El de La mirada escrita es un ejercicio bastante raro dentro de las coordenadas algo flexibles del género. En principio, porque en su tono general se aleja lo suficiente de los lugares comunes para adentrarse en ciertas formas de comedia romántica, focalizada en los personajes de Ana (Gabriela Beltramino) y Franco (Santiago Zapata). Pero también en tanto parece adaptar ese territorio a una formulación intermedia entre la profesionalización y la mirada amateur. Es en una banda sonora desprovista de ropajes que adornen el estilo –y que en cierto modo enrarecen la cotidianeidad cordobesa del relato- donde ese paso parece estar dado de manera más concreta, como si los personajes se estuvieran moviendo sobre unos fondos al borde de lo gélido -y que podría pensarse como una réplica posible de las limitaciones sonoras que impone la mudez de la protagonista.

La fuente de inspiración explícita no es el cine de terror, sino La ventana indiscreta (Hitchcock, 1954), que funciona tanto como contraseña de acercamiento de los personajes principales, como de referencia indirecta al entramado que diseña. La imposibilidad de moverse que aqueja a James Stewart en el film de Hitchcock es reemplazada por la imposibilidad de hablar de Ana. En ambas, el centro pretende ser lo visual –el título de la película lo remarca de manera específica-: la mirada de alguien que intenta resolver un crimen desde una limitación. Lo que ve Ana es una serie de indicios que le llevan a sospechar de Pedro (Eduardo Rivetto), uno de sus compañeros de trabajo en el periódico de policiales La Metrópolis. La coincidencia de las notas que Pedro ha escrito respecto de un asesino presuntamente serial en la ciudad, la referencia de la editora (“Pedro consiguió más información de la que esperábamos”) y los datos que alcanza a ver en el celular de su compañero la llevan a pensar en la posibilidad de que él sea en realidad el asesino. Sin embargo, lo más curioso que propone la película es la mixtura entre elementos del pasado y del presente que entran en juego para generar una sensación de distanciamiento. Hay algo de eso ya en la escena en que Ana y Franco comparten la visión de la película de Hitchcock: se trata de un artefacto antiguo puesto en una recirculación en un presente en el que funciona como un elemento desconocido, extraño (en este caso para Franco, que no conoce la película ni los actores). Pero también esa lectura se aplica a los elementos que se ponen en primer plano en la historia central. La idea misma del periódico policial en formato papel –algo que no vemos como tal pero que se presume de las páginas colocadas en las paredes y que hacen alusión a algunos casos famosos como los de Barreda y García Belsunce cubiertos por el medio- parece colisionar con el trabajo de Ana, puramente digital, consistente en la traducción de los textos del periódico al inglés para su difusión internacional.

Pero ese choque de mundos temporales se vislumbra aún más en las acciones del asesino y las de su descubridora. Pedro pertenece a un mundo casi completamente analógico al menos en sus acciones: no solamente sigue siendo un periodista de los que concurren al lugar del crimen y tienen acceso directo a él, sino que, desde su lugar criminal, avisa de los crímenes mediante una fotografía del cadáver enviada por carta a la redacción del medio. En cambio, desde Ana, la tecnología como forma de comunicación invade la pantalla: chats, correos electrónicos, mensajes, van compartiendo la pantalla con las imágenes, restableciendo lo que desde lo sonoro no se puede recuperar. 

En todo caso, habrá que entender que la novedad que pretende aportar La mirada escrita no pasa tanto por la profusión de la violencia o la amenaza constante, que se concentra en el tramo final, sino más bien en el intento de diseñar el carácter psicopático del asesino, desde un lugar más cercano a lo cotidiano, a esa sensación de que cualquier persona que nos rodea puede ser un asesino en potencia. Y que esa compulsión al asesinato está formulada como parte de un sistema que se retroalimenta: el asesino es el mismo que escribe sobre los asesinatos, provocándolos para poder escribir sobre ellos y cimentar, de alguna manera, su carrera como periodista de policiales. Ese carácter termina adquiriendo en el tramo final una especie de nuevo rizo narrativo. Ya no se trata de muertes producidas de manera espasmódica en el espacio de una ciudad, sino de la concentración en el mismo espacio de pertenencia laboral. El periódico La Metrópolis ya no es solamente el espacio en el que el asesino se trasviste de periodista para contar sus actos como si fueran de otros, sino que se convierte en el espacio que alberga a la próxima víctima buscada y también el espacio físico en el que se pretende producir la muerte (en un espacio escenográfico –el laboratorio fotográfico- que le debe su inspiración más al giallo italiano que a la referencia hitchcockiana).

Si la película no consigue superar algunos límites, posiblemente se deba a las indecisiones a la hora de profundizar una serie de elementos sugeridos, como algún acabado más detallista en la construcción del personaje de Pedro, o la utilización de lo sonoro en relación con la tecnología (la escena en la que Ana recupera y rearma su celular pudo haber sido más interesante si no estuviera resuelta con cierta torpeza). Sin embargo, no hay que desdeñar que en el tramo final, la narración se vuelve más austera, casi al borde de la sequedad, justo en el momento en que arrecian los momentos más violentos. Esa decisión no solamente lleva a que desdeña la posibilidad de una resolución totalmente feliz (la forma en que se desentiende de los personajes de Franco y de su amigo luego de ser atacados por Pedro es llamativa pero no deja de ser interesante), sino a resolver el final de los personajes en una escena donde más que el posible efecto sorpresa, interesa ponerlo en un fuera del campo visual del espectador pero con el indicio contundente que implica la quietud repentina en medio de lo que hasta ese momento era movimiento. 

La mirada escrita (Argentina; 2017). Dirección: Nicolás Abello. Guion: Nicolas Abello, Nicolás Acosta Koenig, Nicolás Acuña, Emanuel Díaz, Ismael Zgaib. Fotografía: César Aparicio. Edición: Emanuel Díaz. Elenco: Gabriela Beltramino, Ernesto D’Agostino, Santiago Zapata. Duración: 82 minutos. 

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