La tesis que fundamenta La conquista de las ruinas está planteada de manera algo solapada en el final: estamos viviendo una suerte de nueva Edad de Piedra. Pero en lugar de aquella en la que la piedra comenzó a funcionar como herramienta que le permitió al hombre desarrollar una suerte de proto-tecnología, ésta nueva era está marcada por la transformación de la piedra en otra cosa. Es su destrucción y su reconstrucción como material para erigir edificios que se acumulan en grandes ciudades lo que aparece como elemento distintivo. Pero además, si en el pasado el lugar del hombre era central en esa transformación de la piedra en herramienta, ahora es subsidiario. Con las formas asumidas por la economía a lo largo de los tiempos, el hombre dejó de conquistar a la piedra para utilizarla en su beneficio y pasó a ser utilizado por la piedra como medio para su transformación. El trabajo convertido, a fin de cuentas, en una esclavitud de los objetos, de la maquinaria.

Esta nueva Edad de Piedra no es el puro presente constructivo, sino una proyección hacia el futuro: lo que se construye hoy es la ruina de los próximos siglos. De la misma manera que lo que se construyó un siglo atrás es la ruina del presente, lo que hay que derrumbar. Algo de ese futuro se puede intuir en los planos en los que vemos el trabajo en la cantera en la zona de Cochabamba, en Bolivia. La veta de la piedra necesaria para construir está en el corazón de la montaña. La montaña donde está la veta es, en el mejor de los casos, lo que queda de lo que fue: como si se estuviera extrayendo su corazón, el cuerpo se va desmoronando lentamente, hasta que en algún momento desaparecerá definitivamente. Lo que vemos es una geografía anómala, carente de formas naturales, atravesada por las grietas y las rupturas que la mano del hombre fue provocando. Es en ese espejo de la montaña en el que deben verse las ciudades del futuro (¿o acaso los edificios no pretenden ser monumentos artificiales que reemplazan la geografía natural de una montaña?): paredes resquebrajadas, destruidas, finalmente derrumbadas para construir otra cosa a partir de ellas.

Pero lo interesante es que la búsqueda de La conquista de las ruinas no se agota en ese recorrido que va desde la cantera boliviana hasta el edificio construido en Buenos Aires. Y es que esa nueva Edad de Piedra se asienta sobre los restos –las ruinas- de las edades previas, de eso que va quedando, como una capa geológica más, debajo de lo nuevo construido. Construir sobre lo anterior es una forma de asentarse sobre el olvido, sobre la desmemoria. Como si el pasado fuera una molestia –eso que, por ejemplo, puede demorar la continuidad de una obra, con la consiguiente pérdida de dinero medida en valor de tiempo-, va siendo tapado por nuevas capas de piedra que se superponen a las otras.

Esa decisión de anestesiar cualquier búsqueda relacionada con la recuperación del pasado implica un doble camino en el que el lugar común es borrar las huellas. Por un lado, las huellas estrictas de ese pasado que aparece cada tanto en las demoliciones primero, en las excavaciones después. Por el otro, las huellas del trabajo en el presente: eso que lleva a que quien vive en uno de esos departamentos no sepa quiénes trabajaron en él, quienes lo llevaron a buen término, y cuánto trabajo costó para que ellos disfruten de ese espacio. La pérdida de esa referencialidad que involucra tanto al pasado como al presente, señala la ausencia definitiva de un valor –no monetario, sino en cuanto ámbito constructivo-sobre ese objeto.

Si esa anulación del pasado se hace de manera consciente, también parte de un preconcepto que implica también un olvido: olvidar que en algún momento esas tierras donde hoy crecen enormes ciudades fueron espacios deshabitados, o poco habitados, atravesados en otros siglos por otras herramientas, otros animales, otras historias (algo de eso también señala la serie que está difundiendo la señal Encuentro, El loco de los huesos, cuando retrata la búsqueda de Florentino Ameghino de restos fósiles en la zona de Mercedes y Luján). Es en ese punto en donde se produce la tensión entre lo constructivo y lo arqueológico. Mientras la construcción se asienta sobre el presente que se proyecta hacia un futuro más o menos mensurable, y el pasado es apenas una molestia que hay que borrar, lo arqueológico va en busca del pasado para tratar de entender la forma en que se llega al presente bajo la forma de una cadena de acontecimientos y evoluciones.

La dimensión de la oposición que se plantea entre ambos términos es, finalmente, contundente. Lo constructivo implica un criterio invasivo de carácter continuo y sistemático. Se avanza sobre los espacios en ese movimiento de doble pinza que implica el extractivismo minero en el origen y el llamado extractivismo urbano que busca espacios a lo ancho y a lo alto de las ciudades y sus periferias. Lo arqueológico en cambio, señala sitios, descubre “yacimientos” en los que los fósiles hablan de la vida en otros tiempos, pero también son resabios de cultura. Hay un hallazgo notable en la equiparación que el documental establece entre La Buitrera en el desierto patagónico y el Country Santa Catalina en el Tigre. En ambos, son los elementos naturales los que devuelven a la superficie los restos de lo que alguna vez existió y fue parte de la vida –los restos de los pequeños reptiles de una era pasada- o de la cultura –fragmentos de cerámicas o de huesos de los muertos de la comunidad guaraní-. La tierra y el agua cobran un valor diferente en tanto vuelven a traer aquello que el tiempo  ha llevado hacia capas geológicas inferiores. La diferencia, en todo caso, vuelve a estar en la ética en la que cada uno se asume. Mientras los elementos naturales devuelven lo enterrado, el hombre niega, oculta bajo capas de piedra los restos de una comunidad, construye sus propias futuras ruinas sobre los restos de un cementerio.

La conquista de las ruinas avanza entonces como si fuera por entre esas ruinas que serán, acercándose en los personajes que lo atraviesan –el hombre de la cantera, el albañil, ambos bolivianos, los sobrevivientes de la comunidad guaraní que viven frente al country que los desplazó, el arqueólogo que vuelve sobre el detallismo y el tiempo que implica su trabajo- y distanciándose para construir los espacios en los que éstos se mueven. De allí que la profundidad no provenga tanto de los primeros, sino de los segundos. Porque esos espacios observados desde enormes planos amplios dejan a los hombres convertidos en puntos pequeños en ese espacio, que parece que en algún momento van a volverse sobre ellos. Más que perder los detalles que implica la distancia del plano elegido, éste se acrecienta por esa misma anulación: lo que importa no es tanto lo que hace el hombre, sino, a fin de cuentas, lo que lo relaciona con la naturaleza. En una montaña de Bolivia, en una capital sudamericana o en el desierto patagónico.

Calificación: 6/10

La conquista de las ruinas (Argentina/Bolivia/España, 2020). Guion y dirección: Eduardo Gómez. Fotografía: Eduardo Gómez. Sonido: Joaquín Rajadel. Montaje: Damián Tetelbaum. Música: Nico Deluca. Entrevistados: Juan Cuevas Brañez, Mayko Crispin Mendez, Reinaldo Roa, Santiago Chara, Sebastián Apesteguía. Duración: 88 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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