Bloody_Daughter-389289220-largeBloody Daughter propone una idea radical: Marta Argerich, la pianista argentina que habla francés, rock star enigmática de la música clásica adorada con una pasión que pocos otros músicos generan, es una diosa, una figura mística que accede a niveles de la existencia que están vedados para el resto de los mortales. La idea la propone la voz en off de la propia Stéphanie Argerich (hija de Marta, directora y narradora de la película) como un recuerdo de lo que ella sentía en su infancia, pero no se atribuye nunca a la inocencia superada y la película no trabaja para destruirla. En esta película, Marta Argerich es una diosa. El problema con los dioses es que pueden ser terribles. Bloody Daughter es la evidencia: Marta Argerich ha devorado a sus propias hijas y a todos los que la rodean.

La película abre con la escena del parto del segundo hijo de Stéphanie; parto al cual asiste, por supuesto, Marta. La voz de Stéphanie marca el tono, nos informa que este es su segundo parto, que su madre Marta espera que esta vez tenga una hija (“porque las mujeres son más interesantes”), que cree que su madre la sigue viendo como a un bebé aunque en realidad ella muchas veces siente que es al revés: Marta sigue siendo un bebé. Este documental nace de esa ambigüedad, que, como toda ambigüedad, es fructífera, pero que no nace de una claridad profunda sino de una indefinición amorfa que acaba por impregnar toda la película. ¿Qué quiere retratar Bloody Daughter? ¿Qué es lo que quiere decir? El nombre, la voz en off y la narración apuntan hacia una autobiografía de Stéphanie o, en el mejor de los casos, a una autobiografía indirecta a través del retrato de sus padres; el título mismo (en inglés y explicado por el padre), las escenas con el padre y los testimonios de las demás hijas de Marta parecen perfilar el retrato de una familia extraña, múltiple, inconformista; pero las largas escenas de Marta tocando el piano, así como las entrevistas de archivo y los viajes de gira, demuestran otra cosa.

Son particularmente interesantes las entrevistas que Stéphanie intenta hacerle a Marta en el presente, en las que (a diferencia de lo que vemos en las entrevistas de archivo) más que a un testimonio o una confesión, asistimos a una lucha por intentar expresar cosas con palabras. Marta no logra nunca terminar de decir lo que quiere decir; en el mejor de los casos acaba por expresarse con gestos manuales o medias frases, en la mayoría termina simplemente por decir: “Es difícil de explicar”. En una de las entrevistas Marta dice que es inútil explicar la música con palabras, pero su pelea con las palabras se ve incluso cuando tiene que hablar de su vida, cuando su hija le pide que le explique eventos de su pasado. Ella dice: “Con el tiempo, uno ve las cosas como si le hubieran pasado a otra persona. Y no puede acceder a ellas”. Marta no puede explicar. Marta no puede explicarse. Como si careciera completamente de la capacidad de reflexión, la diosa Argerich se nos presenta como una criatura de puro deseo y pulsión. No hay nada que hacer. A los 70 años se sigue poniendo nerviosa antes de un concierto hasta llegar a estados que rozan lo extremo; Stephanie recuerda que su madre tuvo esos mismos ataques toda su vida, pero ella (lo vemos) no puede contenerse, como si en las largas décadas que cubre su carrera todavía no hubiera aprendido a conocerse y controlarse, como si para ella todo fuera siempre eternamente nuevo. No se trata de que Marta Argerich sea reacia a dar entrevistas por simple misantropía o esnobismo; en total intimidad con su hija, sentada en un sillón, despeinada y tranquila, tampoco puede con las palabras porque las palabras pertenecen a un reino (racional) que se le escapa. Su reino es otro y no conoce de límites o ataduras. Tal vez parezca que Marta camina entre nosotros (o, incluso, que viaja en tren como nosotros), pero no es de las nuestras; como un volcán en constante erupción, puede expandirse en alegrías infinitas o puede caer en oscuridades inexplicables, pero lo que no puede hacer nunca, nunca, es ceñirse a las reglas y (más terrible todavía para su familia) adaptarse a los deseos de otro. No es maldad o perversión (como dice su hija Stéphanie, que recuerda que de niña creía que su madre la torturaba a propósito cuando salía a fumar en cada estación de tren y no volvía a subir hasta el último instante), simplemente no se le puede pedir a una diosa que entienda a los humanos.

Si los mejores momentos de Bloody Daughter se dan cuando las tres hijas finalmente se sinceran y aceptan que lo único que han querido es parecerse a -y lograr el amor de- su madre/diosa (y vemos el costado más gozoso de eso en una de las últimas secuencias de la película, en la que las cuatro mujeres se sientan en una lona al sol y se ponen a pintarse las uñas de los pies), lo peor de este documental lo vemos cuando la propia Stéphanie cae bajo el mito institucional de su madre y se pone a filmar largos planos de su madre sentada en el piano tocando música. Entre esos extremos tenemos algunas secciones más rutinarias (las giras de Marta, una cierta reconstrucción biográfica), secciones más dispersas (sobre todo en la presentación del padre de Stéphanie y su deseo de que él finalmente la reconozca legalmente como su hija) y pequeños momentos de puro placer cinematográfico, que en general tienen que ver con la propia Marta filmada de muy cerca. Hacia el final, Stéphanie confiesa que una de las razones por las que empezó a filmar a su madre es porque le gustaba la forma en que sus ojos y su pelo llenan el cuadro.

Entre una historia familiar tortuosa (y un tanto confusa), entre la felicidad de ver a Marta en plano, entre las angustias de una hija que nunca dejará de ser hija, probablemente los tres momentos más deliciosos del documental sean tres momentos frutales, en los que vemos a Marta interactuar con diferentes formas de la fruta. Uno se da cuando mientras la orquesta va preparándose para un concierto en Varsovia, vemos a Marta buscar y buscar en su cartera con cierta desesperación, hasta que encuentra y saca una banana. Marta sale de la sala, se come la banana y después deja la cáscara tirada en un cenicero. El siguiente momento se da en un hotel, en medio de una gira, cuando al sentarse a desayunar (probablemente, tarde) Marta descubre una pequeña canasta de frutos rojos que “parecen buenos”. Entonces acerca su cara a la fruta casi como si la acariciara con la nariz, como si quisiera unirse a ella. Finalmente, el tercer momento ocurre fuera de contexto: simplemente vemos que Marta tiene una mandarina en la mano y, en lugar de comérsela, empieza a hacerla rodar por toda su cara; hacia arriba, abajo y los costados. Son pequeños momentos de fusión frutal, en los que la diosa revela toda su sensualidad, ligeramente infantil, pasional, ajena a lo humano.

Bloody Daughter (Argerich, Francia / Suiza, 2012), de Stéphanie Argerich, c/ Martha Argerich, Stéphanie Argerich, Stephen Kovacevitch ’94.

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