La casa del bosque es un hogar. Podría no ser uno cálido y acogedor como el título parece sugerir recién una vez que hemos visto la miniserie, pero lo es porque Papá Albert y Mamá Jeanne son, más allá de los apelativos que anteceden al nombre de pila, un par de abuelos. No de sangre sino por elección, edad y afecto. El desarrollo de la Primera Guerra Mundial ha dejado a muchos chicos en situación literal y simbólica de orfandad. Los “tres hermosos pájaros del paraíso” de la canción compuesta por Maurice Ravel en 1915 y usada en cada apertura y cierre de capítulo son los tres chicos que viven en la casa del bosque, tienen a sus padres en el frente y a sus madres trabajando en la ciudad, salvo uno que no ha vuelto a verla desde que ella se fue de la casa. Las madres viven en París y París está lo suficientemente cerca para que ellas sigan en contacto con sus hijos y los visiten con cierta periodicidad. Aprovechan el domingo para emprender el viaje en tren al pueblo, donde Papá Albert, Mamá Jeanne, los tres nenes y los dos hijos mayores del matrimonio esperan su llegada en la estación, y uno recuerda la luminosa estadía de las chicas de El placer, de Max Ophuls, en la granja de Jean Gabin así como el impresionismo lírico y pícaro de medio cine francés. La distancia entre el campo y la ciudad debe ser algo mayor a la que había en Une partie de campagne, pero no demasiada, y en el tercer capítulo Maurice Pialat le rinde un homenaje explícito, aunque desviando la atención de la iniciación sexual e impidiendo que la melancolía se instale, al menos ese domingo. También pasan dos galanes en sendos botes allí donde ellos están pasando la tarde, pero en el que se sube la hija mayor ya hay otra chica a bordo, y en el otro van Mamá Jeanne con su hijo adolescente Marcel para evitar toda suspicacia erótica. La cámara no acompaña a los navegantes y se queda con los chicos al cuidado de Papá Albert, que es gordo como el patriarca de la película de Renoir pero nunca fatuo como el Stan Laurel que sirvió de modelo para el personaje original. Esa jornada, como toda la miniserie, gira alrededor de los chicos y todavía no hay lugar para el despertar sexual. Ninguno de ellos supera los diez años, el hijo mayor de Mamá Jeanne tiene todas sus energías puestas en el alistamiento, la hija ya tiene novio y sólo juega con él entre los matorrales circundantes a la casa con una naturalidad que no perturba a nadie ni reclama énfasis de la puesta en escena, concentrada en el vínculo cariñoso entre los nenes y los abuelos sustitutos no teñidos por la más mínima perversión. En La infancia desnuda, su único largometraje previo hasta entonces, un nene de la edad de Antoine Doinel –el mismo que aquí hace del más grande de los tres chicos- corría como este pero en dirección contraria a la del último plano de Los cuatrocientos golpes y durante un tiempo bastante menor. Pialat reconoce a quienes lo antecedieron pero no los sigue a pies juntillas. La forma en que filma a los chicos anticipa incluso a la de L’argent de poche, en la que Truffaut supera su opera prima.
El primer acontecimiento del relato es un accidente de tránsito fatal que no excluye la sugerencia de un posible crimen. La mujer del marqués, unos treinta años más joven que su marido, muere cuando el coche tirado por caballos vuelca, y el cotilleo de las paisanas siembra sospechas. Esa muerte, sin embargo, es antes que nada un desplazamiento de las muchas otras que afectaban a Europa durante esos años y que la película se abstiene de mostrar. La guerra está relativamente cerca, con cierta regularidad pasan contingentes de soldados por las calles del pueblo, Papá Alberto y otros adultos que ya no tienen edad o condiciones físicas para ir al frente montan guardia en el cuartel o cumplen otras tareas propias de la retaguardia, y una tarde los habitantes del pueblo son testigos de una persecución aérea que culmina con un monoplaza alemán derribado (la acrobacia de máquinas y pilotos recuerda la fascinación de las escenas rodadas por Robert Enrico tres años antes para Los aventureros), pero la guerra nunca pone en peligro a la casa en el bosque donde vive nuestra familia ampliada ni a sus habitantes. La muerte de la joven marquesa, a quien nunca llegamos a ver, así como la viudez del terrateniente cuya edad es más o menos similar a la de Papá Albert y Mamá Jeanne, está directamente relacionada con Hervé, el único de los chicos que no tiene contacto con su madre. Según sabremos, ella también dejó a su marido, en parte, por la diferencia de dad que había entre ambos. Hervé pronto se gana el cariño del marqués y cuando su padre (el querido Paul Crauchet, actor secundario del mejor cine popular francés que apareció en películas de Melville, Sautet, Giovanni) aparezca comprobaremos la cercanía entre ambos adultos. La muerte de la marquesa inaugura el proceso mediante el cual Hervé habrá de reconocer que su madre no vendrá nunca a buscar o, si lo hiciera, que ya no podrá desempeñar el rol primario que sigue representando para él.
La primera prueba, rotunda, de libertad formal aparece temprano. La cara del maestro de escuela tiene ojos profundos, un bigote a medio camino entre los de Chaplin y Hitler y está coronada por una cabellera corta y plateada con raya al costado. Se trata del mismísimo Pialat probándose el uniforme de la autoridad, entre paterna e institucional, al frente de una clase que es también el entero reparto de actores infantiles que participa en la película. En una escena descubre las fotos pornográficas que circulan entre sus alumnos varones de no más de diez años. Como en todas sus películas, Pialat explota la incertidumbre del espectador ante el protagonismo de unos chicos a los que no obliga a actuar y la de los propios chicos. Lo mismo le pasaba a muchos adultos actores en sus películas, como ejemplifica la última cena familiar de A nuestros amores acaso mejor que ninguna otra película suya (las películas de Jacques Doillon están muy cerca de las de Pialat en lo que respecta al rol de los chicos). En la escena escolar en cuestión, además, se pone en juego la autoridad tanto dentro del sistema educativo, que simula ser la ejercida en un pequeño pueblo francés durante la Primera Guerra Mundial, como del cinematográfico. Y es aquí donde el cine de Pialat se toca con el de Abbas Kiarostami, quien ya estaba desplegando esos mecanismos en los cortos realizados para el organismo educativo estatal iraní cuyo departamento audiovisual dirigía. Uno y otro director presentan a la figura del maestro como una de autoridad paternal en la que poder y disciplina son fundamentales para la formación del niño. Kiarostami, sin embargo, fuerza mucho más los límites porque le suele otorgar a esa figura la dimensión simbólica gubernamental más represiva. Poco después Pialat, como el iraní en ¿Dónde está la casa del amigo? provoca el llanto de uno de los chicos, filmado en primerisimo primer plano. Una de las situaciones que más habrá de repetirse en La casa del bosque es la de los chicos interactuando con un adulto (emparentada a la de juntar amateurs con profesionales). Cada una de las escenas que involucran a los primeros funciona como una especie de “happening”, un acontecimiento abierto en el que el asombro y otras emociones ocurren a causa de la planificación parcial. Los chicos saben que están siendo filmados, pero no saben todo lo que puede suceder en un rodaje presidido, por si fuera poco, por el mismísimo director de la película, aquel capaz de arrogarse el derecho de abolir lo previsto tanto como el de ampliar los alcances de su poder.
Los imprevistos de la diversión son tales que aquí, a diferencia que en el resto de su filmografía, el zoom es fundamental y obedece a por lo menos dos funciones: no perder de vista aquello que puede llegar a suceder pero no está escrito en ninguna parte, y reencuadrar significativamente sin necesidad del montaje, conservando la integridad del espacio físico inicial y la duración (sonora) original de la escena. Esta metodología se extiende a toda la miniserie y contribuye al propósito de que habitemos cada plano, cada rincón de La casa del bosque, que nos integremos tan indisolublemente a ella que el advenimiento del final sea indeseable. Pialat filma una partida elocuente que vale por las de todos los otros personajes que se han ido, así como por todos los que marchaban al frente por entonces, uno de los cuales, significativo para la ficción, nunca regresa. Y entonces el relato, aprovechando el salto entre un capítulo y otro, hace lo que a esa altura parecía inconcebible: parte con el que se va, le da la espalda al mundo original creado hasta entonces y que tan feliz nos hizo para aventurarse en uno que deberá ser construido a pesar de las mínimas chances de satisfacernos. La casa del bosque es, más que cine, un lugar para vivir. Si entran en ella no van a querer irse nunca. Recordarán las primeras historias que vieron o les contaron en su vida, como yo recuerdo los dibujos animados de Heidi mucho antes de de que supiera –y me importara saber- quién era Miyazaki o las bicicletas del Verano azul mediterráneo filmadas en plano cenital mientras congelo esta imagen del penúltimo capítulo, que es la imagen de una despedida, para demorar la visión del único que resta. Este plano corresponde a la visión subjetiva de un nene que se va, como se fue la cámara unos metros hacia atrás y sin música segundos antes. Cuando la miniserie termine todos ellos volverán a ese mundo suyo siempre igual a sí mismo y nosotros seremos los que nos quedamos, solos, librados a nuestra adulta suerte urbana sin casa en el campo a donde volver, ya sin abuelos.
La casa del bosque (Francia, 1971), de Maurice Pialat, c/ Pierre Doris, Jacquelinne Dufranne, Hervé Lévy, Michel Terrazon, Albert Martinez, Maurice Pialat, Paul Crauchet, Agathe Natanson, 350’.
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