La cosa es así. Matty está loco por Annie. Y cuando digo loco digo realmente loco. Si tuviera un cuchillón de carnicero a mano le rebuscaría el amor en el vientre, en ese terso vientre francés de Annie. Matty es alcohólico y le da a las drogas, pero es sobre todo un alcohólico, y lleva el estigma del fondo de la botella: todos los borrachos buscan una moneda en el fondo de la botella. Una respuesta. Lamentablemente, de hallarla no la reconocerían, porque ninguno sabe lo que está buscando. Matty busca las tripas de Annie, y Annie es tan ingenua y tan perversa que dejaría que rebuscara a gusto, que le removiera todas las vísceras con tal de que se quede con ella, y que la adore. La adoración y el pedestal siempre están a mano de un buen cuchillo. Uno que corta, que corta cuando sacrifica.
En las películas de Ferrara los personajes se rinden al sacrificio, porque encuentran en ese rito autodestructivo una fascinación o la única vía para acceder a un sentido supremo. En realidad, todas las películas de Ferrara son películas de vampiros.
Matty es la estrella, pero Annie también es la estrella. Matty es una superstar, un semidios del Olimpo de Hollywood, pero Annie es la estrella de otra película, de la película de Mick. Una versión porno del clásico francés Nana. Mick regentea su club con la misma pasión con la que esgrime esa cámara de video, con la que proclama que es el futuro. El futuro y la muerte de las estrellas de cine y el nacimiento de otras estrellas. Mick le avisa a Matty; «Podrías coprotagonizar con ella. Tengo un papel para vos en esta película. ¿Vas a firmar? No vas a poder estar con ella de otra manera». Está todo dispuesto para que todo se desmadre. Annie quiere ser la reina de esa película y Matty sigue afilando el cuchillo.
Las cámaras y el descentramiento de los personajes.
Las cámaras de video giran alrededor de los personajes, molestas, como insectos memoriosos que succionan la savia del momento. Las cámaras se mueven y rompen el eje espacial, desestabilizan a Matty, sobre todo a Matty, un alcohólico con precario sentido del equilibrio. No obstante, Matty tiene ritmo, sabe cuando entrar a escena, pero no cuando salir. Y eso le va a costar la vida.
La intrusión de las cámaras de video, siempre cerca, siempre en movimiento, impide racionalizar una construcción lógica del sentido del espacio. Una geometría clásica en la que hacer pie. Ferrara delega a las otras cámaras la ambigüedad y el desorden. Son los videos de los personajes que aparecen todo el tiempo en las pequeñas pantallas y monitores los que introducen un tumulto visual al relato; imprimen un apremio, una inestabilidad encadenada. No sabemos dónde están los personajes, no sabemos qué hacen, desconocemos si están en pose, interpretando un papel, asumiendo un rol para el otro, o si están actuando por sí mismos.
En la escena en que Matty va a buscar a Annie al club porno, se llega percibir el descentramiento, el descenso al abismo de Matty. La escena es solamente un paso entre dos actores pero con un timing justo, y un ritmo perfecto en la descolocación del diálogo. Parece que realmente todo va a estallar de un momento a otro, la violencia vibrante de Hooper intimida y Modine parece realmente un arlequín que quiere irse despatarrado al foso.
Y si estamos rodeados de cámaras y pantallas puede haber registro de puntos ciegos en nuestra memoria, de esos espacios vacíos, huecos negros, que aspiran y absorben la claridad de la conciencia. Luego el personaje podrá ver (o no) el registro de sus acciones, borrado de su actividad cerebral pero presente, indeleble, en los meandros del presentimiento y la sospecha. La intuición como repetición, como revelación de un acto pasado.
Shot missing.
“El mejor trabajo que hiciste. Una pena que no lo recuerdes”. – Mick.
Mick hace que Matty se vea en la pantalla, revive la llaga de no tener a Annie, de haberla perdido para siempre. Mientras Matty se ve a sí mismo abrazarla en el video, Mick trasviste a una camarera de un restorán de paso como si fuera la verdadera Annie, y se la presenta a Matty, se la presenta como si fuera un show de magia. La envía a que lo seduzca, y filma todo. Cuando Mick ve la expresión desencajada de Matty le quita la peluca a la doble de Annie y le indica que actúe como la camarera que es. Y este gesto que parece ser una protección ante un Matty desbordado: es en realidad la búsqueda de la decepción, del fastidio por el desencantamiento y la pérdida de la ilusión. Annie apareció ante los ojos de Matty y se desvaneció en un instante, no era Annie sino su imagen proyectada en otra mujer. Y la segunda mujer siempre es el tortuoso recuerdo de la mujer que falta. La de verdad. Matty, decepcionado, ya está listo para actuar en la realidad la escena faltante. Esa escena clave que articula todo el relato, la toma perdida, el blackout en la mente incrédula, que se resiste a creer pero que es presionada por las esquirlas que dejó el olvido, la implosión del recuerdo faltante. La pieza extraviada que Matty reclama para poder reconstruir su identidad.
Todo se reduce a eso, un director vampiro que quiere grabar la mejor escena de su película, su shot missing y la película es un espiral de autodestrucción de Matty, que es absorbido por esa escena como un agujero negro, como un mar negro, donde la única luz son los destellos de su naufragio. Matty, sin saberlo, actúa para Frank y le da la toma que más quiere, una versión violenta y destructiva de Nana.
El registro audiovisual es la versión caída de la existencia porque ofrece un documento vigilatorio del hacer. Sin la presencia de la operatoria del montaje, el paisaje visual extendido se vuelve pedestre. Entonces aquí interviene el cuchillo. Es necesario olvidar para poder reconstruir el recuerdo. Matty olvida el epicentro de su conmoción, el ojo del vórtice en qué se convirtió su vida, y desde allí reconstruye. Reconstruye con cámaras también, va a un analista que graba sus sesiones en video. Pero no basta, no puede recuperar el eslabón perdido. Todo es demasiado parco, prosaico y desangelado cuando lo vemos en una pantalla de rayos catódicos. Son imágenes erradicadas del encantamiento aurático que les confería y atribuía la pesadilla y la intuición.
“Vas a hacer que se cague del susto…” – Mick.
La secuencia de la doble de Annie es sumamente perversa, porque presenciamos el último punto de tensión, el último pulso que quiebra a Matty, el tope de la carga eléctrica que un cerebro convulso ya no puede soportar. Es en esa secuencia, precisamente, donde salta la térmica del apagón mental. Asistimos al trabajo perverso de un director de actores, Hopper, que es un delegado, un vicario, de Ferrara.
“Me siento en una película de vampiros” – Matty.
Todas las películas de Ferrara son películas de vampiros. Siempre hay personajes succionando a otros, chupándoles la sangre, succionándose unos a otros. Y la perversa seducción y disfrute de las víctimas exangües, que pueden dar vuelta la cara y vampirizarse en un pestañear de ojos. Avenamiento. Hay una bronca de sangre. El mejor asesinato, el que adoraba Hitchcock, el estrangulamiento, evaporar el aliento de la víctima entre las garras que aprietan como pinzas. El asesinato es el vínculo que más une. Y la asfixia es la succión total. La sumisión suprema. Quitar el aire. Y Matty quedó atrapado para siempre, en esa exhalación perentoria, un arlequín que baila oscuro dentro de una botella de cristal mientras el oxígeno se consume.
The Blackout (EUA/Francia, 1997), de Abel Ferrara, c/Mathhew Modine, Claudia Schiffer, Béatrice Dalle, Sarah Lassez, Dennis Hopper, 98′.
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