentro. Pasolini nunca dejo de proponer y representar porque creía en esa facultad: el cine puede restituirle al imaginario colectivo una visión más profunda de la realidad, que en aquel contexto se evanescía entre la urgencia de un consumo tan naciente como exultante. Un plano cinematográfico no es una fotografía. Su verdad no existe en sí misma sino en su disposición respecto de aquellos que lo preceden y lo siguen. Choques de estos planos hacen surgir sentido, belleza y percepciones hasta entonces ocultos. ¿Dónde sucede el cine? El film no se produce sobre una pantalla, sino en el espíritu del espectador, ese otro cielo, en palabras de John Berger.

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En la actualidad, el cine sobrevive mayormente como espectáculo de masas. Uno de sus formatos más populares, el 3D, provoca un efecto casi tan invasivo y violento como el bombardeo audiovisual que ejecuta diariamente la publicidad. Sin embargo, el cine es un ámbito de resistencia. En las antípodas de una concepción capitalista del tiempo, el cine llega incluso a proponer un tiempo al que dejaríamos de pertenecer. Un film opera por lo que sustrae, y en esa operación selectiva resignifica la realidad. El teórico Rudolp Arheim apoyó en esa operatoria (que como artefacto lo distancia de la realidad) su calurosa defensa del cine en su condición de arte. Esa alucinación de lo real que moviliza la idea desde un éxtasis contemplativo convierte al cine en la menos dogmática de las artes. Aún cuando los fascismos pretendieron sus servicios, en tanto convoque lo alterno, el lugar otro, la distancia de uno mismo y la posibilidad emocional de otras existencias, el cine se rebela, y rebelará siempre, como antidogmático, fugaz, alucinado, visionario. Todo film de propaganda no es más que eso, propaganda. Un muestrario en el que seguramente no faltan desfiles ni exhibiciones ostentosas, un ejercicio panfletario que como la publicidad, la neolengua y el mainstrean desfallecen en la superficie, y no dejan otra impronta que un vano preciosismo y la efímera codificación de la realidad en imágenes. El cine no es un arte retentivo. Es la menos coleccionable de las artes. Nos lo advierte en todo momento. El cine doblemente fascinante, es la visitación de la idea y la posibilidad abismal de precipitarse hacia la otredad. Y tarde o temprano reclamará su lugar.

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