“Esta es la historia de cómo el cine hizo que perdiera a mi padre”, dice Hernán Gaffet en el comienzo de su documental Un hombre de cine. Pero lo que podría suponer una visión negativa sobre el cine de acuerdo a lo enunciado en la frase, deviene una exploración de la relación que su padre –y por extensión la familia Gaffet- tuvo con el medio especialmente a partir de la década del 50. En esa determinación, el hijo emprende el camino de la reconstrucción de la imagen de su padre. No solamente desde el lugar que ocupó en la familia: lo privado y lo público en Néstor Gaffet se confunden hasta borrar los límites. “Perder” al padre en lo privado se vuelve, paradójicamente, “recuperar” al padre desde lo público.

De allí que resulte nodal la referencia a Morir en Madrid con la que se inicia el documental. Es 1964 y en ese año confluyen el nacimiento de Hernán y el estreno del documental de Frederic Rossif en Argentina. Allí puede rastrearse el punto de quiebre definitivo en la vida de Néstor Gaffet. El episodio del estreno –antes de su habilitación por parte del Consejo Asesor- constituye el primer enfrentamiento serio que Gaffet entabla como distribuidor con la censura, pero también es el punto de partida de una serie de estrategias que desplegará para doblegarla. Es interesante que ese momento particular le sirve al hijo para explicar de qué manera su padre fue involucrándose cada vez más con el cine mientras la familia iba quedando en un segundo plano. Pero también para desarrollar en forma paralela, la relación del cine con la censura establecida desde el estado y los grupos de poder.

Es que, en cierto sentido, puede verse a Un hombre de cine como dos historias que se van desarrollando en paralelo. En una de ellas, conocemos a Néstor Gaffet desde sus orígenes en Trelew, donde ya establece una relación con el cine que se multiplicará cuando se radique en Buenos Aires décadas más tarde. Ese relato puramente familiar, articulado por su relación con quien será su esposa, Beatriz Zucolillo, atraviesa la vida del personaje como inserts que van puntuando su evolución como distribuidor cinematográfico –el acompañamiento de Beatriz, la productora que forma con su hermano Carlos y hasta el viaje que emprende con Hernán durante un mes por Europa para comprar películas- que se nutren de un notable archivo fotográfico familiar.

En ese recorrido, Gaffet es el distribuidor que se inicia con un salto al vacío que finalmente resultará casi milagroso, al punto de convertirse en el éxito que cimentó su trayectoria. Porque así como el documental recalca la centralidad que adquirió el episodio de Morir en Madrid, no deja de señalar que el punto de inicio de esta historia debe buscarse en Ingmar Bergman y en Juventud divino tesoro: en esa decisión de Gaffet de apostar lo que tenía para comprar los derechos de exhibición en Argentina de una película de un director sueco hasta entonces desconocido. La intuición de Gaffet dio resultado y el éxito de público le permitió desarrollar su carrera como distribuidor primero y como productor después (de la etapa más prolífica de Leopoldo Torre Nilsson y de proyectos más riesgosos y menos redituables como Prisioneros de una noche). Hay un punto en el que el documental logra reunir esas dos facetas del personaje de manera espléndida: cuando resuelve que la vida de un personaje no solamente puede contarse desde los archivos personales, sino también desde el entrelazamiento de ellos con una sucesión de los afiches de las películas que distribuyó. Sin necesidad de subrayarlo, el documental no condesciende al ensalzamiento del personaje por considerarlo un descubridor de grandes películas, sino que deja en claro que, sin la intervención de Gaffet, ese cine probablemente no hubiera llegado a la Argentina. Entonces se toma real dimensión de la definición que ensaya la voz del hijo desde su relato: la idea del distribuidor cinematográfico como se lo conocía en esos momentos, no como un mero comerciante que funge de intermediario entre los productores y los dueños de las salas, sino también y posiblemente, sobre todo, como un gestor cultural (lo que se manifiesta de manera contundente en ese gesto de recuperar, aún a pérdida, once clásicos del cine argentino para reponerlos en copias nuevas en pantalla grande)

Pero también puede –y debe- pensarse a Un hombre de cine desde su otra vertiente narrativa: la que la constituye en una suerte de historia de la censura cinematográfica en la Argentina. Porque si bien centra su relato en episodios puntuales, al volver sobre la historia de Gaffet la intersecta con los datos que constituyen elementos precisos de una censura que fue evolucionando hasta desembocar en su momento de mayor ferocidad a partir de fines de la década del 60. Las referencias al personalismo de Raúl Apold durante el primer peronismo y a la contrareacción que significó la Revolución Libertadora en donde el esquema de censura se profundizó (en tanto persecución política sobre personas que simpatizaron con el peronismo, de la que solo pudieron escapar, como señala Peña, por su estatura popular, Tita Merello y Hugo del Carril) resultan una introducción, una especie de primer capítulo de esa historia en la que Gaffet tendrá un rol central. Lo interesante es que el documental no pone continuamente en el centro del relato a su personaje, sino que bascula entre ese lugar central que ocupó y la mirada que se autonomiza para revisar la formulación censora. A falta de material fílmico –a pesar de la imposibilidad de filmar la censura ya que funciona como mecanismo producido en un ámbito privado, no deja de ser notable el cruce rescatado entre Isabel Sarli y el censor De la fuente- el documental logra encauzar su dinámica en el entrecruzamiento del relato en off y la profusión de material proveniente de publicaciones de la época que permiten observar los vaivenes de la censura. La experiencia de Morir en Madrid es retomada en ese momento, luego de su planteo inicial, para comprender cómo llega Gaffet a esa instancia en su vida, pero sobre todo para establecer a la distribución y exhibición de películas como un territorio de lucha.

Lo que plantea el documental es que frente a Gaffet lo que se alza no es una estructura de mercado –como la que domina la distribución en las últimas décadas-, sino la conjunción de un Estado conformado por un perfil netamente conservador y la influencia ejercida por la Iglesia Católica especialmente entre las décadas del 50 y del 80. La evolución de los consejos y entes que centralizaron en esos años la censura cinematográfica no es un puntuado administrativo, sino una matriz normativa política en la que fueron ganando terreno los criterios de moralidad religiosa hasta dominar la escena con la creación del Ente de Calificación Cinematográfica. Ante ese enemigo, lo que se remarcan son las estrategias que Gaffet trabajó para doblegarla. Alguna de ella terminó apelando a la ironía como forma de burla (la promoción de una película recomendada por una inexistente “Liga de Madres Desnaturalizadas” en contraposición a la funesta Liga de Madres de Familia) y otras pueden verse como movidas de un juego de tableros para resquebrajar las defensas censoras (las publicidades de películas apelando a las imágenes de los jurados que la premiaron en algún festival reconocido o las apelaciones directas a las autoridades nacionales salteando a las Comisiones). Hay dos momentos, sin embargo, que se resaltan desde la perspectiva de los entrevistados para recalcar la anticipación desafiante que proponía Gaffet como parte de su trabajo. La primera, recordada por Horacio Verbitsky, proviene de la función de prensa que prepara para Morir en Madrid, pidiendo la presencia de fotógrafos, ante la evidencia de que podían proceder al secuestro de la película. La segunda, proveniente de Fernando Martín Peña, explica la forma en la que Gaffet lograba evadir la censura: estrenaba una película en un cine de barrio en función trasnoche y simulaba una denuncia, para que el juzgado autorizara su exhibición.

El documental no deja de señalar el reacomodamiento que esas formas autoritarias fueron delineando especialmente entre 1962 y 1968, cuando la nueva Ley de Cine implicó la imposibilidad de la intervención por vía judicial, y también la de Gaffet como productor –pasando a coproducciones en comedias españolas o argentinas, rendidoras en la taquilla-, como una suerte de final de época marcada por el triunfo de los censores.

Para el final, el documental deja la que quizás sea la única entrevista televisiva en la que puede verse y escuchar a Gaffet. En esa oportunidad, cuando presentaba el ciclo de cine argentino restaurado, sus definiciones se centraron en la necesidad de preservar el cine argentino y de recuperarlo para las nuevas generaciones. Pero a la vista del material reunido y la historia relatada, tal vez lo que defina de manera más significativa a Gaffet no provenga del archivo, sino de una escena que su hijo elige utilizar de una de las películas producidas por su padre. En la versión de Un guapo del 900 dirigida por Lautaro Murúa, el personaje encarnado por Jorge Salcedo se enfrenta al político que hace Murúa. La escena termina con Salcedo diciendo que “una pelea brava puede lavarlo a uno de tanta porquería que tiene adentro”. Y uno puede imaginarse esa frase en boca de Gaffet como un resumen fiel de lo que fue su vida.

Un hombre de cine (Argentina, 2022). Guion y dirección: Hernán Gaffet. Fotografía: Tomas Ridilenir. Música: Guillermo Romero. Reparto: testimonios de Fernando Martín Peña, Fernando Ramírez Llorens, Alejandro Saderman, Adrián Muoyo, Horacio Verbitsky y Edgardo Cozarinzky. Duración: 113 minutos.

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