Calle como valle de monedas para el pan. / Río sin desvío donde sufre la ciudad. / Que triste palidez tienen tus luces. / Tus letreros sueñan cruces. / Tus afiches, carcajadas de cartón. / Risa que precisa la confianza del alcohol. / Llantos hechos cantos pa´ vendernos un amor. / Mercado de las tristes alegrías, cambalache de caricias donde cuelga la ilusión.
Homero Expósito.
Frank White (Christopher Walken) posa sus ojos sobre la ciudad brillante de neón que oculta su negra mugre de pobreza y prostitución en los arrabales, y simula la mugre blanca en hoteles y edificios de lujo donde se pavonean los trajes de marca, la vajilla cara, las sábanas de seda, las toallas de puro algodón y el obligado champagne.
En las calles de la ciudad capital del imperio capitalista, y en sus garitos y prostíbulos, eclosiona la tragedia diaria y atemorizante de la violencia explícita, mientras en los salones poderosos crece el humus o la bosta fertilizante de aquélla entre copas, inversiones financieras, leyes tan escritas como burladas, y el vacío aterrador de los monigotes desprovistos de espíritu y de amor exhibidos en la vidriera del mundo.
Walken en El rey de Nueva York es primo hermano de dos Willem Dafoe, el dealer de Schrader en Traficantes y el artista pintor y falsificador de dinero en Vivir y morir en L.A., de Wiliam Friedkin (también, con reservas, Travis Bickle en Taxi Driver, entre Schrader y Scorsese). Un delincuente (el Rey, poderoso) con absoluta conciencia del mundo en que vive. Esa ciudad que no alberga sino traiciones, esa ciudad de negocios y de dinero, pero (y) también traiciones de amistad y de amor que sucumben por la avidez económica sin control.
Eso sabe Walken al construir su Frank White, una máscara casi inescrutable (sólo muecas simuladoras de risa o de baile que escamotea la huidiza alegría, la duda y el dolor) que no revela el alma romántica del Nosferatu de Murnau –ni la del romántico Frankenstein que también se anuncia- que vive en él, y que muestra la película. White, en el cuerpo de Walken, ríe y baila, y tira el dinero al tiempo que lo acumula (o mejor, al revés) porque le importa más porqué su amigo negro no fue a verlo a la cárcel, porqué el amor por su abogada es noviazgo en el subte y orgía consentida en los salones, o porqué otro amigo lo traiciona; entonces, después de ordenar enterrar al traidor con el dinero que ganó, se vuelve hacia la ciudad, impersonal e iluminada, interpelándola con la mirada porque allí está, en sus entrañas, el huevo de la serpiente. No hay más que transacciones en la ciudad, y todas tienen un interés y un fin: poder para tener dinero y dinero para alcanzar y/o mantener poder. El capitalismo en el cenit. Ni amor ni espíritu ni belleza; sólo brillo, máscara, orden, apariencia y siliconas, y su degradación: miseria, drogas, violencia, extremo dolor físico y espiritual.
A su manera, White es parecido o similar al Coronel Kurtz de Apocalypse, Now. Kurtz, un militar; White, un hombre de negocios feroz, agresivo y criminal como cualquier hombre de negocios en ese mundo de millones de dólares (lástima la explicitud verbal casi al final, una mácula en la película), pero de extrema lucidez sobre el juego en que andamos y cómo se juega. Sin medias tintas ni vacilaciones, cortando brazos (como admiraba Kurtz en los rivales vietnamitas) o cabezas, sesgando vidas si es menester, porque ése es el juego. Lo demás, mariconadas. Excusas tranquilizadoras de los espíritus débiles, tan feroces como White pero protegidos por sus creencias religiosas o políticas o ideológicas o dictatoriales o democráticas.
La mano maestra de Ferrara sobre el final, luego de la excesiva persecución automovilística, eleva a la película a tragedia deslumbrante e implacable. White va a buscar a su íntimo enemigo, su contracara amiga, el único policía al que no le interesa el dinero (los otros, devenidos parapoliciales, odian y envidian a White por la plata que gana y no por la razón que invocan). El bueno y el malo en la hipocresía social, intercambiables. Una vereda, y la de enfrente, unidas en el lugar común de esos dos hombres: soledad y desencanto. Luchadores hasta el final, sin embargo, poniendo el cuerpo. Porque es lo que toca, y porque la burocracia policial no es para uno, ni la criminalidad financiera de escritorio es para el otro. Lucha de siempre, ahora en las calles alucinatorias de New York, esa otra selva.
Despojados de oropeles y roles sociales y económicos, también de figuración social y de etiquetas, White y el policía, descarnados, miden fuerzas y se anulan mutuamente. Fuera permanece la ciudad, la parafernalia del orden armado que aceita el engranaje y lo sostiene en la mentira, y también la roña moral y asesina que acecha. White, que mira, vuelve a ver el simulacro. Y el espectador con él.
Ferrara, Friedkin, Schrader, y algunos otros, también están fuera. Trabajan en la ciudad pero están fuera. Out. No les cuentan diez porque no joden a nadie. Y esa melancolía es otro mérito de este film bello y crepuscular, y también de los otros.
El rey de Nueva York (King Of New York, EUA/Gran Bretaña/Italia, 1990), de Abel Ferrara, c/Christopher Walken, David Caruso, Laurence Fishburne, Wesley Snipes, 103′.
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