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Reflexiones en torno a la dirección de fotografía en el cine a través de Miradas múltiples, la máquina loca, de Emilio Maillé.

“En arte (…) no se trata de reproducir o de inventar formas, sino de captar fuerzas. Por esta razón, ningún arte es figurativo. La célebre fórmula de Klee ‘no hacer algo visible, sino hacer visible’ no significa otra cosa que eso. La tarea de la pintura se define por la tentativa de volver visibles fuerzas que no lo son”. Gilles Deleuze, en Francis Bacon: Lógica de la sensación.

En el cine, “hacer visible” es la tarea del director de fotografía; una función esencial de quien habitualmente es relegado a una injusta invisibilización, pues no alberga características de personaje. Su rol es tenido en cuenta, pero la atención mediática y, consecuentemente, la masiva, queda capturada por quienes protagonizan (en el imaginario colectivo) el hecho fílmico: actores –dado el carácter narrativo de su sola presencia– y director, supuesto padre absoluto de la criatura, llevándose el mérito intelectual y material. Según el diccionario de cine de Ira Konigsberg: “aunque el director debe ser la inteligencia rectora y la fuerza controladora de la película, el director de fotografía es el responsable último de la calidad de la imagen en pantalla. Aunque debe adaptarse a los requerimientos del director con el que trabaja en cada filme, los mejores directores de fotografía son aquellos que parecen poseer un determinado estilo (*), que demuestran una cierta creatividad dentro de los confines de cada trabajo, que dejan una huella en todos.” (1)

Durante el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, el foco “Arte y Cine: tributo a Gabriel Figueroa”, programado por Pastora Campos y Ernesto Flomembaum, ubicó la profesión como eje temático. Se proyectaron seis películas representativas de la carrera del director de fotografía mexicano más emblemático. Como tesis del ciclo se presentó Miradas múltiples, la máquina loca (Emilio Maillé, 2013), una semblanza de Figueroa (1907-1997) a través de fragmentos de sus trabajos y entrevistas a sus colegas Raoul Coutard, Luciano Tovoli, Haskell Wexler y Shoji Ueda entre otros. El foco incluyó como actividad una charla abierta de Maillé, donde un asistente expresó que “en general no se habla de la fotografía en las películas, o solo se la menciona peyorativamente para hablar mal de los críticos que se limitan a decir que la fotografía es buena o mala”. Efectivamente, cada vez más ciertos sectores de la crítica le confieren un mero rol complementario y ciertos grupos de espectadores la valorizan cuando se acerca a la lógica de la postal como un terreno unificado; no como una zona de investigación. “No se trata de hacer folletos turísticos: queremos celebrar el paisaje y nuestra relación con él de la manera más humana posible”, expresa Christopher Doyle, director de fotografía de Happy together de Wong Kar Wai.

Aprovechando el marco de la charla, Maillé relató: “El cine nace antes que nada por un fotógrafo. Es decir, no había ningún director cuando los hermanos Lumiere hicieron sus primeras imágenes. O sea, el fotógrafo decidió qué se iba a poner enfrente de la salida de la fábrica donde salían los empleados y qué se iba a poner en tal lugar cuando pasara el tren. Esas primeras imágenes, las primeras que se hicieron en el mundo, tenían a un fotógrafo detrás. No había nadie que le dijera al fotógrafo dónde se pone. Él lo decidió. (…) Entonces -remató el director –¿cómo hablar de cine sin darle al fotógrafo su lugar?(*)

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Mismo registro, nuevo dispositivo.

Por lo tanto, si en los comienzos del cine no había “director”, sí había fotógrafo. Su rol antecede a aquel que se fue gestando conforme la máquina fue adquiriendo carácter de dispositivo. Un dispositivo que fue mutando de rol en función de su progresiva institucionalización.

Casi un siglo más tarde, pensando dicha obsesión evolucionista, Régis Debray se refiere a la televisión en tanto “nos ha mostrado el cine, como la foto nos ha mostrado la pintura, pues hoy sabemos lo que no sabían los contemporáneos de la innovación: la foto no es pintura menor, como tampoco la televisión es un cine en pequeño. Es otra imagen. Sin duda, en sus inicios (la televisión) quiso “hacer cine” (Daney), como la fotografía había querido hacer pintura”. (2)

El velo que se corre deja al descubierto lo siguiente: el cine le demandó a la fotografía  un aporte más. Sola, aislada, en el contexto de descubrimientos científicos y técnicos del final del siglo XIX, se presentaba ya insuficiente desde la mirada evolucionista. Y el interés por el movimiento (o la ilusión del mismo, siguiendo a Bergson) fue desplazando rápidamente la atención en lo fotográfico como instante privilegiado, donde lo importante era concentrar la atención en percibir una imagen que valía por sí misma. Con una historia de casi 120 años en la cual cada incorporación tecnológica (del cine silente al sonoro, del blanco y negro al color, del fílmico al digital, etc.) se suele incorporar como superadora de una carencia previa, la fotografía -ese momento originario del cine- se sabe existente pero no se piensa. Por lo tanto, el fotógrafo pasa a ser una suerte de apéndice.

Si, como dice Gilles Deleuze, la alternativa en cine es entre montaje o plano, es necesaria una revalorización del rol del fotógrafo en cine, hoy “director de fotografía”.

Luz…

Una de los aspectos centrales de la tarea a su cargo es la iluminación: para Fabrice Revault D’Allones, la misma se jerarquiza, se evidencia como construcción, artificio (luz clásica), o bien simula no existir como si emanara de las cosas (luz moderna). “Existe un artificio irrealista desde el momento en que la luz está dramatizada o metaforizada, subjetivizada o psicologizada. Lo mismo da entonces que esa luz sea más o menos realista o verosímil (…) Realismo, palabra cajón de sastre que habría que desterrar…”. (3) Para la luz, viene a decir D’Allones, el realismo no existe.

Un referente central de la luz “clásica” fue el mexicano Gabriel Figueroa.

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Cámara…

La carrera de Figueroa alberga cincuenta y dos años, desde su primer trabajo en Revolución (Miguel Contreras Torres, 1932) hasta Bajo el volcán (John Huston, 1984). Un momento bisagra en su carrera es cuando conoce a Gregg Toland, fotógrafo de Orson Welles. “Podemos reconocer esta paternidad”, sostiene Maillé, “esta influencia, cuando vemos el trabajo de Gabriel Figueroa; era también el uso de imágenes muy, muy abiertas. Era usar la tierra, usar el campo, por eso su cinematografía se adapta al paisaje de México, porque él lo aprovecha muy bien. Antes de su llegada, los fotógrafos mexicanos se limitaban a trabajar con lentes un poco más cerrados y no le daban al campo esta importancia, este dramatismo donde el campo mismo se convierte en otro personaje. Y es por eso que al trabajar de una manera tan abierta, donde el cielo y la tierra están presentes y donde los personajes son pequeños, minimiza un poco al ser humano frente a la tragedia de la realidad, frente a la tragedia de la naturaleza, y las personas son poco frente a todo ese drama”.

La película

Miradas múltiples rescata la labor del director de fotografía, con eje en la figura de Gabriel Figueroa, su forma de trabajo, sus obras, los testimonios de sus contemporáneos y herederos en la profesión. Emilio Maillé reflexiona sobre Figueroa a partir del montaje entre fragmentos de sus obras unificando ejes narrativos afines como hilo conductor: un personaje se retira en dirección a la profundidad de campo en varias películas, un asesinato en varias películas, un beso entre amantes en varias películas: montaje entre las mismas acciones en diversos trabajos van estructurando Miradas… como concepto sólido. La materia prima pasa por fragmentos de la obra de Buñuel (Los olvidados, Viridiana), de Emilio Fernandez (Salón México), Roberto Gavaldon (Macario), entre sus muchas películas mexicanas que se evocan, sin dejar de lado trabajos con John Huston  (La noche de la iguana, Bajo el volcán).

A modo de ejemplo, Maillé afirma que El fugitivo, de John Ford, es una de las películas que define de mejor manera el estilo de Gabriel Figueroa. A pesar de la impronta reaccionaria de la película, Figueroa logra otorgarle al pueblo mexicano un fuerte protagonismo a través del trabajo con la iluminación en tensión con el rol que les cabe en el guión. Los primeros planos de la actriz Dolores Del Río contienen matices que el director de fotografía le otorga en función de que su subjetividad arrolle la del sacerdote protagonista (Henry Fonda). Desde el carácter simbólico que este personaje proyecta a partir de su sombra sobre el piso de una iglesia en ruinas, dibuja (no metaforiza, dibuja), una cruz; no promueve la búsqueda perceptual (con la posibilidad de que el espectador construya): le brinda una alegoría servida. En cambio, el pueblo mexicano presenta una constante exploración expresiva desde los claroscuros en planos cerrados. Con respecto al plano general, dice Maillé, este se impone empequeñeciendo a los personajes, que poco pueden hacer frente a lo inexorable de su destino.

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En El estado de las cosas, de Wim Wenders, Samuel Fuller expresa que “la vida es en color, pero el blanco y negro es más realista”. Tal afirmación le cabe con exactitud al director mexicano: el color, según Maillé, fue su gran enemigo. Y en la película el acento está puesto sobre las etapas que considera centrales en la obra de Figueroa: desde sus comienzos hasta principios de los sesenta, momento en que el director decide adaptarse al color.

Más que una semblanza sobre Figueroa, Miradas múltiples es una invitación a pensar la fotografía en el cine.

Contrapunto

Promediando la película, Christopher Doyle menciona el momento actual de la imagen cinematográfica en el que a la fotografía en el cine se le asigna cada vez menos importancia. Menciona a YouTube y “la obsesión de captar imágenes, no de crearlas”. Maillé, en tal sentido, apoya por entero la postura de Doyle: “es uno de los pocos que dice ‘mientras más YouTube, mientras más cámaras haya, nosotros tenemos que demostrar por qué somos buenos y por qué nos pagan para hacer imágenes fuertes’. Lo cual me encanta como posición –remata Maillé- porque dice: ‘Nos pagan para ser fotógrafos, para ser creativos, y tenemos que demostrarlo’”.

Como interesante contrapunto a tal posicionamiento, el realizador y teórico francés Jean-Louis Comolli, durante el seminario dictado durante el mes de noviembre en nuestro país, “Cine e historia. Contra la televisión”, expresa: “Nuestra experiencia hoy es la multiplicación de pantallas en nuestro entorno. Tengo una aquí delante, una aquí detrás, ustedes tienen una pantalla en los bolsillos: tenemos pantallas en todas partes, y casi en todas partes tenemos filmadoras. Entre mi primer seminario y hoy se hizo una especie de revolución silenciosa, y esto hizo que muchas más personas tengan que ver con la fabricación de imágenes, cosa que no ocurría hace diez, quince o veinte años. Entonces, podríamos decir que el cine nació y se desarrolló dentro de una industria a la que antes solamente accedía una cierta elite artística, financiera e intelectual. Y poco a poco, a medida que pasaron las décadas, el cine se extendió y pasó a todas las manos y hoy potencialmente una gran cantidad de personas puede hacer películas; se convirtió en algo accesible, posible. Antes se necesitaban millones de dólares para hacer una película. Hoy uno puede resolverlo con 60.000 euros por ejemplo, y no es exactamente lo mismo. Entonces, podríamos definir este movimiento como una democratización, una puesta a disposición del pueblo de las herramientas cinematográficas”. (*)

¿Profesionalización o democratización de la imagen? Quizá esto no deba pensarse como una encrucijada sino como una interesante tensión para nuevas formas. En la tarea de “hacer visible”, el cine como hecho artístico alberga infinidad de posibilidades por fuera de los aspectos narrativos.

 (*) La negrita es mía.

(1)   KONIGSBERG, IRA: Diccionario técnico Akal de cine. Akal, 1997.

(2)   DEBRAY, RÉGIS: Vida y muerte de la imagen – Historia de la mirada en Occidente. Paidos, 1992.

(3)   REVAULT D’ALLONES, FABRICE: La luz en el cine. Càtedra, 2003.

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