El género de terror, como el policial, son sensibles a la realidad social de su tiempo y se nutren de ella para crear ficciones, que muchas veces apuntan a visibilizar o revelar aquellas verdades de las que no se quiere saber. Jimena Monteoliva, directora de Clementina (2017), lo sabe muy bien. De allí que se haga eco de los últimos movimientos feministas como “Ni una menos” y tome como protagonista de su película a una mujer víctima de violencia de género. Clementina asume el punto de vista de Juana (Cecilia Cartasegna), una joven mujer que, tras sufrir un terrible episodio de violencia por parte de su pareja y perder un embarazo, regresa al hogar. Olga (Susana Varela), la vecina, ha sido testigo de la huida de su esposo luego del ataque pero nadie sabe el paradero del agresor. La experiencia de haber sobrevivido a un ataque con riesgo de vida se presta para ser tratada con los códigos del terror, tanto por el trauma -la ruptura de la continuidad de la trama simbólica de la vida cotidiana-, como por la incertidumbre que implica el acecho del violento, no dispuesto a ceder a esa mujer que considera de su propiedad. 

La directora retrata la violencia institucional durante la internación hospitalaria de Juana: el policía y la asistente social la apremian con indicaciones y la presionan para que realice la denuncia, sin respeto alguno por sus tiempos ni por su situación, ya que sólo se atienen a protocolos válidos de igual manera para todas las víctimas. El sentimiento de inermidad en que queda Juana -frente a personalidades cuya característica es no soportar el límite (de una mujer, de una denuncia judicial, de una perimetral)- se tranforma en una situación propia del género terror, que Monteoliva aprovecha bien durante la primera mitad de la película. 

Juana comienza la reconstrucción de su vida en esa casa a la cual se había mudado recientemente, ordena, se da un baño de inmersión, cocina. Sin embargo, entre esas tareas cotidianas comienza a escuchar extraños sonidos cuya procedencia rastrea por la amplia casa y que, poco a poco, se van recortando como risas. La posibilidad de que el violento se encuentre merodeando crea un clima inquietante, al jugar con la intrusión y la perturbación sonora. La escasa iluminación, la paleta de colores apagados y los espacios interiores con planos cerrados, acompañan y acentúan ese clima de claustrofobia y de peligro inminente.

El televisor y una caja de música se encienden repentinamente, una pelota de plástico rosado va a rodar hasta sus pies reiteradamente e incluso llega a rebotar por las paredes de la cocina (recursos bastante trillados en el cine de terror estadounidense). Pero el efecto angustiante se diluye a partir de que se identifica la proveniencia de los ruidos y del movimiento de los objetos: la habitación de la bebé, todavía intacta. Aquellos que padecieron una muerte violenta pueden regresar desde el más allá para cumplir con su misión de venganza o de ser visibilizados e insertados en la trama simbólica. En el caso de Juana, en ningún momento de la película la vemos llevar a cabo algún tipo de ritual propio del duelo por la pérdida de su hija. Este suceso no simbolizado justifica el retorno de Clementina como presencia sobrenatural. Con ecos de películas como Repulsión (1965) y de El bebé de Rosemary (1968), ambas de Roman Polanski, la directora consigue sostener la tensión en la ambigüedad de si se trata realmente de la presencia del espectro o de un producto de la alteración mental de Juana (quien llega a ver a la pequeña deambulando), incluso aunque la vecina confirme haber oído sonidos en la casa durante su convalecencia en el hospital. 

Juana trabaja en un estudio jurídico y la aparición del expediente de una mujer que mató a su esposo violento en circunstancias apacibles parece encender en ella la mecha de la venganza. Su estados de alteración de conciencia se manifiesta progresivamente en episodios en que lo familiar deviene extranjero, una otredad que vampiriza o toma posesión de la voluntad del sujeto. La interpretación de Cecilia Cartasegna a través de sus expresiones maquínicas, sus emociones descontroladas e inmotivadas, así como una cámara que se mueve girando en torno a ella en ciertas escenas, contribuyen acertadamente a crear este efecto ambiguo entre la aparición/posesión espectral y la locura, sin necesidad de recurrir a artificios de efectos especiales o prótesis sobrecargadas. Por otra parte, Monteoliva trabaja de manera efectiva la ambigüedad afectiva de la víctima hacia su agresor. Bajo la modalidad del sueño de angustia en repetición de apariencia armoniosa y luminosa al comienzo (pero que pronto vira a la pesadilla que se tiñe con sangre), la aparente ternura y el amor absoluto que dice sentir Mateo (Emiliano Carazzone) hacia ella se revelan como manipulación y reverso del odio hacia ella. La falla es que muy prontamente en la trama ya se nos revela el rostro del hijo del patriarcado. 

En el último tramo, la película avanza hacia el tópico de la venganza como alegoría del empoderamiento, apelando a elementos tradicionales del slasher y el gore. Como casi siempre suele ocurrir en los casos de violencia de género, un día el esposo regresa. Mateo quiere volver con su mujer y salir impune, seguro de la sumisión cotidiana de Juana y de su poder de dominio. La objetalización y la subestimación de la mujer son evidentes a partir de la escena de sexo y del extenso y explicativo diálogo de sobremesa, pero la interpretación anclada en cierto realismo costumbrista y en un diálogo por momentos pueril de Carazzone no da la talla convincente de un maltratador, desaprovechándose la posibilidad de hacer del hombre violento y misógino un verdadero monstruo de terror. 

El elemento local está dado por el personaje de la vecina, en quien, por su devoción por los santos, sus consejos de medicina alternativa ligada a las hierbas y sus saberes ancestrales y míticos sobre el más allá, puede leerse a una representante de los pueblos originarios y del registro de todo aquello que escapa al dominio de la razón iluminista. 

Clementina acierta en su abordaje de la violencia de género en clave de terror y consigue crear una atmósfera inquietante y ambigua, pese a la austeridad presupuestaria de una producción independiente. En este sentido, la película funciona mejor en la línea del thriller psicológico y de casa la embrujada que en la línea de las historias de venganza frente a un enemigo reconocible, pues al centrarse principalmente en el personaje femenino y su transformación, no lograr construir desde el guion y la interpretación un antagonista convincente, digno de temer y ajusticiar.

Clementina (Argentina; 2017). Dirección: Jimena Monteoliva. Guion: Diego Fleischer, Jimena Monteoliva. Fotografía: Mariano Dawidson. Edición: Fernando Avruj, Eliane Katz. Elenco: Cecilia Cartasegna, Emiliano Carrazzone, Susana Varela. Duración: 90 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: