Las vacaciones suelen poner en evidencia el absurdo del resto del año: es cuando se acusa recibo de que la vida puede ser otra cosa, de que fue necesaria la distancia para acusar la sensación de viaje iniciático. Quizá el género cinematográfico que más convoca el viaje es la road movie. Pero como el cine no es la vida, hay aspectos que diferencian a ambas figuras: el regreso de las vacaciones en general devuelve al punto inicial, confinando aquel viaje al recuerdo sin que haya movido ni una ficha de la vida. Pero el plus del género es el del paso (ficcional) de un lado al otro; lo más seguro es que las vidas que emprenden el periplo finalmente se modifiquen. Una road movie intenta que a los espectadores casi les sople el viento en la cara de esos cuerpos que se lanzan a la carretera.

Es lo que se cumple en Pilotos (Pilotinnen, 1995), el primer largometraje de Christian Petzold para la televisión alemana. En su trabajo de graduación comienzan a perfilarse inquietudes que se desarrollarán a lo largo de su obra: el punto de vista de mujeres que se debaten entre el derrotero y la lucha, el trabajo con periferias que habilitan la reflexión sobre un ineludible entorno, y el pensamiento sobre una Alemania que añade a aquellos procesos de memoria sobre la guerra que ya planteaba el Nuevo Cine Alemán una mirada sobre la mutación cultural del neoliberalismo.

Las pilotos son dos: una experimentada Karin y una joven Sophie, quienes van adquiriendo mayor conciencia de sí. Y lejos de la tradición de que la mayor de ellas se constituya en donante de la iniciada, aquella pregunta: “¿Estoy acabada?”. A lo cuál Sophie, superando el camino corto de la respuesta expeditiva, reflexiona: “Todos pueden estar acabados”. Ambas arrancan con una esperanza proyectada para un mediano plazo: la de la bonanza tanto afectiva como económica en el marco de un capitalismo central en el fin de siglo. En la cultura de la superación individual, el dúo se presenta como testigo y víctima de ese sistema de promesas apócrifas. Dos mujeres utilizadas y luego desplazadas del sistema, tensionan su apuesta hasta el pasaje de un lado a otro. Apuesta improvisada, malograda, pero de pretensión liberadora. Son escasos sus medios, pero la única alternativa es la fuga hacia adelante.

El guion le regala la motorización del hecho y el pasaje al acto heroico, que cierra con la conmovedora inmolación final, a la integrante del dúo que parecía destinada a constituirse en un personaje lateral. Pero el director decide que los protagonismos se alternen, de modo que Karin le dé paso a Sophie, que en la caracterización de Nadeshda Brennicke despliega sus matices en una evolución que va desde un fastidio habitualmente asociado a la frivolidad, hasta la constitución en motor del dúo. Así, se devela una sorpresiva lucidez del personaje, como cuando su compañera de viaje le quiere pagar una habitación individual del Hotel París, y ella no solo no lo acepta sino que le tira el dinero por la cara. Petzold organiza al personaje desde sus aspectos principalmente narrativos, pasando al frente como figura que exterioriza el conflicto.

Karin está construida de forma opuesta: el director explora su interior a partir del trabajo con un cuerpo que se presenta desde el vamos como errático, donde prima el componente expresivo. En su trabajo de corredora de una empresa de cosméticos, duerme en hoteles y a veces en su auto: de esta forma, el espíritu de la road movie se instala de entrada. “Durante la semana, con la empresa. Los fines de semana, tengo descuento”, dice, mientras se mueve por las periferias de Leverkussen. La imagen ya se encarga de mostrar esas periferias como desplazamiento del centro como zona de confort preceptual, de contextos donde el mundo se resuelve, de planos en los que la vida se presenta con la posibilidad de compensación. No son dos personas de la ciudad que se desplazan a las periferias: ya estamos en las periferias en el seno de la ciudad. Eleanor Weisgerber se presta a la cámara para un trabajo que prioriza su conflicto interno: son frecuentes sus situaciones de ensimismamiento, el germen de los universos mentales que el director alemán va a desarrollar en obras posteriores. Sobre todo las que se liberan del requerimiento de los tiempos televisivos que obligan a meter una importante cantidad de acciones en sesenta y ocho minutos. Sophie brilla más desde su rol televisivo, y a Karin se le adeudan las posibilidades de los tiempos que el Petzold posterior aprovecharía. Ya con sus heroínas del presente siglo, salda la deuda.

Ellas son pilotos ¿de qué viaje? Karin se enfrenta a presiones de quien llaman Junior, el hijo del fundador de la compañía, para que sus ventas aumenten. Acusa recibo de que el plan es desplazarla: la edad y la experiencia en el capitalismo tradicional le hubiesen jugado a favor. A cinco años del fin de siglo, la regla es el descarte por la juventud. Tanto Junior como su novia se presentan como exponentes de la nueva cultura. Pero será ella misma quien se le vuelva en contra: al planificar un viaje de ventas de ella con Karin, con el objetivo de vigilar y presionar a esta última, no cuenta con el vínculo que se gestará entre ambas.

Uno de los modos de lo expresivo en el mundo de Petzold es aquel del relato en imágenes que se repite en momentos puntuales de Pilotos: el de los planos detalle. Durante los primeros minutos de película el director ofrece una percepción del tacto. La inminente separación de Karin y su pareja Michael, se da a percibir con un mapa sobre una mesa, y las manos de él y ella frente a frente. Señalan cada uno los sitios geográficos que marcarán el desencuentro de sus itinerarios. Ambos viajarán, pero no confluirán en sus destinos. En él se materializa la esperanza vana de Karin de cruzar al destino ilusorio llamado París. Ella le toma la mano a ese personaje efímero que porta un expresivo reloj pulsera, instalando la presencia de un universo masculino al que Petzold asigna un rol explícitamente negativo; de hecho, más adelante se entera de una verdad sobre Michael que le derrumba su proyecto conjunto pero sobre todo le modifica su plan individual. Aunque ya en aquella escena inicial, él había plantado la semilla de la promesa vacía: “Algún día tendremos nuestra propia casa…”. Otra escena que brinda la cualidad del plano detalle es aquella en que una mano de su jefe de área intenta tomar la de ella: Karin se resiste y se zafa. El gran tema de estos planos es la violencia de un mundo dominado por los hombres, aunque en algún momento eso pueda ser usado a favor. Como cuando un cliente se agacha a recoger una lapicera que Karin deja caer intencionadamente. El plano es el de la mano de él al lado de la pierna de ella ofrecida a su visión fuera de campo: el plano del zapato masculino, la pierna y la mano del cliente recogiendo el objeto, organizan la figura.

Dos mundos del afuera, dos geografías, dos fuera de campo se instalan en el mundo de Pilotos como ilusión. Uno es la gran sombra del cine narrativo exportada al mundo: el Sueño Americano. Petzold decide matar a su mayor emblema, Frank Sinatra. Dos compañeras de trabajo de Karin se conmueven ante la muerte, frente a la televisión. Una muerte adelantada a su tiempo real tres años más tarde, desde la necesidad de trazar la línea divisoria que marca el fin de la ilusión. Acabando con Sinatra, metaforiza el cambio de paradigma brutal. Con la vieja ilusión, estas mujeres podían sobrevivir y hasta aspirar a vivir: ahora el sistema las expulsa. Hoy a una, a largo plazo a la otra. En Pilotos la voz del cantante resuena desde la nostalgia. No solo en Estados Unidos, sino en Alemania: aquel «Sueño» tuvo carácter de exportación. Desde la plataforma de esta nostalgia, se dispara una road movie que se cristaliza a medida que ambas mujeres se acercan.

El otro fuera de campo es París, ese lugar adonde Karin quiere emigrar como concreción de su propio sueño, si bien no tan ambicioso como aquel, por lo menos tranquilizador. Habitar París, ser París, daría fin a su vagabundeo. Pero París es otra falacia. El investigador que se encuentra tras los pasos del novio francés de Karin por un desfalco, le pregunta a ella: “¿Como es que un francés trabaja como vendedor en una empresa alemana de vinos espumosos?”. Ella le responde: “Porque el espumoso se supone que sabe a champaña”. Luego, en el borde de la ruta, el dúo de mujeres ve desfilar aviones mientras toma ese mismo vino. Petzold ironiza en boca de Sophie: “Pensé que tu solo te dedicabas al francés auténtico”.

Tanto esa cultura que tiñe y condiciona la autonomía de las imágenes que cada región puede gestar, como ese epicentro geográfico con anclaje simbólico en la torre Eiffel, se presentan como farsa. Sensación que se instala en el plano final, donde la vista a esa torre ya es el efecto del desgaste. Un centro con la percepción de una periferia más, al final del viaje.

Pilotinnen (Alemania, 1995). Guion y dirección: Christian Petzold. Fotografía: Hans Fromm. Reparto: Eleonore Weisgerber, Nadeshda Brennicke, Udo Schenk, Barbara Frey, Michael Tietz, Inge-Carolin Gremm, Kim Kuebler, Imke Barnstedt, Michael Brennicke, Jörg Friedrich, Ronny Tanner, Wolfgang Hahn, Hans Klima, Rüdiger Tuchel, Klaus Rätsch. Duración: 68 minutos.

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