La fiesta silenciosa pide cine a gritos. O sea, pide sala, pide pantalla y pide gente con ganas de ver una película en el cine. Hoy, que el contexto actual de confinamiento hace que todas las películas parezcan chicas y nos obliga a conformarnos con un visionado reducido en las pantallas de nuestras computadoras o televisores, encontrarnos con una película como la de Diego Fried, que está pensada para la pantalla grande, que tiene pretensiones de popularidad y ganas de apostar al género y superarlo, es motivo de celebración. Es probable que, en medio de tanta liberación virtual de películas y estrenos on line, sus méritos, que son varios y que tienen que ver con el cine y no con la importancia del tema que aborda, pasen desapercibidos y se la recuerde apenas como un ejercicio más, como la historia de una chica que sufre una violación y luego se venga de sus agresores. Eso está, eso ocurre, pero a diferencia de otras ficciones del presente, auto obligadas muchas veces a tratar con seriedad y corrección política temas delicados, sensibles, como pueden ser un abuso o cualquier otro tipo de maltrato o delito, La fiesta silenciosa utiliza el artificio en su favor. No es una película de denuncia, no es una película declamatoria y no es, por sobre todas las cosas, una película interesada en bajar línea o en emitir discurso alguno. No es una película sobre la violencia de género. Es una película de género violenta. Es una rape and revenge, como las de antes, pero filmada lo mejor posible. La oscuridad pesa y las luces son densas. La pericia técnica no está ahí para que advirtamos su virtuosismo sino para que experimentemos su palpabilidad. Por momentos, la fisicidad de los planos recuerda al Bryan Bertino de Los extraños y Mockingbird, es decir, al Bryan Bertino de la violencia porque sí y no al otro, al de The Monster, al del terror como metáfora torpe de los miedos que anidan en la sociedad americana.

En La fiesta silenciosa también hay miedo y hay terror, pero lo que la distancia de sus antecedentes locales (Recortadas, No moriré sola, por poner dos ejemplos), preocupadas mayormente porque en cada plano se note la referencia y el homenaje a un género marginal como el citado, es su reivindicación del cine como ejercicio libre y festivo. Las citas están ahí, pero de manera soslayada, casi imperceptibles y resignificadas: cuando la vemos a Jazmín Stuart llorando bajo la ducha, contra los azulejos del baño, después de la humillación sufrida, y cuando en la escena siguiente Romano recuerda la vez que su hija perdió un punto jugando al voley, podemos pensar en el comienzo de Carrie, donde también hay voley y hay humillación. Con la diferencia de que allí donde De Palma llenaba su película de motivos religiosos y sobrenaturales para poner en escena una represión interna, Fried hace una película racional, seca y directa. Podemos pensar en Cronenberg, cuando la humillación se transforma en “rabia” y el uso de un cuchillo como objeto fálico asimilable a una extensión del cuerpo sirve para la venganza. Podemos pensar -y comprobar- que en Rabia se incluye un afiche de Carrie. Pero también podemos dejar pasar todo esto y notar que, aun sin apoyarse en nombres consagrados, La fiesta silenciosa funciona por sí sola. Que no le debe nada a nadie. Que puede abstraerse del presente y prescindir, si es necesario, del pasado.

En ese sentido, y en la medida en que no oculta la materialidad ni la falsedad de sus trucos (¿alguien puede creer en la pelada de Gerardo Romano? ¿alguien puede tomarse en serio la afectación en los diálogos de Esteban Bigliardi o los pibes de la otra casa?) la película de Fried está cerca de Mala, de Caetano, que es también una rape and revenge, con sus citas a Kill Bill incluidas en los títulos y en las paredes salpicadas de sangre, pero dedicada, más que nada, a dejar en claro su cercanía con la impostación y los excesos discursivos de la telenovela en tanto género artificial y modo popular de entretenimiento: “pensé que tal vez iba con vos, Carlos Javier”, se le oye decir al personaje en silla de ruedas de Ana Celentano, acentuando el dramatismo en la pronunciación del doble nombre.

La fiesta silenciosa también juega con el uso de las palabras: en más de una ocasión se señala lo “rapidita” que es Laura (Stuart). Al comienzo, Bigliardi le hace notar que va manejando muy rápido. Después, cuando llegan a la casa de campo antes de lo esperado, Romano festeja diciendo que su hija “es rapidita como el padre”. Lo notable es que esa configuración del personaje femenino tiene que ver con el desenlace de la película, con su movimiento final, que recuerda -tal vez, pero tal vez no- a los de Uma Thurman en Kill Bill, y no con lo que dicta el sentido común adjudicado al uso picaresco de esa palabra, que en general refiere a la piba que se va con cualquiera enseguida. Así, Fried transforma lo que podría ser un subrayado innecesario en una acción directa, en un acto de justicia. Como contraparte, el director le concede a los personajes masculinos la autoridad de las frases necesarias para mantener el orgullo a salvo (“No tengo miedo”, dice Bigliardi; “Esto es un asunto de hombres”, sentencia Romano), para luego mostrar que son inútiles, que no entienden nada, que no saben usar la pistola. Sutileza en el primer caso, grotesco en el segundo. Como sea, en ambos territorios La fiesta silenciosa sale ganando. Y sale ganando porque antes que nada está pensada como cine. Porque Fried, toque el tema que toque, recurre al cine para mostrar esos temas. Es decir, recurre a la potencia de la puesta en escena, confía en lo que las imágenes son capaces de generar (un tono, un clima, una tensión) antes que en el discurso biempensante, con el que podemos estar de acuerdo sin la necesidad de que haya una película.

En La fiesta silenciosa hay una violación, sí. Y los caminos fáciles para abordar ese tema son al menos dos: el primero conduce a poner el foco en la importancia indiscutible de una situación de mierda como esa -¿quién podría avalar o justificar un acto semejante?-, elección que volvería inobjetable el tratamiento. El segundo es la gran Gaspar Noé: mostrar la violación de un modo provocador, hacer algo que creas que nadie hizo antes (oh, la filmó en tiempo real), y pasar rapidito a la historia como el autor de ese gesto único, tan efímero como insignificante.

Por suerte, Fried evita las dos opciones y utiliza, sin hacer alarde de nada, recursos más nobles y efectivos: montaje preciso para la progresión dramática y flashbacks intercalados con música y baile, con silencio y furia.

En La fiesta silenciosa hay una violación, sí. Pero antes que nada hay suspenso, hay terror, hay gore, hay sangre. De la roja y de la otra, de la que se necesita para hacer películas así de buenas, así de contundentes. En La fiesta silenciosa hay cine.

Calificación: 8/10

La fiesta silenciosa (Argentina, 2019). Dirección: Diego Fried. Guion: Diego Fried, Nicolas Gueilburt, Luz Orlando Brennan. Fotografía: Manuel Rebella. Montaje: Mariana Quiroga Bertone. Elenco: Jazmín Stuart, Gerardo Romano, Lautaro Bettoni, Esteban Bigliardi, Gastón Cocchiarale. Duración: 87 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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