Hay películas donde el tenis está muy bien filmado y hay películas donde el tenis está muy bien jugado. La reciente Borg-McEnroe, por ejemplo, entra en ambas categorías. Extraños en un tren, de Hitchcock, también pertenece a esos rubros. Después hay películas donde el tenis funciona como metáfora de la vida (Match Point, de Allen, y su famosa escena inicial de la pelotita suspendida sobre la red) y películas que desconocen por completo el deporte (Wimbledon, de Richard Loncraine, donde sin justificación dramática alguna se pasa de la segunda ronda a los octavos de final del torneo). Pero lo que no hay, o no había hasta ahora, son películas donde el tenis emocione, aun cuando se trate de una exhibición, aun cuando lo que se ponga en escena no sea más que una farsa. En La batalla de los sexos el tenis emociona porque aquello que mayormente lo constituye como tal, es decir los golpes, emociona: hay varios smashes muy bien ejecutados, hay un passing shot de Billie Jean King que es notable (“buena”, dije en voz baja, mientras apretaba el puño en la oscuridad de la sala), hay una serie de drop shots precisos y efectivos, hay tiros defensivos y voleas con slice que sorprenden por su ejecución. La posición de la cámara, ubicada casi siempre de frente a la cancha, igual que en las transmisiones televisivas, favorece el espectáculo y el goce del espectador, a diferencia de lo que ocurre en las películas citadas anteriormente, donde los planos son más cerrados y la emoción pasa más por los gestos de los jugadores que por su desempeño dentro de la cancha.

En la película de Dayton y Faris, la farsa está anunciada desde el principio: mientras King se mueve en la cancha y gana el abierto de los Estados Unidos para convertirse en la número uno del mundo, y Bobby Riggs, ya retirado, observa desde las alturas de su oficina, más encerrado que cómodo, más perdido que a salvo (son varios los planos en los que va a aparecer detrás del marco de una ventana), un cartel negro con la tipografía del título parece remitir más a las luces de un escenario que al color de las pelotas con las que se juega al tenis. Así, el simbolismo de la batalla excede lo sexual y lo genérico y se traslada a otros ámbitos donde la tensión se va a ver tamizada por la comedia como terreno elegido para poner en escena la farsa. Allí los directores aciertan y fallan al mismo tiempo. Aciertan al darle entidad al ritual, al concederle tiempo a la preparación del show: King se corta dos veces el pelo antes de salir a jugar, Ted Tinling (fundamental participación) aparece para agregarle color y pop a un deporte que siempre vistió de blanco y Gladys Heldman (gran personaje secundario) consigue que una marca de cigarrillos auspicie una gira que va a terminar convirtiéndose en lo que hoy es el circuito femenino de tenis (WTA). Hay acierto, también, en trasladar la batalla a la tensión entre King y Marilyn Barnett, su peluquera y futura amante, a la rivalidad entre King, como representante de la modernidad, y Margaret Court, quien asiste a cada gira con su marido y su hijo. La batalla parece ser contra la institución y la tradición, la del deporte pero también la del matrimonio. En todo caso, la batalla siempre es de King y no de Riggs.

La falla surge cuando la película remarca sin profundizar su discurso feminista en la voz de Billie Jean y embellece innecesariamente las imágenes (el viaje por la ruta con Elton John de fondo, la escena en la disco, siempre junto a Marilyn), o cuando el exceso de generosidad de los directores para con los personajes termina invirtiendo su verdadera psicología y hasta su fisonomía: ni King era tan linda y amable como Emma Stone (más bien se trataba de una mujer bastante más intempestiva y de carácter impaciente), ni Riggs era tan querible y simpático como Steve Carell aquí, un tipo que no hizo más que alimentar su adicción al juego (es él a quien se le ocurre la idea de La batalla… después de la propuesta que le hace un amigo) a través de la especulación y la pose.

Sin embargo, la película de Dayton y Faris funciona y triunfa a partir de lo que falsea deliberadamente. El partido que King y Riggs jugaron en 1973, luego de que éste último declarara que ninguna mujer en actividad podía vencerlo, fue en serio y representó para King la posibilidad de reclamar la igualdad de condiciones entre hombres y mujeres dentro del circuito. Al respecto hay un documental de HBO que documenta con solidez y precisión el acontecimiento.

Pero si para Billie Jean se trató de una oportunidad para evidenciar la lucha, para Riggs no fue otra cosa que la chance de volver al ruedo, de salir del encierro al que su propia gloria lo había confinado, para sentirse vivo otra vez. La farsa, entonces, le sirvió a los dos. Pero la que vence, en la realidad por su talento y en la película gracias al género, es King. Es ella la que acepta, como le dice Tinling sobre final, ir al baile. Es ella la que le pide a Jack Kramer, ex tenista, amigo de Riggs y fundador de la ATP, que no comente el partido: “si tú estás, es real”. Es ella la que transforma la farsa en un acto solitario de resistencia y gana una batalla que va más allá de la exhibición deportiva y que es parte de un estado de las cosas mucho más complejo, probablemente reacio a toda modificación que atente contra su propia naturaleza.

Tanto es así que nada ha cambiado demasiado desde entonces: los hombres siguen ganando mucho más dinero que las mujeres y siguen siendo la atracción principal de cualquier torneo importante. En 1992, Martina Navratilova y Jimmy Connors recrearon la batalla de King y Riggs, pero a esa altura lo único que había en juego era el cheque que ambos iban a llevarse por jugar. Ni baile ni lucha. El vencedor, esa vez, fue el negocio.

La batalla de los sexos (Battle of the Sexes, Gran Bretaña/EUA, 2017), de Jonathan Dayton y Valerie Faris, c/Emma Stone, Sarah Silverman, Andrea Riseborough, Bill Pullman, Alan Cumming, 121′.

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