En la última edición del Bafici vi una sola película en las salas del festival y esa fue La chica del sur. Por si fuera poca evidencia de la naturaleza excepcional que tuvo, la vi otra vez al día siguiente. Las razones por las que elegí ver esa película en vez de otra fueron varias: no había visto Cándido López: Los campos de batalla, anterior película de José Luis García, pero siempre tuve las mejores referencias de ella; la chica del título era coreana, así que la película conectaba a la Argentina con Corea del Sur, cuya cultura o la imagen que me hice de ella gracias al cine me resulta bastante cercana desde la emergencia simultánea de los nuevos cines de ambos países; y la mujer que aparecía en el afiche se me impuso como una figura fuerte, sexual y políticamente atractiva. Nada más que esos estímulos me llevaron a la sala donde la proyectaban. La presentación añadió otro: una parte considerable del metraje consistía en filmaciones efectuadas por el director con una cámara VHS durante un congreso del partido comunista celebrado en Corea del Norte antes de la caída de la URSS. Vale decir, imágenes tomadas por un argentino, y con argentinos (entre otros, Hernán Lombardi y Eduardo Aliverti), de ese tiempo y esa parte de un mundo cuya configuración era absolutamente distinta al de hoy apenas veinte años atrás, por más remoto y antediluviano que nos parezca el paisaje literal y simbólico allende la cortina de hierro vistos desde la actualidad, entre otras razones porque triunfaron las coordenadas espacio-temporales de circulación tecnológica aceleradas por el neoliberalismo, haciendo a todo envejecer más de la cuenta en mucho menos tiempo.
La película está narrada por el director, que además aparece en unas cuantas ocasiones. Ni su presencia física en el plano ni su tono de voz molestan, entre otras cosas porque no quiere ser el protagonista de una historia que comenzó siéndole ajena y de la que recién con el paso del tiempo comenzó a apropiarse. Jamás se impone al resto de los personajes y la protagonista femenina, fierecilla indomable que a su vigor le suma la inocultable tristeza de las pérdidas más devastadoras, ni siquiera lo intenta. Como en cierta medida es una película sobre duelos, la pausada, precisa y afectuosa voz de García no sólo construye a su personaje, sino también facilita el encuentro entre personas cultural y geográficamente distantes, y crea el clima de genuina y lúcida hospitalidad que nos envuelve a todos mientras la vemos. También hay desconfianza, algún que otro desplante, ironías amables, brillantes pasos de comedia involuntarios en los que se revelan las distancias nacionales tanto como las de género, pero sobre todo las dificultades para establecer una comunicación abierta, capaz de superar el temor a uno mismo y al otro. Hay temas en los que García no escarba porque para hacerlo hubiera debido forzar a su protagonista, y lo obtenido de esa forma habría sido menos sugerente que lo silenciado por propia voluntad.
Las imágenes filmadas en Corea del Norte son fabulosas y el modo en que García llegó allí no lo es menos. Era su hermano quien debió asistir a ese congreso y le cedió pasajes y estadía ante la imposibilidad de hacerlo. Como uno de esos personajes de Hitchcock involucrados en situaciones que en apariencia no buscaron, pero a las que responden con altura, García no sólo se encontró en el congreso de un partido del que no era miembro en uno de los países más aislados del bloque comunista, sino que coincidió con la llegada de una activista de Corea del Sur que vulneró los controles fronterizos, penetró en la mitad del Norte, pidió públicamente por la reunificación y cruzó de nuevo al Sur por ese paso de frontera oficial que hemos visto en tantas películas coreanas de ficción (Joint Security Area, de Park Chan-wook, por ejemplo), para ser detenida del lado democrático. La cámara de García estuvo a centímetros de esa mujer y la marca indeleble que dejó en ese hombre que todavía no era director de cine ni esposo ni padre, como señala en un momento, se extiende a nosotros gracias a esa rusticidad de las imágenes grabadas en VHS que llegan con la materialidad que le da el paso del tiempo y el contraste con la translúcida nitidez de las contemporáneas. Desde entonces pasaron más de dos décadas, y promediando la duración de la película volvemos al presente en el que García se propone viajar a Corea del Sur a buscar a esa chica para saber qué fue de ella. Esa segunda mitad está llena de sorpresas, situaciones dramáticas, detalles de puesta en escena, impresión de veracidad, revelaciones, gags, accidentes y silencios significativos sobre los que espero extenderme después de verla por tercera vez.

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