Actor! Actor!. Luego de estar en la cresta de la ola desde El Padrino (Coppola, 1970) y hasta Tarde de Perros (¡qué película!, Lumet, 1975) Al Pacino cambió en los ‘80 el surf por el ski y se vino abajo en un slalom de lo que puede llamarse malas elecciones de roles o simplemente mala suerte, cuando no una combinación de ambos y de reglas de mercado: los fracasos de Cruising (¡qué película! de William Friedkin, 1980), Author! Author! (Arthur Hiller, 1982) y sobre todo Revolución (Hugh Hudson, 1985) resultaron un combo fatídico que no pudo equilibrar el operístico Scarface de De Palma (1983) -en EE.UU. a Brian nunca lo quisieron y el típico tour de force de Al les pareció muy exagerado-. Jodeme. Como en esa década los números empezaron a mandar en Hollywood, después del papelón de Hudson Pacino se refugió en su gran amor, el teatro, por casi cinco años para resurgir a los 50 pirulos en Prohibida obsesión (Sea of love, 1989) del disperso Jerzy Schatzberg, un noir polenta donde un buen tiempo antes de Bájos Instintos le calentaban la entrepierna al otrora Michael Corleone, ahora como detective. Bueno, era Ellen Barkin, más rea que la Stone por varios cuerpos.
Gimme shelter. En la citada película de Hiller, retitulada en Argentina “Qué buena madre es mi padre” (bueno, me acuerdo de una con Annie Girardot que se eternizó en carteleras porteñas como “Qué lío, mamá se fue de casa” y podríamos seguir un largo rato), Al encarnaba a un dramaturgo en crisis terminal de pareja que debía dejar de escribir para dedicarse a sus hijos. Un Kramer vs Kramer tardío y más bien lavado. En este eterno retorno de los jirones del talento de un grande, hoy nos topamos con Un nuevo despertar, que Barry Levinson dirigió el año pasado y en el que Al es un veterano actor de cine y teatro en crisis que, ante la inminencia de la locura, se plantea aislarse en su apartado y solitario hogar. Se conecta con el mundo real únicamente a través de sus sesiones vía Skype con su psicólogo, recurso al servicio del avance de la historia que se desgasta con el pasar de los minutos. Con más promoción se está estrenando internacionalmente Directo al corazón (Danny Collins, 2015) de Dan Fogelman, donde la vida de un veterano rockstar (¡Pacino!) que se resiste a abandonar el fisure se ve trastocada cuando su manager encuentra una carta que le escribió John Lennon.
Es claro que cuando un actor o director superó largos los setenta pirulos, o bien se retira con aplauso, beso y medalla (como Hackman, como Connery), o bien talla decorosa y solitariamente su supervivencia ligada a la del cine clásico en diálogo con el mundo actual (Eastwood), o experimenta la enésima variación de una misma receta (Allen), o destiñe el oro de sus vitrinas como, entre otros, Robert De Niro, Dustin Hoffman o Al Pacino, quienes mantuvieron un ritmo de rodaje que habla bien de su salud y sus cuentas bancarias pero a la hora de evaluar la validez artística (sin entrar en comparaciones con épocas doradas de Taxi Driver, Serpico o Midnight Cowboy) la cosa se complica. Alguna vez nos preguntábamos si quedan papeles para actores grandes, que fueron grandes actores, o el cine se achicó demasiado, o simplemente cambió y quienes vimos triunfos y vitoreamos laureles ahora queremos que los veteranos la sigan clavando al ángulo y solamente están para medio partido y en papi fútbol. Así por ejemplo, el blockbuster serial de los Fockers reunía a De Niro y Hoffman como consuegros desparejos en comparsa a una figura como Ben Stiller. Así por ejemplo, no fue lo mismo el vibrante Fuego contra fuego (Heat, 1995) de Michael Mann, que juntaba breve e históricamente a De Niro y Pacino, que el choque más prolongado pero de calidad muy inferior en otro policial, Las dos caras de la ley (Righteous kill, Jon Avnet, 2008).
Método (humbling and mumbling). Quedándonos con el protagonista de Un nuevo despertar, pocos directores y de los más sanguíneos (nuevamente Mann en El informante , Oliver Stone en Un domingo cualquiera, ambas de 1999) pudieron sacar el mejor jugo actoral de este prototipo de la escuelita de la intensidad Strasberg como lo pudo De Palma en Scarface o diez años después en Carlito’s Way. Y así como sus experimentos con el cine ligado a la trastienda teatral como En busca de Ricardo III o Chinese Coffee lo mostraron vital, personal y audaz, nada de esto sucede en su nueva película que también nos devuelve detrás de cámara a un Barry Levinson cansado y muy lejos de cumbres como Dos sinvergüenzas en un Cadillac y Avalon, ambas previas a los 90. Esto se confirma a lo largo de esta “humillación” o “bajada de la moto” que trasunta el título de la novela de Philip Roth en que se basa la película y parece resumirse en una secuencia en la que el actor Simon Axler ve paulatinamente invadido su descanso terapéutico por una adolescente admiradora, su pareja trans y otra celosa lesbiana, además de otra psicótica fan que confunde realidad y ficción y quiere encargarle al shakespereano Axler un crimen (a la Pacto Siniestro) y –en un típico gesto paciniano de mirar para uno y otro lado como buscando respuesta o queriendo escapar, vaya a saber- se pregunta frente a su computadora (es decir frente a su analista) cómo pudo terminar en semejante absurdo. La mirada desorbitada y su murmullos guturales, otra marca del Pacino más afectado, nos queda a lo largo de esta sombra actoral y como argumento paralelo de su reflexión sobre el ayer y el hoy, el laberinto del dinosaurio que deambula por inconsistencias autorreferenciales de autoría ajena. Al supo ser un comediante dramático de altura en Frankie y Johnny (Garry Marshall, 1991), donde hay un par de secuencias antológicas, pero acá es un desganado títere de una trama que lo arrastra arbitrariamente por sus peores vicios, haciéndonos recordar a la estupenda imitación de él que hizo su colega Kevin Spacey en, oh paradoja, Inside The Actor’s Studio, programa televisivo del semillero de Strasberg. Los secundarios que en las comedias flojas no sacan el partido pero lo transpiran, son en este caso la rescatada Dianne West, que tuvo muy pocas oportunidades después de ser contrapunto en la época Farrow de Woody Allen, el demente de Dan Hedaya y otro gran comediante devorado por el olvido, Charles Grodin.
Para más coincidencias, la novela de Roth, que data de 2009, tiene una estructura teatral y se apoya en el juego realidad-ficción, lo cual emparenta Un nuevo despertar con el tan meneado, inflado y oscarizado Birdman de Alejandro González Iñárritu. Al menos podemos agradecer que este escuálido retorno de Pacino y Levinson, con guión de otro que brilló en los 70 como Buck Henry, no se disfrace de supuesta transcendencia como la nueva canchereada del mexicano.
Un nuevo despertar (EEUU, 2014), de Barry Levinson. Int.: Al Pacino, Kyra Sedgwick, Greta Gerwig, Diane Wiest, Dan Hedaya, 112’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: