La carucha de sufrimiento de Pauline Etienne, encarnando a la desgraciada Suzanne, a lo largo de la película es la postal que el director ha querido dejarnos tatuada en la retina. De hecho se puede pensar que toda la película es una excusa para hacer una minuciosa representación del recorrido que la angustia y el desespero hacen en el ser de una pobre muchacha enclaustrada contra su voluntad en una serie de conventos, en los que la humillación y el abuso serán sus inevitables compañeros.
Inspirada en la novela homónima del insurrecto titán de la ilustración Denis Diderot, que contiene una aguda crítica al sistema monástico y a la sociedad francesa del siglo XVIII, con algunas reminiscencias biográficas, La religiosa se construye como un lento descenso a los fangos más profundos del drama. La narración comienza con una nota desafinada en el clave, que delata el descubrimiento que la joven ha hecho del enamorado, prometido de su hermana. Ese sonido, más bien un ruido, cuando las miradas se cruzan y los nervios le hacen errar en la ejecución de la pieza, es como la sinécdoque del relato todo: una nota desagradable fuera de lugar. El rostro desencajado de la protagonista atravesando un mar de desgracias en un tono monocorde, casi carente de intensificación, es la réplica visual de aquel incordio.
El desencanto de la novicia, íntimamente familiarizado con la náusea, inicia y culmina este dramón, con dos o tres digresiones de muecas de la felicidad que la actriz habrá solicitado a los guionistas para que su acertada interpretación no le quedara de por vida grabada en el semblante.
Es cierto que la trama de la novela de Diderot tampoco admitía mucha variación: una joven enterrada en un convento por el pecado y el egoísmo de la madre adúltera y por el deseo de aliviar la carga económica que conllevaría el proveerla de una dote para el casamiento. Tras algunos intentos de renunciar a la vida religiosa, la pobre Suzanne se ve arrastrada a tomar los votos casi en forma inconsciente, a partir de lo cual pasará por la pérdida de dos personas queridas, el fallido intento de una revocación papal, los castigos y vejámenes de la Madre Superiora y la consecuente segregación de sus pares. Dicha situación opresiva no generará si no el deseo de muerte como una salida ante un mundo que le es negado por todos los agentes a los que se ve sujeta. La búsqueda de la libertad, ese llamado del mundo exterior, dentro de las posibilidades de la novicia, es quizás el motor de su pervivencia ante tanta adversidad.
El pecado de la escritura, que canalizará extramuros el detalle de sus pesares para el examen del Vaticano, será condenado mediante la acusación de estar poseída por el diablo, en orden al miedo a la deshonra implicada en su futura resonancia.
Una serie de giros en la historia harán que Sor Suzanne sea trasladada a otro convento, donde el panorama se presenta sustancialmente contrastante. Sin embargo, la inicial protección y cariño que le profesa la nueva Madre Superiora decanta con rapidez en una afiebrada atracción sexual, en una lasciva persecución que roza el estupro.
Isabelle Huppert pone la piel a esta Superiora turbada por los vapores de la sensualidad con un preciso trabajo que representa al personaje en su completitud: haciendo uso de su autoridad en pos de satisfacer sus deseos y siendo presa de una pasión desmedida que se complementan en una efigie patética y desvariada. Si el resultado del trabajo de Etienne es greciacolmenaresco, el de Huppert es jessicalangeano (pensando en su excepcional rol en American Horror Story).
Esta nueva cárcel para la desdichada Suzanne es sorteada por un deus ex machina alevoso: el confesor de la parroquia le revela que él tampoco tuvo vocación para la vida religiosa y por ello la ayuda a escapar. El descubrimiento de quién es el benefactor detrás de esta maniobra es sorpresivo y posee algún ribete telenovelesco. La elección de una fotografía pictórica, cuyo diseño y cromatismo parecen venir de la pintura litúrgica, ofrece cuadros tan perfectos que parecen retablos de personajes.
La versión anterior de La religieuse, de Jacques Rivette, estrenada en el 1966 y prohibida en Francia por un tiempo, posee una concepción estética diametralmente opuesta signada por la impronta teatral que marca la película toda. Esta primera adaptación, que comienza con una singular y pequeña reseña sobre las vertientes que inspiraron al novelista francés, cuya obra es calificada de polémica, posicionándose por ende en un lugar de rebeldía, aunque al mismo tiempo abre algunos paragüitas, es el entramado fílmico de una concepción propia del género dramático, excepto por una banda sonora disonante que no cuaja por su estilo pretendidamente experimental en una película tan acartonada. Allí los vicios están todos: un comienzo y un final particularmente trágicos (este último con algunos ingredientes de efecto que no posee la versión de Nicloux), una puesta en escena hiperteatral con momentos excesivamente coreografiados que culminan en cuadros verdaderamente absurdos y ridículos, y, por supuesto, un cúmulo de sobreactuaciones y pésimas interpretaciones. Creo que lo más logrado en este sentido es el exagerado contraste entre los conventos, pues el segundo de ellos aparece sobrecargado de símbolos, tendientes a la enunciación de un lugar donde la vida monacal es mucho más relajada, que parecen un insulto a la inteligencia del espectador: coloridas flores, espejos, gestos de cariño, afecto y ternura a diestra y siniestra y monjas constantemente riendo y brincando por todos los rincones.
La religiosa (La religieuse, Francia, 2013), de Guillaume Nicloux, c/ Pauline Etienne, Isabelle Huppert, Louise Bourgoin, 100’
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